Cristina Ruiz Fernández - Hasta que la muerte (del amor) nos separe

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A través de las historias personales de personas que han vivido una ruptura, Cristina Ruiz hace que las propuestas sobre el matrimonio de la exhortación «Amoris laetitia» y de los documentos vaticanos hundan los pies en la tierra para dar respuesta a las necesidades de quienes atraviesan la experiencia del divorcio. Para ello, ahonda en las raíces y la historia del matrimonio y del divorcio, atiende a las causas de la ruptura (el matrimonio sin amor, la infidelidad, la violencia…) y a los sentimientos de duelo que esta despierta, repasa la teología y la doctrina sobre el matrimonio canónico, explica las vías de la nulidad y la disolución del vínculo, vuelve la mirada al horizonte abierto por Francisco y relata algunas experiencias que ya se están produciendo. Derribar muros, hacer caer prejuicios, acoger y, en suma, amar es la propuesta de este libro.

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Junto a estos testimonios también he contado con el saber hacer de Carmen Peña, profesora de Derecho Canónico en la Universidad Pontificia Comillas que ejerce como Defensora del vínculo y Promotora de Justicia en el Tribunal Eclesiástico Metropolitano de Madrid; con Rafael San Román, psicólogo especializado en duelo; con Mario Rodero, profesor de religión de secundaria y gran amigo que, aunque no aparece entrecomillado, me dio las bases iniciales que me sirvieron de punto de partida para el libro; así como con Ignacio Dinnbier, director del Centro Arrupe de Valencia, que me han aportado su experiencia profesional y su conocimiento académico para acercarme a esta realidad.

En paralelo a la recogida de estos testimonios, el terremoto que ha supuesto la iniciativa del papa Francisco al convocar los dos recientes sínodos y al publicar su exhortación apostólica Amoris laetitia , ha servido de contexto y de impulso para ver las cosas con una mirada nueva desde las raíces del Evangelio. Cuando comencé este trabajo no podía ni imaginar todo lo que Francisco iba a aportar y a movilizar en el ámbito de la familia.

A partir de todo ello, el reto al que he intentado acercarme es plantear alternativas reales para que la Iglesia católica, en nuestro tiempo, pueda abordar la complejidad de las personas divorciadas desde la fe y la misericordia. Me he permitido soñar una Iglesia que ayude a las personas a ser más felices, porque creo que esa es la voluntad principal del Padre, tal y como decía el hermano Roger de Taizé en la cita que he elegido para el inicio de esta introducción. Una Iglesia que nos ayude en el camino de la felicidad y el crecimiento personal, que nos acoja y nos acepte. Y que lo haga desde un profundo amor, tal y como lo haría Jesús.

I

Raíces e historia del

matrimonio… y del divorcio

Para hablar de divorcio lo propio es empezar hablando del matrimonio. Esta institución, que parece que existiera «desde siempre», tiene en realidad también un origen, una historia y una evolución.

La primera unión entre hombre y mujer documentada data del año 4000 a. C. Aparece, por tanto, en un momento histórico en que comenzaban a darse las primeras organizaciones familiares avanzadas. En esa fecha, gracias a una tablilla mesopotámica, sabemos que se dio un pacto entre un hombre y una mujer. En el acta aparecían reflejados los derechos y deberes de la esposa, el castigo en caso de infidelidad y el dinero que obtendría la mujer en caso de ser rechazada 1. Es decir, la posibilidad de divorcio nace al mismo tiempo que el matrimonio.

Pero es evidente que tanto uno como otro no respondían a la misma realidad sociológica que vivimos hoy.

A lo largo de la historia el matrimonio ha tomado muchas formas: poligamia, matrimonio concertado, matrimonio homosexual –existen documentadas uniones entre hombres ya en el Imperio romano–, rapto, coemptio –«compra mutua» establecida por los romanos–, convivencia con la familia de novio, convivencia con la familia de la novia, ninguna convivencia de la pareja en absoluto… Sin embargo la forma en la que hoy conocemos el matrimonio (monógamo, en convivencia y, tradicionalmente, indisoluble entre un hombre y una mujer) tiene tan solo un par de milenios de existencia.

Tal y como explica Stephanie Coontz, autora del libro Historia del matrimonio: Cómo el amor conquistó el matrimonio 2, en origen la unión «era una manera de conseguir familia política, de establecer alianzas y de ampliar la fuerza de trabajo en la familia». De hecho, inicialmente se trataba de contratos privados entre las familias, en los que no intervenía ni la Iglesia ni el poder público.

