Carmen de la Guardia - Historia de Estados Unidos

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La historia de los Estados Unidos es una historia rica y con muchas más sutilezas que la que en muchas ocasiones sus historiadores nos han dejado ver. Esta Historia de los Estados Unidos, pretende acompañar al lector a través de un recorrido por el tiempo y el espacio estadounidense. Engarzado alrededor de su crecimiento territorial, demográfico, económico, político, y de prestigio cultural, este libro también se detiene en los conflictos y en las fisuras que hacen que la historia de esta potencia sea una historia rica, compleja, y que su comprensión este expuesta a múltiples interpretaciones.
Uno de los rasgos que más han resaltado las obras centradas en la Historia de los Estados Unidos es el de su excepcionalismo. Si bien en casi todas las historias nacionales se habla de excepcionalismo, en los trabajos históricos sobre los Estados Unidos la insistencia sobre la singularidad de su desarrollo histórico es todavía mayor. Desde la fundación de las primeras colonias inglesas en América del Norte, el deseo de alejamiento y de realización de un mundo verdaderamente nuevo, más equilibrado y justo que el de la vieja Europa, estuvo presente. Esa idea de separación, de ruptura, de diferencia, ha sido un hilo conductor, según muchos historiadores, del desarrollo histórico de la nación americana.
Una de las primeras conclusiones de este breve recorrido por la Historia de los Estados Unidos es que las corrientes culturales, los ritmos económicos, los movimientos y los conflictos sociales son similares a los del resto de América y de Europa. Es verdad que la Historia de Estados Unidos tiene matices que la separan de otras historias nacionales pero están más relacionados con el ritmo y las características de su propio crecimiento que con razones de excepcionalidad política o cultural.

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A la Convención de Filadelfia acudieron 55 representantes de doce estados porque Rhode Island, temerosa de otorgar más poder a las instituciones comunes a los estados, se negó a participar.

La mayoría de los Padres Fundadores coincidieron en la voluntad de reorganizar y, sobre todo, reforzar el poder común a los estados. Pero procedían de un sistema confederal y todavía sólo se sentían representantes de sus estados y no de la toda la nación americana. Las propias normas de funcionamiento interno de la Convención –un único voto para cada una de las delegaciones de los doce estados sin importar su tamaño– recordaban que estaban en una Confederación de Estados. Además, los miembros de la Convención de Filadelfia temían ese reforzamiento del poder común a los estados porque les preocupaba la violación de los derechos fundamentales que tanto había costado conseguir. Pero es verdad que los grandes defensores de los derechos y libertades individuales estaban ausentes. Unos como John Adams o Thomas Jefferson porque estaban representando a Estados Unidos en Europa y otros grandes patriotas, como Samuel Adams o Patrick Henry Lee, porque no fueron elegidos por sus estados en esos tiempos de revueltas y problemas.

Más de la mitad de los Padres Fundadores habían estudiado derecho en los Colleges norteamericanos en una época en la que sólo una brillante minoría acudía a la universidad. Además, de ellos, tres eran profesores y unos doce habían enseñado alguna vez. Muchos habían practicado derecho en los tribunales de la antigua metrópoli. Pertenecían, pues, en su mayoría a los grupos más solventes de las antiguas colonias. La cultura política de los firmantes de la Constitución era similar a la de aquellos que habían suscrito la Confederación. Es más, 29 de los 55 representantes habían formado parte del Congreso de la Confederación y el resto eran miembros de las distintas legislaturas de los Estados. Si bien los miembros de la Convención de Filadelfia tenían mucho prestigio –“es una asamblea de semidioses”–, escribía Thomas Jefferson a John Adams, en 1787, el que más consenso ocasionó fue el antiguo comandante en jefe del Ejército Confederal: George Washington. Por ello fue designado presidente de la Convención.

Todos los participantes en la asamblea coincidieron en una misma preocupación. No parecía que los Artículos de la Confederación fueran capaces de garantizar la tranquilidad y el orden imprescindibles, según ellos, para asegurar tanto la libertad como la propiedad. Como señala Forrest McDonald en Novus Ordo Seclorum. The Intellectual Origins of the Constitution, la mayoría de los constituyentes buscaban, además, la grandeza y la fama de la joven nación. Defensores de la superioridad de la cultura política republicana frente a la monarquía europea pensaban que esta no era un impedimento para crear una nación poderosa, llamada a la gloria.

La mayoría de los miembros de la Convención de Filadelfia había reflexionado mucho durante el “periodo crítico” sobre la condición humana. Influidos por los trabajos de David Hume y por la experiencia de los primeros años de la independencia estaban convencidos de que los hombres cuando detentaban el poder se movían, en primer lugar, por sus intereses particulares, por sus pasiones. Partiendo de esa premisa, el debate debía versar en cómo reconducir esas pasiones, esos intereses particulares, para lograr el bien de toda la comunidad. El diseño del nuevo sistema político debía tener esa única finalidad: reconducir las temidas pasiones y buscar el bien común.

