Leer hoy ese libro es hacer un doble viaje: al tiempo de Juan Ruiz, a los episodios que cuenta en sus Cantigas y que discurren a comienzos del siglo XIV y, sobre todo, a la realidad de los años setenta del siglo XX en un territorio tan cercano a Madrid como poco conocido. Rubén Caba caminó y cabalgó a lo largo de más de 400 kilómetros de la mano del Arcipreste.
Así nos cuenta su salida de Hita de camino a Uceda y Torrelaguna: “Morral a cuestas, garrota en mano, pie calzado con bota caminera y el prurito de partir hacia la sierra. Con el primer sol, el lector pone proa a Taragudo, aldea que no tiene campo de fútbol ni cancha de frontón (...), sino una explanada donde los jóvenes practican el baloncesto”. De ese modo comienza, tras un pequeño capítulo descriptivo de la villa de Hita, Rubén Caba su caminata. Y así iniciamos, metiéndonos en su piel, nuestro viaje.
Un viaje que discurre, en veinticinco jornadas, por llanadas de verdes trigales, por alamedas inmensas al cruzar el puente sobre el Jarama antes de enfilar hacia la sierra, que sube por una casi desconocida carretera de montaña entre Torrelaguna y Lozoyuela (allí se mezclan jara y abismos de roca por igual), que se adentra en el valle del Lozoya y sus praderas y sus pueblos ribereños hasta llegar a Rascafría y al monasterio cartujo de El Paular ─donde evocará a un poeta olvidado y cantor de sus bosques, Enrique de Mesa─ y enfilar hacia el puerto de montaña de Malagosto hasta llegar a Sotosalbos y más tarde a Segovia para entrar en la “otra sierra del Guadarrama”, subir a la Fuenfría y llegar a San Rafael, a La Tablada, a Guadalix.... hasta volver por Torrelaguna, Valdepeñas de la Sierra, Tamajón, Cogolludo y al fin Hita. Casi un mes caminando, ¡se dice pronto!
Con la palabra de Ruben Caba nosotros caminamos también. Y sentimos bajo nuestras posaderas la grupa de la yegua Paola o del burro Chaparro. Respiramos el aire, oloroso a cerveza y a humo, de Casa Paca, lugar de las partidas de naipes de las tardes en Oteruelo, cenamos en Rascafría al arrullo de las melodías que cantan una chicas a la puerta de la fonda, conocemos a los párrocos de Sotosalbos y Rascafría, dialogamos con un ciclista británico perdido por aquellos caminos, recorremos el itinerario que, en Segovia, hacía Antonio Machado cada mañana para ir al instituto y olemos al lobo, como lo hace la yegua, entre Valdepeñas de la Sierra y Tamajón, ya de vuelta al lugar de partida.
Pero si algo nos sorprende de manera especial es ver en el libro, en el mapa que precede al relato, el nombre de una auténtica y desconocida maravilla. Se trata de las ruinas de un monasterio cisterciense casi desconocido, el monasterio de Bonaval, una celebración entre románica y gótica cercana a Tamajón y Retiendas Y, cómo no, leer términos a punto de perderse como cayada, trocha, marañal, breñas, o labores, que en la ciudad hemos olvidado del mismo modo que olvidamos las palabras que las nombran: “apriscar la yeguada”, por ejemplo. Es decir, llevarla al refugio del aprisco (otra hermosa palabra).
Terminamos el viaje deseando iniciarlo de nuevo. Y preguntándonos, al cerrar el libro, qué ha sido, más de treinta años después, de los personajes que nos han salido al paso durante los veinticinco días en que hemos acompañado a Rubén. También de Paola, la yegua, y de Chaparro el rucio. Casi nada.
Visita a Bécquer en su celda de Veruela
A Félix Romeo, in memoriam.
“Hace dos o tres días, andando a la casualidad por entre estos montes, y habiéndome alejado más de lo que acostumbro en mis paseos matinales, alcancé a descubrir, casi oculto entre las quiebras del terreno y fuera de todo camino, un pueblecillo cuya situación, por extremo pintoresca, me agradó tanto, que no pude por menos de aproximarme a él para examinarlo a mis anchas”.
