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Arturo Pérez-Reverte: Limpieza De Sangre

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Don Francisco y el capitán Alatriste habían hablado muy por lo menudo de mí; que a tales horas dormía, exhausto y libre por fin, en nuestra casa de la calle del Arcabuz, bajo los cuidados maternales de Caridad la Lebrijana, y tan profundamente como si necesitara -lo que era en efecto el caso- reducir mis andanzas de los últimos días a los limites de una simple pesadilla. Y mientras en el quemadero ardían las hogueras, el poeta había estado refiriendo al capitán los pormenores de su apresurado y azaroso viaje a Aragón.

La pista proporcionada por el valido había resultado oro puro. Aquellas cuatro palabras escritas por Don Gaspar de Guzmán en el Prado -« Alquézar Huesca. Libro verde» - contenían lo suficiente para salvar mi vida, parando los pies al secretario real. Alquézar era no sólo el apellido de nuestro enemigo, sino también el nombre del pueblo aragonés en que había nacido, y a donde cabalgó Don Francisco de Quevedo reventando caballos de posta por el camino real -uno cayó redondo en Medinaceli- en su intento desesperado de ganar la carrera contra el tiempo. En cuanto al libro verde, también llamado del becerro, como tales eran conocidos los catálogos, relaciones o registros familiares que obraban en poder de particulares o párrocos, y que servían como pruebas de ascendencia. Llegado Don Francisco a Alquézar, ingenióselas, usando de su nombre famoso y del dinero provisto por el conde de Guadalmedina, para husmear en los archivos locales. Y allí, para su sorpresa, alivio y regocijo, tuvo confirmación de lo que el conde de Olivares ya conocía merced a sus particulares espías: el propio Luis de Alquézar no era de sangre limpia, sino que en su genealogía familiar constaba -como en la de casi media España, por otra parte- una rama judía documentada como conversa a partir del año mil quinientos treinta y cuatro. Esos antepasados de origen hebreo refutaban la hidalguía del secretario real; pero, en un tiempo en que hasta la limpieza de sangre se compraba a tanto el abuelo, todo había sido muy oportunamente olvidado al realizar las pruebas y expedientes necesarios para que Luis de Alquézar accediese al cargo de alto funcionario de la Corte. Y como ostentaba, además, la dignidad de caballero de la orden de Calatrava, y ésta no admitía sino a gente probada como cristiana vieja y cuyos antepasados no se hubieran envilecido con la práctica de oficios manuales, eran flagrantes la falsedad documental y el monipodio. La publicación de aquella noticia -un simple soneto de Quevedo habría bastado-, respaldada con el libro verde que el poeta había obtenido del párroco de Alquézar a cambio de un lindo cartucho de escudos de plata, podía deshonrar al secretario real, haciéndole perder su hábito de Calatrava, el cargo en la Corte, y la mayor parte de sus privilegios como hijodalgo y caballero. Por supuesto, la Inquisición y fray Emilio Bocanegra, como el propio Olivares, estaban al corriente de todo ello; pero en un mundo venal, hecho de hipocresía y falsas maneras, los poderosos, los buitres carroñeros, los envidiosos, los cobardes y los canallas suelen encubrirse unos a otros. Dios nuestro señor los crió a todos, y éstos vinieron juntándose desde siempre, y bien a su gusto, en nuestra infeliz España.

– Lástima que no vierais su cara, capitán, cuando le mostré el libro verde -la voz tomada del poeta traslucía su fatiga; aún llevaba las polvorientas ropas de viaje y espuelas manchadas de sangre en las botas-. Luis de Alquézar se quedó más blanco que los papeles que le puse en las manos; luego enrojeció como una llamarada, y temí fuese a sufrir una apoplejia… Pero importaba sacar a Íñigo de allí; de suerte que me arrimé un poco y dije, impaciente: « Señor secretario real, no hay tiempo para dimes y diretes. Si no paráis lo del mozo, sois hombre perdido »… Y lo cierto es que ni siquiera intentó discutir. El gran bellaco lo vio tan claro como que un día todos rendimos cuentas al Todopoderoso.