La capacidad del ser humano para amar a otro ser humano parece algo inherente a nuestra identidad. Probablemente tenemos capacidad de enamorarnos desde que el homo sapiens se erigió como tal. Otra cosa muy distinta es que ese enamoramiento haya ido acompañado de una unión estable y monógama, motivada por el sentimiento entre los miembros de la pareja. Esa visión del amor romántico es, en realidad, muy reciente:

Raramente en la historia el amor ha sido visto como la razón principal para casarse –afirma Coontz–, cuando alguien argumentaba una creencia tan extraña no era motivo de risas, sino más bien era considerado una seria amenaza al orden social.

En este contexto tenían un peso especial los matrimonios acordados previamente por los padres, a menudo durante la infancia de sus hijos e hijas, sin tener en cuenta en absoluto la voluntad de los futuros esposos. Esta fue una práctica que se mantuvo durante siglos y que ahora está prácticamente erradicada, sobre todo si hablamos del mundo occidental. El cambio de sociedades agrícolas a sociedades industriales, así como la expansión de la democracia y de las libertades individuales, propiciaron el fin de este tipo de acuerdos que eran más mercantiles que matrimoniales.

También la poligamia era un tipo de unión muy común en la Antigüedad. Por ejemplo, en el pueblo judío los hombres tenían a menudo dos o más esposas, ya que se les permitía tener tantas mujeres como pudieran mantener. La poligamia estaba reservada, por tanto, a hombres con un estatus elevado y en la práctica la mayoría de los judíos tenía una sola esposa.

Pero no solo los hebreos, sino muchos otros pueblos han permitido las relaciones polígamas, tanto en Asia como en África Subsahariana, en algunos países musulmanes o en tradiciones religiosas como los mormones en Estados Unidos. A lo largo de la historia han sido menos numerosas las culturas en las que se permitía a una mujer casarse con varios hombres –práctica conocida como poliandria– y también se han dado casos aislados de pueblos en los que había un matrimonio grupal. Otra costumbre frecuente era el levirato, norma que obligaba al hermano de un hombre fallecido a casarse con su viuda.

Una vez más, esta práctica matrimonial tenía fines económicos y de patrimonio, para que no se perdiera ni el nombre ni las propiedades del difunto marido, tal y como señala el libro del Deuteronomio 3.

Los cambios hacia el concepto de matrimonio que hoy manejamos se inician con el declive del Imperio romano, que coincide en el tiempo con el auge del cristianismo. Las costumbres sexuales relajadas que se generalizaron en los últimos siglos de la Roma Imperial y la promiscuidad que se daba entre la población llegaron a provocar un cierto desorden social. Incluso, en tiempos del emperador Heliogábalo (desde 218 hasta 222 d. C.) se decía que ningún romano podía saber con certeza quién era su padre. En este contexto, la concepción cristiana de la familia-matrimonio tuvo buena acogida, puesto que representaba la solución a los problemas de paternidad y a la crianza de los hijos e hijas.

Desde que el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio romano en el año 380 d. C., la evangelización fue arraigando en Europa. De esta forma, a partir del siglo sexto se extiende de manera amplia la idea cristiana de matrimonio como una unión ante Dios y no solo ante la sociedad, convirtiéndose en sagrado lo que hasta entonces había sido únicamente privado o civil. La monogamia se generaliza, se prohíbe la consanguinidad y el matrimonio se empieza a entender como indisoluble, debido a que se considera que el vínculo emerge de Dios. Las raíces teológicas y doctrinales de esta visión del matrimonio las analizaremos con más detenimiento en el capítulo siguiente.

Pero, para seguir con la trayectoria histórica, es en 1215 con el concilio de Letrán cuando se establece formalmente el matrimonio como hoy lo conocemos. Aquellos padres conciliares del siglo XIII determinaron con claridad ciertas prohibiciones (consanguinidad, uniones clandestinas…) y señalaron la obligatoriedad de que un sacerdote dé las amonestaciones previas, así como de que exista presencia de testigos. En ese momento, hace ocho siglos, se consolida la metodología actual que sigue la Iglesia para celebrar un matrimonio canónico. Se determina la necesidad de verificar que el matrimonio se realiza libremente y que se crea un vínculo sacramental válido.

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