Estas palabras, en las que Gustavo Adolfo Bécquer nos cuenta, al comienzo de la tercera de sus cartas Desde mi celda, su paseo matinal por los caminos de las estribaciones del Moncayo, fueron escritas desde la celda que ocupó, entre diciembre de 1863 y octubre de 1864, en el Monasterio de Veruela, una maravilla de piedra dorada del románico, nacida en el siglo XII a partir de una abadía cisterciense y perdida entre la vegetación de una de las carreteras que llevan a Vera del Moncayo. El pueblecito al que se refiere es un pequeño enclave, al pie del Moncayo, llamado Trasmoz. En las palabras de Bécquer y en el librito que en 2008 publicó la editorial Olifante, titulado Carta tercera Desde mi celda, hay una puerta que todos podemos abrir. Es la puerta a otro tiempo y a un lugar maravilloso y envolvente que es preciso visitar: la comarca del Moncayo, el propio Moncayo y, sobre todo, el por tantas razones inquietante, casi inverosímil, monasterio citado.
Viajar con la palabra de Bécquer es, también, sentarse junto a él en la fría celda a escribir a la luz de la vela, es recobrar sus leyendas, hechas de ruinas catedralicias, luces nocturnas, amores furtivos y extrañas pesadillas con los espíritus de El monte de las ánimas. Es recobrar un tiempo frío, de achacosas diligencias, de trayectos a caballo por caminos amenazados por ladrones, frecuentados por mendigos y llenos de posibilidades imprevistas. Era el siglo XIX, un siglo todavía no mecanizado en el que sólo el ferrocarril recién nacido podía competir con los viajes en carro o a caballo (aunque sólo en algunos trayectos) de un país todavía ineficiente y subdesarrollado. Por ello, trasladarse, como hizo el autor de Rimas, de Tarazona a Veruela, a lomos de un mulo y en pleno invierno era, entonces, una tarea casi titánica. A ello se refiere Jesús Rubio Jiménez, autor del prólogo y de la edición del libro: “El trayecto final en mulo se hace brusco e incómodo para el débil poeta”. Y así lo cuenta el propio Gustavo Adolfo: “anduvimos no sé cuántas horas, porque no tenía conciencia del tiempo”.
Bécquer nos lleva a Veruela, nos hace pasear sobre la hojarasca de los caminos de los alrededores, enamorarnos de la arquería gótica de claustro e iglesia y detenernos ante los pequeños cementerios de aldea a los que tanta devoción mostró (“en más de una aldea”, nos dice, “he visto un cementerio chico, abandonado, pobre, cubierto de ortigas y cardos silvestres, y me ha causado una impresión siempre melancólica”). También nos invita a pensar en la vida y en la muerte y, de manera muy especial, alimenta y y alienta nuestra vocación viajera. Es decir, nos invita a acudir al Moncayo, a conocer Vera, o Litago, o el pequeño Trasmoz, ese lugar donde hoy se levanta, como un homenaje permanente, la Casa del poeta gracias al impulso de una pequeña editorial, Olifante, y de una auténtica poeta de la edición, Trinidad Ruiz Marcellán. Viajemos, con Gustavo Adolfo Bécquer, hasta allí. Nos esperan.
Calaceite, Donoso y el boom latinoamericano
En 2005 apareció un libro, que pasó inadvertido, titulado Tinta y piedra. Llevaba como subtítulo Calaceite, el pueblo donde convivieron los autores del Boom. Su autor, director de la película Morente. El barbero de Picasso, es Emilio Ruiz Barrachina. Se trata de un emocionante recorrido por este maravilloso, casi mágico pueblo aragonés, situado en la comarca del Matarraña. Su autor nos cuenta su deambular, a lo largo de cinco días, por la localidad y sus alrededores y recupera su peculiar historia cultural. Allá, en el límite entre Aragón (Teruel) y Cataluña (Tarragona) se levanta un auténtico monumento de piedra dorada. Muros centenarios, calles estrechas que ascienden sobre firmes de adoquines, blasones, pequeños jardines ocultos tras altas tapias también de piedra, arcos ojivales, un bosque de caserones ancestrales, construidos entre los siglos XIII y XVI, llevan al viajero que intente adentrarse en su interior a una realidad que parece detenida en otra época. Calaceite, tierra seca y de mediodías calurosos en verano; tierra fría, de hielos afilados y cierzo, es un pueblo casi irreal de tan bien conservado.
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