—Eminencia, pasemos al interior, donde hay algo de vuestro interés que Elías se desvive por mostraros —Michelotto estaba invitando al cardenal Borgia a dejar la sala de los perfumes y visitar la estancia contigua, que se abría al otro lado de la cortina de detrás del mostrador.
Fue poner los pies en ella y un olor inmundo aconsejó a su eminencia y a Michelotto sacar el pañuelo y taparse con él la nariz. La habitación de techos bajos cruzados de travesaños de madera la oprimía la penumbra, estaba falta de ventanas que dieran a la calle o a un patio interior, y la atmósfera que se respiraba, sin llegar a ser asfixiante, resultaba cuando menos molesta.
—En esa caldera se maceran los vegetales y plantas, y en el alambique se destilan —el dedo extendido de Elías apuntaba a los dos aparejos imprescindibles para la elaboración del perfume—. La operación concluye con su disolución en alcohol y su fijación por medio de un bálsamo para que el aroma, al contacto con la piel, se conserve a lo largo de más tiempo.
Sobre el suelo terroso yacían cuatro o cinco cacerolas de cobre de un tamaño por encima de lo normal, en cuyo interior, al contacto con el fuego de otros tantos infiernillos, se evaporaba un líquido de un color harto difícil de determinar. Una de las cacerolas, en lugar de estar en el suelo, estaba en el hogar de una chimenea, tal vez para que la corriente de aire que por ella penetraba acelerara el proceso de evaporación.
Elías se acercó a la chimenea y agarrando de las dos asas la cacerola la trasladó, hasta posarla encima de una mesa de piedra. El cardenal y Michelotto fueron hasta la mesa y fijaron su atención en las evoluciones del judío, que amontonó con esmero el polvo resultante de algo parecido al moho, como unas manchas verduzcas que hubiesen sido espolvoreadas con sal, y a renglón seguido procedió a raspar con una espátula de marfil el cobre de la cacerola. La mixtura del moho y del cobre la vertió en un mortero de mármol, la molió con un mazo, la puso por pellizcos entre dos pulidores de ágata y la escurrió encima de un espejo de plata.
—La elaboración de este veneno la aprendí de un monje valenciano —adujo mientras tomaba un puñado de arsénico de un frasco y lo aglomeraba con el polvo que había dejado caer sobre el espejo de plata—. Él me enseñó por lo demás otra suerte de veneno con el que nunca he experimentado, por cuanto el ingrediente primordial son las vísceras de cerdo y para un judío el cerdo es un animal impío que no se debe tocar. El Levítico reza que «al cerdo, porque tiene pezuñas, y es de pezuñas hendidas, pero no rumia, lo tendréis por inmundo».
—¿Qué era lo que estaba evaporándose en el interior de las cacerolas? —Michelotto parecía no haber reparado en las palabras de Elías, que hacían referencia al cerdo.
—Si fuera más joven, posiblemente no te lo revelaría. Al menos no por propia voluntad. Pero a mi edad… —el judío no desconocía los expeditivos métodos de Michelotto para convencer a alguien a desvelar el secreto mejor guardado. Ya de zagal ahorcaba perros y gatos.
—Déjame que lo adivine —Michelotto se agachó y metió la nariz en una de las cacerolas que estaban en el suelo—. Me da a mí que es orina, orina humana. De un judío. Lo digo por el olor.
Elías se limitó a mover la cabeza en sentido afirmativo y a ensanchar sus labios con una sonrisa.
—¿Cuánto tarda en hacer efecto el veneno? —se interesó su eminencia.
—Todo va en función de las proporciones de la mezcla y de la cantidad que se disuelva en la bebida de la víctima, eminencia. Para calcular ambos factores se hace precisa una experiencia muy dilatada. Hay recetas cuyo efecto resulta instantáneo y otras que pueden retardarlo —alegó Elías.
—¿Y existe la posibilidad de que alguien pueda detectar la presencia del tósigo por su sabor? —preguntó Michelotto.
—Me extrañaría. El veneno no sabe a nada —aclaró el judío que, a juzgar por la seguridad en sus palabras, daba la sensación de haber experimentado consigo mismo.