Aunque casi todos los Padres Fundadores estaban de acuerdo en que la única manera de salvar a la república sumida en enfrentamientos “particulares” y alejada, en los primeros años de su historia, de la consecución del bien, era reformar profundamente el sistema político, todavía prevalecían diferencias entre ellos. Fue en los debates para dirimir los conflictos entre unos y otros cuando emergió un sentido nuevo para un vocablo viejo. El término Confederación, en donde la soberanía residía en cada uno de los estados, se estaba transformando. Surgía así la idea de Federación. En las Federaciones la soberanía se compartía entre el Estado nacional y cada uno de los estados. El poder se fragmentaba, se multiplicaba y para muchos se diluía. Si las mayorías eran facciosas, es decir, si se unían para lograr su propio interés, nunca lograrían ocupar todas las esferas de poder. La virtud –la búsqueda del bien común por encima del interés particular– con el nuevo diseño político podría sobrevivir.

Pero tendrían que decidir que poderes recaían en el nuevo Estado federal y cuales permanecían en cada uno de los estados. Así, los Padres Fundadores fueron señalando en sus debates qué competencias serían nacionales y cuales permanecerían en cada uno de los estados. También fue importante reflexionar sobre uno de los asuntos más espinosos en la época revolucionaria: el de la representación. Los habitantes de los grandes estados, con mayor número de ciudadanos, respaldaban un plan que les beneficiaba: el Plan de Virginia. Lo propuso el gobernador virginiano Edmund Randolph como primer borrador que debía discutir la Convención de Filadelfia. El Plan no era una mera corrección de los Estatutos, sino que suponía la creación de un nuevo modelo de Estado. Los dos puntos básicos del Plan eran: conceder amplios poderes a las instituciones comunes a los estados –un ejecutivo, un legislativo bicameral y unos tribunales– y buscar un sistema de elección de representantes en la legislatura nacional proporcional al número de habitantes. Los pequeños estados, con pocos residentes, no podían aceptar un sistema electoral proporcional porque, lógicamente, estarían peor representados y sus intereses no podrían ser defendidos en términos de igualdad. De ahí que propusieran como alternativa el Plan de Nueva Jersey, diseñado por William Paterson, cuya única pretensión era la reforma de los Estatutos de la Confederación. Según esta propuesta, se mantendría el viejo congreso unicameral en donde cada estado estaba representado por un voto. La situación era difícil pero el acuerdo se alcanzó, tras un mes de debates, con la aceptación de un plan de compromiso presentado por Roger Sherman, delegado de Connecticut. El nuevo texto mantenía un congreso bicameral –con un Senado y una Cámara de Representantes–; la Cámara Baja se elegiría por un sistema proporcional al numero de habitantes a razón de un miembro por cada 40.000 residentes, y el Senado estaría integrado por dos senadores por cada estado, elegidos por las legislaturas estatales. El Senado sería, por tanto, la Cámara que defendería los intereses de los estados y la Cámara de Representantes los de los ciudadanos.

De todas formas, los grandes y los pequeños estados también se enfrentaron por otras causas. Acordar las competencias de la nueva organización estatal, y las que iban a mantener cada uno de los estados no era fácil. De nuevo, los estados de menor tamaño estaban preocupados por tener unas instituciones centrales con mucho poder que anularan sus particularismos. Y aunque la idea del federalismo les tranquilizaba necesitaban insistir en que cada uno de los estados debía conservar su singularidad. El temor al desorden y al caos, que se había vivido durante la Confederación, fue la razón de que el nuevo texto otorgara bastantes competencias al Estado Nacional. Podía imponer impuestos, dirigir las relaciones exteriores, regular el comercio nacional e internacional y crear una armada y un ejército de tierra nacionales. Además, la sección 10 del artículo 1 de la Constitución recogía prohibiciones específicas a los estados miembros de la Unión: “Ningún estado podrá celebrar tratados, alianzas, o confederaciones, conceder patentes de corso y de represalia; acuñar moneda, emitir billetes de crédito, autorizar el pago de deudas en otras monedas…”. Pero aún así muchas competencias permanecían en cada uno de los estados. Y sobre todo atribuciones que permitían mantener sus diferencias. Las condiciones para el ejercicio de la ciudadanía política y la organización de las elecciones; la educación; las leyes que regulaban el matrimonio y el divorcio; la ordenación del tráfico interestatal y la legislación que afecta a la seguridad y a la moral de los ciudadanos continuaron siendo competencia exclusiva de los estados.

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