Jordi Sierra i Fabra - Radiografia De Chica Con Tatuaje
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No la obedeció.
– ¿Estás bien?
– Sí, sí, ahora voy.
– ¿Qué te pasa?
Ya estaba a su lado. No fue la pregunta lo que la hizo desmoronarse de nuevo y romper a llorar, con todo su sentimiento, sino la mano de Carla al posarse en su hombro. El contacto fue una descarga eléctrica.
Carla la abrazó.
Y sintió cómo se desmenuzaba, cómo pasaba de roca a arenilla.
– Mamá, me estás asustando -gimió su hija.
– No pasa nada -le palmeó la mano.
– Sí, sí que pasa. Si estás llorando es que pasa algo, no fastidies.
– Cosas mías, la menopausia.
– No digas tonterías, ¿vale? -La apretó todavía más-. Si es por Diego…
– No, cariño -movió la cabeza lo justo para besarla.
– ¿Hermi?
– ¿Tu hermana? No, ¿por qué?
– Entonces eres tú -buscó una razón lógica-. ¿Has ido al médico? ¿Te ha encontrado algo raro? Hace unos días te dolía el pecho.
– Estoy bien.
– ¡Pues entonces dímelo, va! -se desesperó a punto de romper también ella a llorar, aunque ya lo estaba haciendo por dentro.
Supo que su madre se rendía. El último espasmo, el último suspiro, la confesión liberadora.
– Es por tu padre -volvió a llorar, aunque de forma más queda.
– ¿Ha tenido un accidente? -se envaró Carla.
La mujer negó con la cabeza.
Su hija ya no dijo nada. Esperó.
Una eternidad.
– Voy a separarme.
El frío fue repentino. La congeló de arriba abajo. Sintió una opresión en el pecho y se dio cuenta de que hasta le faltaba el aire. Su voz interior se puso a gritar: «¡Vosotros no, no, no!»
– ¿Por qué? -exhaló sin fuerzas.
Su madre se apretó las manos, nerviosa.
– Cada vez pasa más tiempo fuera y…
– Mamá, es camionero.
– No, no es eso -suspiró buscando fuerzas para seguir-. Yo he hecho viajes con él, cuando no os teníamos. Sé lo que es eso, y lo que se tarda en ir a París, o a Roma, o a donde sea. Es más que eso. La carretera es la carretera, y hay muchos lugares donde parar.
– ¿Papá con prostitutas?
– No, me refiero a algún lugar fijo, a la ida o a la vuelta. Un día, dos…
Carla se quedó sin aliento.
Otra mujer.
– Mamá, ¿tienes pruebas de eso?
– Llevo con él veintidós años, más tres de novios.
– Es imposible -insistió.
– Es un hombre, por Dios, y los matrimonios no son eternos, las personas cambian. Yo ya no soy la que era. La rutina…
– ¿Has hablado con él?
– No.
– Mamá…
– ¡No puedo! -De sus ojos volvió a brotar un torrente de lágrimas.
– Tienes miedo, solo eso -la abrazó Carla.
Ella se encogió de hombros.
– No le digas nada… a tu hermana… por favor -se dejó llevar por su hundimiento emocional-. Aún no. Hermi no es… como tú.
Quiso echarse a reír.
– ¿Y cómo soy yo?
– Fuerte.
¿La desengañaba? ¿Le decía que de fuerte nada, y menos ahora?
¿Por qué todos veían a una Carla que no existía?
¿O sí, existía, y la única que no lo sabía era ella misma?
– ¿Te preparo algo, unas hierbas…? -le preguntó.
– No tenía que haberte dicho nada, perdona cariño.
– Ya está, ¿vale?
No hubo respuesta. Se separaron. La tormenta cesaba.
Aunque a su alrededor quedaban los restos del naufragio.
– Habla con papá -se limitó a decir Carla-, y escúchalo.
Doce
Desde la azotea, el mundo tenía otra perspectiva.
Como Dios, mirándolo desde alguna parte.
La calle, las casas, las ventanas iluminadas. Y detrás de cada una, personas, emociones, sentimientos, alegrías, penas, amores, odios, la mezcla que día a día hacía mover a la humanidad hacia delante, sin vuelta atrás.
