Jordi Sierra i Fabra - Radiografia De Chica Con Tatuaje
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Por esa razón agradeció tanto escuchar la voz de Gónzalo a su lado:
– ¿Llevas aquí mucho rato?
– Cinco minutos.
– ¿Qué tal el día?
– He estado haciendo preguntas por ahí.
– ¿En serio?
– Sí.
– ¿Y qué?
– Nada -se encogió de hombros-. Un cuadro de lo más patético.
– ¿A quién has visto?
Se lo contó. Le habló de Gabi, de Solé, de Gustín, de Lucas, Alberto, Nando, Quique, el guaperas Brandon, el camarero del Diorama… La galería de personajes de la tragedia.
Mientras el héroe caído esperaba en la cárcel.
Y ella…
– ¿Te das cuenta de que si es verdad que no lo hizo, alguien está por ahí tan campante con eso a sus espaldas?
– Yo no podría -confesó Carla.
– ¿Te entregarías y perderías tu vida en prisión?
– Digo que no podría matar a una persona.
– ¿Y si fue un accidente?
– Gonzalo, la muerta tenía tres cuchilladas, dos de ellas mortales.
– Sí, claro.
Se le notó que buscaba ayudarla, pero no supo cómo. Acodados en el muro de la azotea, de cara a la calle, sus brazos se rozaron. Fue un calor íntimo. Ella no se apartó. Lo necesitaba. Con Gonzalo se sentía absolutamente libre, no tenía que fingir nada. Existía una transparencia común.
– Tú lo conoces mejor -volvió a expresar sus pensamientos su vecino-, pero a mí tampoco me cabe en la cabeza que la forzara, lo hiciera con ella, la matara para hacerla callar sin que nadie oyera ni un grito, se fuera a la cama como si tal cosa, sin tratar de deshacerse del cadáver o algo así, aunque no sé si eso es peliculero en exceso, y luego por la mañana se levantara tal cual y entonces llamara a la policía. Demasiado absurdo.
– Si estaba muy colocado, sí pudo -dijo Carla-. Esa es la cosa.
Por primera vez lo admitía en voz alta.
Los dos se dieron cuenta de ello.
Fue como si una trampa se abriera bajo sus pies. Ninguno de los dos quiso caer en ella. Buscaron la forma de liberarse, de recuperar el terreno y el tiempo perdidos. Rozaron una cierta angustia. Carla no quería que Gonzalo dijera nada.
Y entonces él cambió el sesgo de la conversación.
– Teníamos que haber seguido siendo novios, como de niños -sonrió.
Carla volvió la cabeza hacia él. Se encontró con su mirada irónica no exenta de ternura y lucidez.
– ¿Éramos novios? -preguntó.
– Por supuesto.
– Ah.
– No sé por qué lo dejamos.
– ¿Nos hicimos mayores?
– ¿Quieres decir tontos?
– Mira que eres burro cuando quieres.
– Por lo menos te he hecho sonreír.
– ¿Estabas enamorado de mí?
– Claro. Y tú de mí.
– ¿Ah, sí?
– ¿Crees que hicimos lo que hicimos por puro vicio?
– ¡Eso era el despertar de la sexualidad!
– Pues vale -lo dijo en el tono más quedón del mundo.
– ¡No puedo creer que estemos hablando de eso! -alucinó Carla.
– Pues ya era hora.
– ¿Por qué?
– Porque nosotros somos cojonudos. Y diferentes.
– Menuda explicación.
– La mayoría de los chicos y las chicas acaban renegando de su primera vez…
– ¡Ni que hubiéramos hecho el amor!
– Déjame seguir -se puso serio-. Digo que la mayoría de chicos, y sobre todo chicas, acaban renegando de su primera vez. Lo he leído, no es que tenga experiencia -se lo aclaró, aunque no hacía falta-. Pero hay más. Ninguno habla de sus inicios, de los primeros escarceos, como los nuestros. Les da vergüenza.
– A mí me la habría dado hasta hace cinco minutos.
– Pues en eso te gano. Yo ya…
– Míralo el pasota. ¿Y eso por qué?
– Porque quiero que sepas que siempre puedes confiar en mí -le dijo Gonzalo.
Sintió deseos de darle un beso en la mejilla.
Se contuvo.
Aún no estaba segura de qué significaba todo aquello.