—De todas maneras, la persona que vierte el veneno en el vaso corre el riesgo de ser descubierto al ir a echarlo. ¿No sois de la misma opinión, amigo Elías? —observó su eminencia.
—Con el mayor de los respetos, eminencia. Más riesgo se asume en un enfrentamiento directo, en un duelo cuerpo a cuerpo, ya sea con una daga o con una espada —sostuvo Elías.
—Lleváis razón —reconoció el cardenal.
—¿Veis este anillo? —el judío puso delante de los ojos de su eminencia el anillo de oro que lucía en la mano izquierda—. ¿Quién va a sospechar que en su interior guarda una dosis de veneno como para matar a un caballo?
Su mirada instó al cardenal y a Michelotto a que lo examinasen y probasen a descubrir dónde se ocultaba el mortífero polvo. Pero ni uno ni otro dieron con el escondite.
—Basta con pulsar el resorte que se esconde en la zona interior, pegada al dedo, y la tapa se abrirá dejando caer el polvo donde convenga —Elías apretó con la uña un diminuto saliente del anillo, imposible de ver, y al punto se derramó un polvillo blanquecino, que recogió en una cajita de oro que había sacado de entre sus ropas.
—¿El veneno pierde su efectividad si no se utiliza antes de un plazo de tiempo determinado? —preguntó Michelotto.
Aun cuando tuviese por costumbre estrangular a sus enemigos con el cordón que llevaba por debajo de la camisa, daba por sentado que esa operación se hacía imposible llevarla a cabo en todo momento, que había ocasiones en que se le figuraba en exceso arriesgada. Por contra, el veneno no dejaba rastro y resultaba complicado descubrir a quien lo había derramado en la bebida. Y tampoco él iba a estar día y noche presente para defender a todos y cada uno de los miembros de la familia del santo padre. Preferible aleccionarlos convenientemente y proporcionarles una dosis adecuada para que en caso de apuro la utilizasen. Para sus enemigos o para ellos mismos.
—Todo viene determinado por el receptáculo en que se guarde. El monje que me enseñó acostumbraba a guardarlo en un saquito de tela. La experiencia me dicta que tarda más en desvanecerse su efecto, si se deposita en una cajita de oro como la que he empleado para recoger el veneno del anillo.
11
Roma, marzo del año del Señor de 1494
El cardenal César Borgia abre su corazón a Michelotto y a continuación ambos enfilan sus pasos a la taberna de La Turca
Había jurado a su eminencia el cardenal César Borgia no revelar a nadie lo que a lo largo de la tarde le había ido desgranando y por el Altísimo, que antes se dejaría cortar una mano que faltar a su compromiso. Que el vino había puesto de su parte para que se sincerase haciéndole depositario de secretos que afectaban a lo más íntimo de su ser, lo tenía asumido. Pero había detectado en él un deseo poco menos que perturbador, por sacar de una vez por todas lo que le estaba devorando por dentro y se veía precisado a compartir con alguien, como si de esa manera le fuera posible espantar a sus demonios.
Lo que Michelotto no acertaba a adivinar era por qué se había inclinado precisamente por él en calidad de confidente, cuando había personas que mantenían con el cardenal una relación más estrecha y estaban más capacitadas. Aunque lo mismo tenía necesidad de alguien alejado de su círculo íntimo, alguien a la suficiente distancia, con la adecuada perspectiva, como para mostrarse objetivo. Y, ¿por qué no?, alguien que no le cuestionase ninguna de sus opiniones, ninguna de sus decisiones, por disparatadas que fuesen.
Su padre había dispuesto por él, sin consultarle ni pedirle su parecer lo había iniciado en la carrera eclesiástica, lo había hecho obispo y cardenal, simple y llanamente para contar con un consejero de toda confianza, un aliado dentro de la Curia, y quién sabe si con la pretensión de que un día ocupase la silla de Pedro. Él se tenía por un hombre al que le tiraba más la espada que la mitra, más la soldadesca y la gente de la calle que los atildados e hipócritas purpurados. Y le apasionaban las mujeres, la buena mesa, la fiesta, el juego, lancear toros, las peleas callejeras y las tabernas.
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