El gran hormiguero global.
Creía que Diego le llenaba todo el cerebro, sin resquicios, y de pronto por una grieta se colaba otro problema: sus padres.
– Jesús… -suspiró hundida por aquel agobio.
¿Qué les sucedía a las personas? ¿Se volvían locas de pronto? ¿Era la vida tan larga, en el fondo, que en un momento u otro todo se echaba a rodar sin más? ¿O a cada hecho lo antecedía una causa y lo seguía una consecuencia?
Le costaba entenderlo.
Antes pensaba que las cosas eran blancas o negras.
Desde hacía unos meses sabía que incluso entre el blanco y el negro existía una extensa gama cromática de grises.
¿Por qué las personas eran capaces de amarse y luego de odiarse? Los mismos ojos que primero irradiaban amor, después podían lanzar dardos de animadversión. Las mismas manos que primero habían acariciado, más tarde eran capaces de convertirse en puños y golpear aquella piel antes deseada. La misma boca con la que se besaba apasionadamente y a través de la cual fluían las palabras del sentimiento, un día era capaz de gritar el desprecio. Sus amigas con novio, sus primas, todas querían «pasar el resto de la vida» con el chico al que decían amar volcánicamente. Y despertar cada mañana a su lado siempre, siempre, siempre. Pero siempre no existía. Había cotas. ¿En qué momento se olvidaba todo? ¿Y a causa de qué: de la rutina, el hábito, la indiferencia, la pérdida de la llama, el olvido de ese punto diferencial que era como pasar de la vida a la muerte?
No tenía ninguna respuesta. No las conocía.
Sólo las preguntas.
Ella misma aún no había empezado a vivir de lleno y ya tenía la duda instalada en su corazón.
Diego.
Lo quería tanto como ahora, de pronto, lo odiaba.
Odiar.
La palabra más fuerte, más siniestra y tenebrosa. Una palabra que nunca había admitido, que no figuraba en su diccionario personal.
Blanco y negro. Amor y odio. ¿Existía también una escala cromática intermedia entre el amor y el odio?
Pensó en su padre. Trató de imaginárselo con otra y no pudo. Y sin embargo era un ser humano, con sus limitaciones, sus luces y sus sombras. No sabía qué sucedía tras la puerta del dormitorio de sus padres. No tenía ni idea. Más aún: jamás había pensado en ello. A veces, con las amigas, hablando de ellos, de si «aún lo hacían», se sentía incómoda y se ponía roja. Tampoco era capaz de imaginárselos «haciéndolo». En las películas siempre eran jóvenes, como si el amor maduro no existiera. Y sin embargo, tenía que existir.
¿Por qué se dejaba de amar, de sentir? Su padre era una buena persona. Ante todo, eso: una buena persona. Un tipo afable, siempre de buen humor, cordial, dispuesto a ayudar a los demás, con sus ideas… En casa, la triste era su madre, desde siempre. Reía poco, se amargaba por cualquier cosa, parecía eternamente preocupada y, lo que es peor, resignada. Carla aborrecía la resignación. La sentía como una rendición. Resignarse era enterrar los sueños y la vida, y en la vida sabía que se debía de luchar hasta el final, hasta el último aliento. Una de sus frases subrayadas era: «No pierdas nunca la curiosidad. Sin curiosidad estamos muertos.»
Su madre, cuando las cosas rodaban mal, lamentaba su mala suerte, «el infortunio de los pobres». Pero cuando venían de cara, lo estropeaba igualmente diciendo que «por algún lado llegaría el golpe y había que estar en guardia». Nunca era feliz al cien por cien. Temía a la vida.
Y eso era lo peor.
Porque la vida, primero que nada, tenía que ser una aliada, el marco en el cual crecer y ser feliz.
Ahora su madre pensaba en dejarlo.
Separarse.
Fueran o no verdad sus sospechas, el interrogante final era saber si tendría valor.
Cerró los ojos para huir de tanta presión y tuvo que volver a abrirlos, porque a oscuras la presión iba por dentro y amenazaba con estallarle en los párpados. Le dolían la cabeza, el pecho, los brazos y las piernas. Una espiral incontenible.
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