José Miguel Cejas - Cara y cruz

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¿Fue la vida de Josemaría Escrivá una vida de éxito o de fracaso? Desde esa clave paradójica, José Miguel Cejas, escritor y periodista, analiza la existencia y el mensaje de este sacerdote canonizado por san Juan Pablo II en 2002, conocido en los cinco continentes por ser el fundador del Opus Dei, por sus libros de espiritualidad y por las numerosas iniciativas que impulsó. El resultado es una semblanza amena y documentada, apoyada en numerosos testimonios, recuerdos, fuentes directas y experiencias personales tanto del autor como de otras personas, que muestra la cara y la cruz de san Josemaría, analiza sus virtudes y sus defectos y se detiene en sus respuestas al drama de la pobreza que sufren millones de personas en todo el mundo. El libro se completa con una historia del Opus Dei tras el fallecimiento de su fundador, algunos escritos suyos y un artículo sobre la Prelatura del Opus Dei.

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«Veintiséis años, gracia de Dios y buen humor». Vale la pena reflexionar sobre este autorretrato que nos deja Escrivá centrándonos en aquellos últimos meses de 1928 en los que la historia todavía no estaba escrita , porque nunca lo está: depende siempre de la libertad humana.

Para situar al joven Escrivá dentro de aquel contexto conviene despojarse mentalmente de lo que sabemos que ocurrió después; no solo porque los hechos podían haber sucedido de otro modo, sino porque –quizá– podían no haber ocurrido .

Escrivá, como todo hombre, no tenía «un sino inexorable»: recibió una propuesta y respondió positiva y libremente a un querer de Dios. Ese querer fue haciéndose realidad y encarnándose –también como fruto de respuestas libres a la gracia– en millares de vidas concretas... lo mismo que podía no haberse hecho realidad por falta de fidelidad, ya sea por parte de Escrivá o de esas personas.

Josemaría conocía bien lo que se cuenta que Cristo dijo a Teresa de Ávila: «Teresa, yo quise... Pero los hombres no han querido» 17.

Un mensaje novedoso

El 2 de octubre de 1928 terminó el periodo de los presentimientos y las intuiciones –«barruntos», en palabras de Escrivá– y comenzó el tiempo fundacional . A partir de entonces sintió sobre sus hombros la responsabilidad de una misión que debía llevar a cabo sin que le apeteciera –nunca quiso ser fundador–; y con solo veintiséis años, cuando humanamente era un donnadie , tanto en el contexto de la Iglesia como en el de la sociedad civil.

Se abrían en su vida dos posibilidades, dos caminos: un «camino de la Cruz, cumpliendo la Voluntad de Dios en la fundación de la Obra que me llevará a la santidad» y otro camino, «ancho –¡y corto!–, de perdición, cumpliendo mi voluntad» 18.

Experimentó por primera vez el temor de que aquella misión no se hiciera realidad por falta de generosidad por su parte. Era consciente de sus virtudes y defectos; de sus cualidades y limitaciones; y sabía que aquella tarea, a todas luces, le sobrepasaba. «No es la natural modestia –explicaba–. Es el constante convencimiento, la claridad meridiana de mi propia indignidad. Jamás me había pasado por la cabeza [...] que debería llevar adelante una misión entre los hombres» 19.

Al fenómeno interior del 2 de octubre se unió otro, desconcertante: no volvió a tener nuevas «iluminaciones» interiores durante más de un año. Por fin, en noviembre de 1929 anotó: «Empieza otra vez, la ayuda especial, muy concreta, del Señor» 20.

Había recibido un mensaje revolucionario y no le resultaría fácil a aquel sacerdote joven e inexperto empezar a romper la malla de prejuicios y estructuras mentales que constituían el bagaje intelectual de muchos católicos desde hacía siglos –«el que quiera ser santo, que se meta a monje», solía decirse–, a pesar de que sus palabras entroncaban directamente con las enseñanzas de Jesucristo sobre la llamada universal a la santidad y la vida de los primeros cristianos 21.

¿Vivir con plenitud la vocación bautismal en medio del mundo? ¿Santificarse por medio del –no a pesar del – trabajo profesional como carpintero, ama de casa, médico, electricista o conductor de tranvía? A finales de los años veinte esas afirmaciones sonaban demasiado modernas y atrevidas; aunque ese mensaje –recordaba Escrivá– era «viejo como el Evangelio» 22. «Simples cristianos. Masa en fermento. Lo nuestro es lo ordinario, con naturalidad. Medio: el trabajo profesional. ¡Todos santos!» 23.

