José Miguel Cejas - Cara y cruz

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¿Fue la vida de Josemaría Escrivá una vida de éxito o de fracaso? Desde esa clave paradójica, José Miguel Cejas, escritor y periodista, analiza la existencia y el mensaje de este sacerdote canonizado por san Juan Pablo II en 2002, conocido en los cinco continentes por ser el fundador del Opus Dei, por sus libros de espiritualidad y por las numerosas iniciativas que impulsó. El resultado es una semblanza amena y documentada, apoyada en numerosos testimonios, recuerdos, fuentes directas y experiencias personales tanto del autor como de otras personas, que muestra la cara y la cruz de san Josemaría, analiza sus virtudes y sus defectos y se detiene en sus respuestas al drama de la pobreza que sufren millones de personas en todo el mundo. El libro se completa con una historia del Opus Dei tras el fallecimiento de su fundador, algunos escritos suyos y un artículo sobre la Prelatura del Opus Dei.

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El viernes 14 de febrero de 1930, en una mañana fría de invierno, se encontraba celebrando Misa en ese oratorio, cuando, inmediatamente después de la Comunión, mientras daba gracias 6, comprendió –en palabras suyas–: «¡toda la Obra femenina!» 7.

Fue una nueva moción espiritual, cuyo contenido –como explica María Isabel Montero– «fue, sustancialmente, no solo que también las mujeres eran destinatarias del mensaje de santificación en la vida ordinaria, sino que podían formar parte del Opus Dei» 8.

No se trataba, por tanto, de una nueva fundación, ni de crear una institución diferente. La luz del 2 de octubre de 1928 se dirigía a mujeres y hombres; y los difusores de ese mensaje debían ser también mujeres y hombres, aunque Josemaría Escrivá, deslumbrado por el fogonazo de esa luz, no hubiese percibido con nitidez hasta entonces todos los perfiles y matices de aquel querer de Dios.

Aquella mañana de febrero comprendió que Dios deseaba que hubiera en la Iglesia hombres y mujeres con una misma llamada; con una misma misión –la santificación de las realidades humanas–; con un mismo carisma, idénticos medios ascéticos y modos apostólicos.

La iniciativa no partió, de nuevo, del propio Escrivá: «Vinisteis –recordaba años después– a la vida de la Iglesia en un momento en que no os esperaba, y yo agradezco a Dios Padre, a Dios Hijo, y a Dios Espíritu Santo y a la Santísima Virgen este vuestro nacer; agradezco el teneros» 9.

Unidos en la cabeza –Josemaría Escrivá y sus sucesores–, con separación de apostolados pero no de espíritu, esas mujeres y esos hombres deberían llevar a cabo en medio del mundo, en palabras de Escrivá, una «gran movilización de cristianos para la paz, para el bienestar, para la comprensión, para la fraternidad» 10.

Un panorama de futuro

¿Qué fin específico tenía esa movilización? ¿Poner en marcha obras asistenciales y solidarias? ¿Atender a los pobres más pobres? ¿Crear universidades, colegios y centros de enseñanza? ¿Luchar por grandes causas sociales, como la igualdad o la dignidad de la mujer?

No. Escrivá puso por escrito que no se pondría el acento en «comités, asambleas, encuentros, etc.» 11. El fin era la entrega a Dios, el servicio a la Iglesia, la búsqueda de la santidad, no poner obstáculos al trabajo de Dios en cada alma; y eso exigía una atención personalizada en la formación cristiana de cada mujer, de cada hombre.

¿Y los problemas sociales, ante los que Escrivá era particularmente sensible? En su mente cada mujer, cada hombre debía dar su respuesta personal ante los problemas de la sociedad; y de modo particular ante los retos de la injusticia y la pobreza: pobreza material, moral y espiritual.

La respuesta de cada persona sería tan variada como las circunstancias familiares, sociales y profesionales en las que viviera. Como fruto de la gracia y de esas respuestas personales –consideraba Escrivá– surgirían en el futuro cientos de iniciativas en los ambientes sociales y profesionales más variados. Y Dios le daba una fe tan singular que parecía que las veía, que las tocaba .

Esos empeños apostólicos irían variando con el paso del tiempo, respondiendo a necesidades sociales y humanas que entonces ni siquiera se planteaban. Nacerían universidades, hospitales, ambulatorios, centros geriátricos, comedores sociales para personas en situación de crisis, iniciativas de enseñanza, proyectos asistenciales para los «últimos», ONG para la consecución de la paz o la lucha contra el paro, escuelas para la formación de empresarios, de obreros, de personas del medio rural; y un largo etcétera 12.

