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Arturo Pérez-Reverte: Limpieza De Sangre

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– Dios no tiene nada que ver con esto.

A diferencia de los lentes del poeta, sus ojos glaucos no reflejaban la luz de las hogueras, sino que más bien parecían dos charcos claros de agua helada. Las últimas llamas hacían bailar sombras y luces rojizas en su perfil taciturno, afilado como la hoja de un cuchillo.

Yo fingía dormir. Caridad la Lebrijana estaba sentada a la cabecera de la cama, donde me había acostado después de una cena y un baño caliente en un barreño de la taberna; y velaba mi descanso mientras zurcía a la luz de una vela la ropa blanca del capitán. Yo tenía los ojos cerrados, gozando de la tibieza del lecho, en una grata duermevela que me facilitaba, además, no responder a preguntas ni referirme para nada a mi reciente aventura, cuyo sólo pensamiento -no podía olvidar el infame sambenito- aún me corroía de vergüenza. El calor de las sábanas, la bondadosa compañía de la Lebrijana, el saberme de nuevo entre amigos y, sobre todo, la posibilidad de permanecer quieto, los ojos cerrados, mientras el mundo giraba afuera muy olvidado de mí, sumíanme en un letargo parecido a la felicidad; extremada por el pensamiento de que nadie, en mi prisión, me había arrancado una palabra que incriminase a Diego Alatriste.

Tampoco abrí los ojos al oír sus pasos en la escalera; ni siquiera cuando, ahogando una exclamación, la Lebrijana tiró al suelo la labor y se arrojó a sus brazos. Estuve escuchando el rumor contenido de la conversación, varios sonoros besos de la tabernera, el murmullo de protesta del recién llegado, nuevos cuchicheos y, por fin, el ruido de la puerta al cerrarse, y pasos escaleras abajo. Creía haberme quedado solo cuando, tras un largo silencio, las botas del capitán volvieron a sonar en el piso, acercándose a la cama hasta detenerse a mi lado.

Estuve a punto de abrir los ojos, más no lo hice. Yo sabía que él me había visto en la plaza, lleno de oprobio entre los penitenciados. Tampoco podía olvidar que por desobedecer sus órdenes habíame dejado atrapar como un pardillo, la noche del asalto al convento de las adoratrices benitas. Aún no me encontraba, en corto, lo bastante firme para afrontar sus preguntas o sus reproches; ni siquiera el silencio de su mirada. Así que permanecí inmóvil, respirando acompasadamente para fingirme dormido.

Hubo una larguísima pausa en que nada ocurrió. Sin duda me observaba a la luz de la vela que la Lebrijana había dejado encendida. No se oía un ruido, ni su aliento, ni nada de nada. Y entonces, cuando ya empezaba a dudar de que realmente él estuviera allí, sentí el contacto de su mano, la palma áspera que se posó un momento sobre mi frente, con una ternura cálida, inesperada. La dejó quieta un poco y luego retiróla bruscamente. Entonces los pasos se alejaron de nuevo, y oí el sonido de la alacena al abrirse, chocar de un vaso y una garrafa de vino, y el arrastrar de una silla.

Abrí un poco los ojos, con precaución. En la poca luz del cuarto vi que el capitán se había desceñido ropilla, jubón y espada; y, sentado ante la mesa, bebía en silencio. El vino gorgoteaba una y otra vez al caer en el vaso, y él lo bebía lenta, metódicamente, como si ninguna otra cosa tuviera por hacer en el mundo. La amarillenta luz de cera iluminaba la mancha clara de su camisa, el escorzo del rostro, el cabello corto, una guía del enhiesto bigote de soldado. Callado e inmóvil, salvo para beber, tenía la ventana abierta y en ella se insinuaban, entre tinieblas, los tejados y chimeneas cercanos. Y entre ellos brillaba una única estrella, quieta, silenciosa y fría. Alatriste miraba obstinado la oscuridad, o el vacío, o sus propios fantasmas vagando en la penumbra. Yo conocía bien su mirada cuando el vino la enturbiaba, y era capaz de adivinarla sin esfuerzo en ese momento: glauca, ausente. En su cintura, empapado el vendaje, una mancha de sangre crecía muy despacio, tiñéndole de húmedo rojo la camisa blanca. Parecía tan resignado y solo como la estrella que parpadeaba afuera, en la noche.