Era muy cierto. Antes que el escribano llegase a pronunciar mi nombre, y con una diligencia que mucho decía en favor de sus cualidades como secretario real o lo que se terciara, Alquézar había salido de su palco igual que una bala de mosquete, llegándose a un estupefacto fray Emilio Bocanegra, con quien cambió rápidas palabras en voz muy baja. El semblante del dominico había mostrado sucesivamente sorpresa, cólera y pesadumbre; y sus ojos vengativos hubieran fulminado a Don Francisco de Quevedo si a éste, cansado del viaje, tenso por el peligro que aún me amenazaba, y resuelto a llegar hasta el final aunque fuese allí mismo y a voces, no se le hubieran dado a la sazón una higa todas las miradas asesinas del mundo. Al cabo, secándose el sudor con un lienzo, de nuevo pálido como si el barbero acabara de sangrarlo a conciencia, Alquézar regresó despacio al palco donde aguardaba el poeta. Y por fin, sobre su hombro, Quevedo vio cómo más atrás, en el estrado de los inquisidores, estremeciéndose todavía de despecho y de ira, fray Emilio Bocanegra llamaba al escribano; y éste, tras escuchar unos instantes respetuosamente, tomaba el papel que se disponía a leer con mi sentencia y lo guardaba aparte, archivándolo para siempre.

Otra de las hogueras se hundió con estrépito, y la lluvia de chispas inundó la oscuridad, avivando el resplandor que iluminaba a los dos hombres. Diego Alatriste permanecía inmóvil junto al poeta, sin apartar los ojos de las llamas. Bajo el ala del sombrero, el fuerte mostacho y la nariz aguileña parecían enflaquecerle aún más el rostro, demacrado por la fatiga de la jornada y también por la herida fresca de la cadera, que pese a no ser seria, le estorbaba.

– Lástima -murmuró Don Francisco- no haber llegado a tiempo para salvarla también a ella.

Señalaba la hoguera más próxima, y parecía avergonzado por la suerte de Elvira de la Cruz. No de sí mismo, ni del capitán, sino de todo lo que había llevado hasta allí a la pobre moza, destruyendo además a su familia. Avergonzado, tal vez, de aquella tierra donde le había tocado vivir: cainita, cruel, deslumbradora en el gesto de grandeza estéril, pero indolente y ruin en lo cotidiano, de la que su hombría de bien y su estoica resignación senequista, muy sinceramente cristiana, no bastaban para consolarlo. Pues, desde siempre, ser lúcido y español aparejó gran amargura y poca esperanza.

– De cualquier modo -concluyó Quevedo-, era voluntad de Dios.

Diego Alatriste no se pronunció en seguida al respecto. Voluntad de Dios o del diablo, él seguía callado, mirando las hogueras y las siluetas de los corchetes y el gentío recortándose en el siniestro fondo de las llamas. No había querido ir a verme todavía a la calle del Arcabuz, a pesar de que Quevedo, y luego Martín Saldaña, a quien buscaron por la tarde, habíanle dicho que de momento nada tenía que temer. Todo parecía resuelto con tal discreción que ni siquiera el bravonel muerto en el callejón salió a la luz; y nadie tenía tampoco noticias del acuchillado Gualterio Malatesta. De modo que, apenas vendada la herida en la botica del Tuerto Fadrique, Alatriste se había encaminado con Quevedo al quemadero de la puerta de Alcalá; y allí se estuvo junto al poeta, hasta que Elvira de la Cruz no fue más que huesos achicharrados y cenizas en el rescoldo de su hoguera. Por un momento, entre la muchedumbre, el capitán había creído ver de nuevo a Jerónimo de la Cruz, o al menos la sombra fantasmal en que parecía haberse convertido el hermano mayor, único superviviente de la diezmada familia; pero la oscuridad, y el vaivén del gentío, habíanse cerrado en seguida, caso de ser él, sobre su rostro embozado.

– No -dijo por fin Alatriste.

Había tardado tanto en hablar que Don Francisco ya no lo esperaba, y se entretuvo en mirarlo, sorprendido, intentando averiguar a qué se refería. Pero el capitán siguió observando el fuego, impasible; y sólo más tarde, al cabo de otra larga pausa, volvióse lentamente hacia Quevedo:

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