– ¿Qué pasaría si hubiéramos seguido siendo novios? -le preguntó remarcando intencionadamente la última palabra.
– Estaríamos tan ricamente.
– Pero nos perderíamos un montón de cosas, ¿no crees?
Gonzalo lo meditó.
– Depende -proclamó sin mucha convicción.
Carla pensó en ello. Y de nuevo el recuerdo de Diego y la cárcel inundó su mente.
¿Realmente perdía algo?
– Yo te prefiero como amiga -Gonzalo suspiró con inocencia y le cortó el pensamiento-. Eres demasiado guapa para mí.
– ¿Quieres callarte, idiota? -Carla le dio un codazo.
– ¡Es la verdad! ¿Adonde iría yo con una novia como tú?
– Va, déjalo.
– Carla, no te hagas la estrecha. ¿Por qué te molesta tanto que te digan que eres guapa?
– Si sigues así, me voy.
– Vale, no contestes. Yo soy feo y lo acepto, ¿qué pasa?
– Míralo, el monstruito.
– Soy realista.
– Tú no eres feo. Eres un tío genial.
– Huy, sí, salgo a la calle y todas me esperan.
– ¿Cual es tu tipo? Nunca hemos hablado de eso.
– ¿Después de ti? -se apartó para no recibir el nuevo trompazo-. Lorena.
– ¿Lorena? -Carla se quedó sin aliento.
– ¿Qué pasa con ella?
– Pues… la verdad es que nos vemos poco -reconoció todavía alelada.
– ¿Poco? Desde que te liaste con Diego no ha vuelto por aquí.
– Liar no es la palabra adecuada -se lo reprochó.
– Perdona.
– No, no importa -se acodó otra vez en el muro-. Supongo que nos hemos distanciado un poco. Me he volcado tanto en él…
– Los amigos son siempre los que pagan el pato cuando alguien se enamora. Vosotras erais uña y carne.
– Yo diría que aún lo somos -retomó el nivel de su sorpresa anterior tras la revelación de su vecino-. Espera, espera, no te vayas por las ramas. ¿Me estás diciendo que te gusta Lorena?
– Sí.
– Nunca me lo dijiste.
– Te lo digo ahora.
– ¿Y por qué no lo intentaste con ella?
– ¿Para qué?
– ¡Para probar, digo!
– No me habría hecho caso.
– ¿Y tú qué sabes?
– ¿Te dijo alguna vez…?
– No, pero…
– ¡Bah, déjalo! -puso cara de circunstancias y trató de cerrarse en banda-. ¡Dios!, hemos hablado más de nosotros en cinco minutos, de pronto, que en todo este año. ¡Menudo confesionario!
Un nuevo Gonzalo. La misma Carla.
¿O no?
Lo miró largamente, de perfil, sus ojos, su nariz, su boca. Sí, unos años antes los había tenido en su cuerpo. Unos años antes eran niños, sin cortapisas, sin excusas. Y él había estado enamorado de ella. Y ella… Ni lo sabía. Diego había borrado cualquier rastro anterior. Pero ahora Gonzalo era otro, y Lorena, su Lorena, su mejor amiga…
No, no era feo. Era normal.
Gonzalo y Lorena.
– Cuéntame cuándo te enamoraste de ella, va.
Trece
Se levantó temprano, incapaz de continuar en la cama. Una de sus mayores aficiones, la pereza, parecía haber sido relegada por la urgencia. Durante la noche había soñado mucho, despertándose inquieta una y otra vez. En una de sus muchas vigilias y duermevelas se vio atenazada por pensamientos, ideas, algunas negativas, algunas positivas.
El día anterior no había hecho más que escarbar.
Si quería seguir, debía ponerse las pilas.
Todo menos perderse en aquel verano tan cargado de negrura.
Se duchó, se despejó, se miró en el espejo en busca de rastros de su pésima noche y descubrió que no tenía ninguno. Cansada por dentro, luminosa por fuera. A veces estaba segura de que era por no fumar. Algunas de sus compañeras de instituto tenían la piel de cartón, olían a tigre, y si se hacían un corte, tardaban en recuperarse.
Pese a todo, cuando salió de su habitación, ya vestida, su madre había salido. Quedaba Herminia, acabando de recoger los platos del desayuno, siempre aplicada, siempre al quite. A veces la desesperaba.
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