Arturo Pérez-Reverte - Limpieza De Sangre

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Riñeron durante una eternidad. Los dos estaban exhaustos, y dolíase el capitán del tajo en la cadera; más llevaba la mejor parte. Era cuestión de tiempo, y Malatesta se resolvía a morir intentando llevarse al enemigo con él, ofuscado de odio. Ni le pasaba por la cabeza pedir cuartel, ni nadie iba a dárselo. Eran dos profesionales avisados de lo que se libraba, parcos en insultos o palabras inútiles, acuchillándose muy por lo menudo y lo mejor que podían. A conciencia.

Entonces llegó el tercero, vestido también a lo bravo, con barba y tahalí y mucho hierro encima, doblando la revuelta del callejón y abriendo unos ojos como escudillas cuando encontróse aquel panorama, uno atravesado y muerto, dos que seguían trabados a puñaladas, y el angosto suelo lleno de sangre que se mezclaba con los charcos de orines. Tras un momento de estupor murmuró Cristo bendito y rediós, y luego echó mano a la daga; pero no podía pasar por encima de Malatesta, que ya flaqueaba sosteniéndose sólo gracias a la pared, ni salvar el obstáculo de su otro camarada para alcanzar al capitán. De modo que éste, al límite de sus fuerzas, tuvo ocasión para desembarazarse de su presa, que seguía tirándole cuchilladas al vacío. Cruzóle a Malatesta un carrillo de un postrer tajo, y gozó por fin la satisfacción de oírlo blasfemar en buen italiano. Luego le arrojó al otro el herreruelo para enredar su vizcaína, y huyó callejón arriba hacia la plaza de la Provincia, con el resuello quemándole el pecho.

Salió así afuera, recomponiéndose al dejar atrás el callejón. Había perdido el sombrero en la refriega y llevaba en la ropa sangre de los otros, mientras que la suya le goteaba por dentro del jubón y los gregüescos; de modo que, por si acaso, encaminóse para acogerse a la iglesia de Santa Cruz, que era la más cercana. Allí estuvo un rato quieto en la puerta, recobrando el aliento sentado en los escalones, listo para meterse dentro a la primera señal de alarma. Dolíase de la cadera. Sacó el lienzo de la faltriquera y, tras buscarse la herida con dos dedos y comprobar que no era grande, se lo puso en ella. Pero nadie salió del callejón, ni nadie fue a fijarse en él. Todo Madrid andaba pendiente del espectáculo.

Estaba a punto de llegar mi turno y el de los desgraciados que venían detrás. Al barbero acusado de blasfemia le adjudicaban en ese momento cuatro años de galeras y un centenar de azotes; y el infeliz se retorcía las manos en el estrado, cabeza baja y lloriqueando, mientras apelaba a su mujer y sus cuatro hijos en demanda de una clemencia que nadie iba a concederle. De cualquier modo salía mejor librado que quienes en ese instante iban, encorozados y en mulas, camino del quemadero de la puerta de Alcalá; donde antes de caer la noche quedarían convertidos en churrascos.

Yo era el siguiente, y sentía tanta desesperación y tanta vergüenza que temí faltáranme las piernas. La plaza, los balcones llenos de gente, las colgaduras, los alguaciles y familiares del Santo Oficio que me rodeaban, producíanme un vértigo infinito. Hubiera querido morir allí, en el acto, sin más trámite ni esperanza. Pero a esas alturas ya sabía que no iba a morir, que mi pena sería de larga prisión, y que tal vez fuese a galeras cuando cumpliese los años necesarios. Y todo se me antojaba peor que la muerte; hasta el punto que llegué a envidiar la arrogancia con que el clérigo recalcitrante iba al quemadero sin pedir clemencia ni retractarse. En ese momento me pareció más fácil morir que seguir vivo.