Dos días más tarde lucía el sol en la calle de Toledo, y de nuevo el mundo era amplio y lleno de esperanzas, y el vigor de mi juventud me brincaba en las venas. Sentado a la puerta de la taberna del Turco, practicando caligrafía con el recado de escribir que el Licenciado Calzas seguía trayéndome de la plaza de la Provincia, yo veía de nuevo la vida con ese optimismo y esa presteza en recobrarse tras la desgracia que sólo dan la óptima salud y los cortos años. De vez en cuando levantaba la vista hacia las comadres que vendían verduras en los puestos del otro lado de la calle, las gallinas que picoteaban desperdicios, o los galopines que se perseguían entre las caballerías y los coches de paso, o escuchaba el rumor de conversaciones dentro de la taberna. Sentíame el mozo más satisfecho del mundo. Incluso los versos que copiaba se me antojaban lo más hermoso jamás escrito:

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera…

Eran de Don Francisco de Quevedo, y me habían parecido tan bellos cuando se los oí recitar como si tal cosa, entre tiento y tiento al San Martín de Valdeiglesias, que no dudé un instante en solicitar su venia para copiarlos con mi mejor letra. Don Francisco estaba adentro, con el capitán y los otros: el Licenciado, el Dómine Pérez, Juan Vicuña y el Tuerto Fadrique, celebrando todos con unos azumbres de lo fino, salchichas y liebres en cecina, el buen final del mal lance; que ninguno mencionaba explícitamente pero todos tenían bien presente en el discurrir. Uno tras otro me habían acariciado el pelo o dado un cachete cariñoso a medida que llegaban a la taberna. Don Francisco vino con un Plutarco para que con el tiempo yo practicase la lectura, el Dómine con un rosario de plata, Juan Vicuña con una hebilla de bronce que había llevado en Flandes, y el Tuerto Fadrique -que era más bien de la cofradía del codo, o sea, poco inclinado al gasto- trajo una onza de cierto compuesto de su botica, idóneo, aseguraba, para criar masa de sangre y devolver el color a un mozo que, como yo, había pasado tantos y recientes trabajos. Era, por tanto, el muchacho más honrado y feliz de las Españas cuando, mojando en el tintero una de las buenas plumas de ganso del Licenciado Calzas, proseguía:

Más no de esotra parte en la ribera
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la aguafría,
y perder el respeto a ley severa…

Fue en ese verso donde, al alzar otra vez la vista, mi mano quedó en suspenso y una gota de tinta cayó sobre el papel como una lágrima. Calle de Toledo arriba se acercaba un coche muy familiar, negro, sin escudo en la portezuela, con un adusto cochero arreando dos mulas. Lentamente, cual si me hallase en la confusión de un sueño, dejé a un lado papel, pluma, tintero y salvadera, y me puse en pie, estándome tan quieto como si el carruaje fuese una aparición que cualquier gesto mal calculado por mi parte pudiera borrar. De ese modo fue llegando el coche a mi altura y vi la ventanilla, que iba abierta, con las cortinas desabrochadas; y en ella una mano blanca y perfecta, y luego los tirabuzones rubios y los ojos, color de los cielos que pintó Diego Velázquez, de la niña que había estado a pique de llevarme al cadalso. Y mientras el carruaje pasaba ante la taberna del Turco, Angélica de Alquézar me miró fijamente; de un modo que, voto a tal, hizo estremecerse de arriba abajo mi columna vertebral y detenerse el corazón que me latía con fuerza, embrujado. Y de ese modo, con no meditado impulso, alcé una mano al pecho, lamentando muy de veras no llevar ya la cadena de oro con el talismán que habíame dado ella para que fuera mi sentencia de muerte. Y que, de no habérmelo arrebatado el Santo Oficio, juro por la sangre de Cristo hubiera seguido luciendo al cuello con enamorado orgullo.

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