Para Escrivá, comenta Allen:

La espiritualidad y la oración, de acuerdo con su manera de ver las cosas, no están reservadas exclusivamente al ámbito de la Iglesia, no son una serie de prácticas piadosas sin relación con el resto de la vida. El centro real de la vida espiritual es el trabajo habitual de cada uno y las relaciones entre las personas. La vida cotidiana, vista desde el punto de vista de la eternidad, adquiere un significado trascendental. Nos encontramos frente a un concepto explosivo capaz de desatar la energía creativa cristiana en muchas tareas de la humanidad. Su ambición es nada menos que atravesar siglos de historia de la Iglesia para revitalizar el planteamiento de los primeros cristianos, hombres y mujeres laicos, indistinguibles de sus colegas y vecinos, que se ocupan de sus tareas cotidianas y que, no obstante, prenden fuego con ayuda del Evangelio y cambian el mundo 24.

Su propuesta parecía demasiado explosiva, aunque no era el primero en recordar la llamada universal a la santidad en la historia de la Iglesia; basta pensar en el impacto que produjo en su tiempo la Introducción a la vida devota de Francisco de Sales; pero, recuerda Illanes, «aunque a lo largo de los siglos no faltaron maestros que predicaron la apertura de la santidad a todos los cristianos, en la práctica pastoral y en la reflexión teológica se tendía a acentuar las dificultades que podía representar la vida en el mundo para alcanzar una verdadera santidad» 25 . La gran mayoría del pueblo fiel consideraba la búsqueda de la santidad en la vida corriente como algo «de segunda categoría».

Pocos habrían negado –escribe Coverdale– que era teóricamente posible para los laicos alcanzar la santidad, pero menos aún propondrían la santidad en medio del mundo como un ideal alcanzable. Que un joven o una joven tuviera una vida espiritual más intensa, o incluso el deseo de servir a Dios seriamente, se solía considerar como señal inequívoca de vocación al sacerdocio o a la vida religiosa. La mayoría de los sacerdotes nunca animaban a los laicos a esforzarse seriamente por alcanzar la santidad en sus vidas de trabajo ordinario, como reflejo del convencimiento práctico de que lo más que se podía esperar de los laicos era el cumplimiento de sus deberes religiosos básicos. La santidad en medio del mundo podría ser un tema interesante para la especulación teológica, pero raramente era predicado ni propuesto como una meta alcanzable 26.

¿Por qué entonces? ¿Por qué precisamente en 1928? Entre otros estudiosos, el historiador Gonzalo Redondo y el teólogo José Luis Illanes han reflexionado y han expuesto sus hipótesis sobre este particular 27.

Algunos parecían entenderle, pero de hecho no lo conseguían: imaginaban que lo que proponía aquel joven sacerdote era una versión « en laico » de las instituciones religiosas. (Algo comprensible, porque en las categorías mentales de aquella época –que persisten en cierta medida en la nuestra– la entrega a Dios estaba ligada de forma exclusiva a la vida propia de los monjes y los religiosos; y a unos determinados fines, como la creación de centros de enseñanza de carácter católico). Escrivá –pensaban– les hablaba de lo mismo, «pero sin llevar hábito».

Le costó mucho que le entendieran, y les explicaba que se trataba de vivir como los primeros cristianos, encontrando a Dios en el propio trabajo (cualquier trabajo honrado); en la vida corriente, sin signos externos, sin distintivos... 28.

Entre otras muchas consecuencias, Escrivá consideraba el trabajo profesional como un medio para concretar el amor a los más desfavorecidos (que algunos reducían a la llamada beneficencia ). Enseñaba que el trabajo –cuando se desarrolla con honradez y ejemplaridad; con calidad profesional, sentido de servicio y solidaridad– constituye una fuente de progreso, de avance social y de superación de muchas injusticias.

Esas realidades y esos hechos le interesaban más que las etiquetas, al ver cómo algunas personas, que se autodenominaban católicas , se comportaban desde el punto de vista profesional de forma opuesta a la fe que profesaban.

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