Ya terminaban con el barbero, y vi que uno de los engolados inquisidores consultaba sus papeles y luego me miraba. Aquel era negocio hecho; y eché una última ojeada al palco de honor, donde el Rey nuestro señor se inclinaba un poco para comentar algo al oído de la reina, que pareció sonreír. Sin duda hablaban de caza, o se galanteaban, o vete a saber maldito qué, mientras abajo los frailes se despachaban a gusto. Bajo los soportales, la gente aplaudía la sentencia del barbero y se tomaba sus lágrimas a chirigota, relamiéndose con la perspectiva del siguiente reo. El inquisidor consultó de nuevo sus papeles, miróme otra vez y volvió a revisarlos una vez más. El sol caía a plomo sobre el tablado y me hacía arder los hombros bajo la estameña del sambenito. El inquisidor recogió por fin sus papeles y echó a andar lentamente hacia el atril, fatuo y satisfecho, disfrutando de la expectación que creaba. Miré a fray Emilio Bocanegra, inmóvil en las gradas con su siniestro hábito negro y blanco, saboreando la victoria. Miré a Luis de Alquézar en su palco, taimado, cruel, con aquella cruz de Calatrava que en su pecho quedaba deshonrada. Al menos, me dije -y era, vive Dios, mi único consuelo- no habéis podido sentar aquí al capitán Alatriste.

El inquisidor estaba ante su atril, lento, ceremonioso, a punto de pronunciar mi nombre. Y entonces, un caballero vestido de negro y cubierto de polvo irrumpió en el palco de los secretarios reales. Llevaba ropas de viaje, botas altas de montar manchadas de lodo, espuelas, y su aspecto era de haber cabalgado reventando monturas de posta a posta, sin descanso. Traía en la mano una cartera de cuero, y con ella fuese por derecho al secretario real. Vi que cambiaban unas palabras, y que Alquézar, tomando la cartera con gesto impaciente, la abría para echarle un vistazo y luego miraba en mi dirección, después a fray Emilio Bocanegra y de nuevo a mí. Entonces el caballero vestido de negro volvióse a su vez, y pude reconocerlo al fin. Era Don Francisco de Quevedo.

X. LA CUENTA PENDIENTE

Las hogueras ardieron durante toda la noche. La gente se quedó hasta muy tarde en el quemadero de la puerta de Alcalá, incluso cuando los penitenciados no eran más que huesos calcinados entre pavesas y cenizas. Del resplandor de los fuegos subían columnas de humo con tonalidades rojas y grises, que a veces una racha de aire arremolinaba, trayendo hasta la muchedumbre un olor denso, acre, de madera y carne quemadas.

Todo Madrid trasnochaba allí: desde honestas casadas, graves hidalgos y gente de respeto, al vulgo más soez. Alborotaban los pilluelos, correteando en torno a las brasas, mientras los alguaciles acordonaban el lugar. No faltaban vendedores, ni mendigos que hicieran su agosto. Y a todos parecíales -o al menos así lo afectaban en público- santo y edificante el espectáculo. Aquella España desdichada, dispuesta siempre a olvidar el mal gobierno, la pérdida de una flota de Indias o una derrota en Europa con el jolgorio de un festejo, un Te Deum o unas buenas hogueras, oficiaba una vez más de fiel a sí misma.

– Es repugnante -dijo Don Francisco de Quevedo.

Era el gran satírico, como referí ya a vuestras mercedes, extremado católico al modo de su siglo y de su patria; pero templaba todo ello con su profunda cultura y su limpia humanidad. Aquella noche estaba inmóvil, ceñudo, mirando el fuego. La fatiga del viaje a matacaballo marcaba su aspecto y su tono de voz; aunque en ésta, el cansancio parecía añejo de siglos.

– Pobre España -añadió en voz baja.

Una de las hogueras se desplomó chisporroteando en nube de pavesas, e iluminó junto al poeta la figura inmóvil del capitán Alatriste. La gente rompió a aplaudir. El resplandor rojizo iluminaba a lo lejos los muros de los recoletos agustinos, y a este lado la picota de piedra en el cruce de caminos de Vicálvaro y Alcalá, donde los dos amigos permanecían algo retirados. Habían estado allí desde el principio, conversando en voz baja. Sólo callaron cuando, luego que el verdugo apretase tres vueltas de cordel en el cuello de Elvira de la Cruz, la broza y la leña crepitaron bajo el cadáver de la pobre novicia. De todos los penitenciados, el único quemado vivo fue el clérigo; había resistido bien casi hasta el final, negándose a reconciliar con el fraile que lo asistía, y enfrentado la primera lumbre en sereno continente. Lástima que al cabo, con las llamas por las rodillas -lo quemaron piadosamente despacio, para darle tiempo al arrepentimiento- se descompusiera un poco, terminando el suplicio entre atroces alaridos. Pero, salvo San Lorenzo, que se sepa, en la parrilla nadie es perfecto.

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