Esa era la vivificación cristiana que debían llevar a cabo los bautizados en una sociedad en la que Cristo debía estar en la cumbre de las actividades humanas; es decir, en la cumbre del mundo de la cultura, del arte en sus expresiones más variadas, de la moda, del entretenimiento, del espectáculo, de la vida política, de las relaciones económicas, del deporte, de las comunicaciones, etc.

En su mente las actividades para la promoción de la justicia y la lucha contra la pobreza debía ser expresión del afán por identificarse con Cristo de cada persona que viviera ese espíritu 13. Esa lucha, ese esfuerzo, no exigía que los cristianos «salieran de su sitio»: allí, en su hogar, en su trabajo, en su ambiente social, debían actuar con sentido de justicia y solidaridad, construyendo junto con las demás personas de buena voluntad –creyentes o no– una sociedad más humana.

Aquello , aún sin nombre, debía ser un camino para el encuentro personal con el Señor sin intimismos reductores y sin esa indiferencia ante la suerte material y espiritual de los demás que no es propia de un corazón unido a Jesucristo. Había que «darle la vuelta al mundo como un calcetín», decía, con frase gráfica.

A los que les mostraba este panorama –cuya formulación concreta fue precisando con el paso del tiempo– les sorprendía la seguridad –sin ser un visionario– con la que hablaba. Cuenta un amigo suyo, Castán Lacoma: «En alguna de aquellas ocasiones, entre los años 1929 y 1932, dimos varios paseos, a solas, conversando largamente [...]. Me habló de la fundación que el Señor le pedía [...]. Aunque decía que estaba trabajando para realizarla, me hablaba de todo como si fuese una cosa ya hecha: tal era la claridad con la que –ayudado por la gracia de Dios– la veía proyectada en el futuro» 14.

¿Cómo va la tesis?

A partir del 2 de octubre de 1928, sus trabajos para conseguir el doctorado, motivo por el que se había trasladado a Madrid, fueron quedando en un segundo plano. En marzo de 1930 comenzó a trabajar en la Biblioteca Nacional en una tesis sobre «La ordenación de mestizos y cuarterones en la América española durante la época colonial» 15.

Pou de Foxá le seguía preguntando por la marcha de la tesis y le urgía para que se doctorase cuanto antes, aceptando mientras tanto cualquier trabajo, en un bufete, por ejemplo. Su pariente, el obispo de Cuenca, y Francisco Morán, el Vicario General, le aconsejaban lo mismo: «tienes que concentrarte en el doctorado».

Pero Escrivá no estaba dispuesto a ejercer un trabajo que le apartara de su misión o que retrasara el querer de Dios que había visto aquel 2 de octubre. Ese querer y esa misión se habían convertido en lo primero y fundamental de su vida.

Razonaba así: «No tengo dinero. Esto lleva consigo una doble consecuencia: a) que, como he de trabajar –a veces excesivamente– para sostener mi casa, no me queda ni tiempo ni humor para los trabajos inmediatos de estos doctorados; y b) que aunque tuviera tiempo, no teniendo dinero, es imposible pasar a esos ejercicios académicos» 16.

La situación se volvía cada vez más difícil. En junio de 1930 expiraba el plazo que le había dado su Arzobispo para residir fuera de la diócesis de Zaragoza, y el obispo de Madrid estaba adoptando medidas para que los sacerdotes extradiocesanos regresaran a sus diócesis de origen.

Eso explica que cada vez que visitaba al Vicario para renovar las licencias ministeriales, acudiera con el alma en vilo. Entraba primero en la cercana iglesia de Las Carboneras 17y le pedía al Señor que se las renovaran a pesar de su condición de extradiocesano. Al terminar, regresaba a la iglesia para dar gracias.

Pero no podía permanecer indefinidamente así. Su situación se volvió tan inestable que contempló la posibilidad de aceptar la canonjía que le había ofrecido su pariente, el obispo de Cuenca. Pero después de hacer varias gestiones, acabó descartando la idea. Lo prioritario –concluyó– era sacar adelante la Obra; y ese empeño tenía, en aquellos comienzos, un ámbito específico de crecimiento: Madrid.

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