Jordi Sierra i Fabra - Radiografia De Chica Con Tatuaje
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– Todos perdieron el culo.
– Pero con Gabi debía de ser siempre así.
– Antes, menos. Una vez libre de su ex era como si brillara aún más. Esa noche estaba radiante. Una antorcha.
– ¿Qué hiciste cuando ella se fue con Gustín y con Diego?
– ¿Yo? Me vine aquí.
– ¿Disgustada?
– Esa sí es la palabra exacta. Si me enfado con alguien es para siempre. Nosotras, al día siguiente hubiéramos seguido hablando de todo, y riéndonos.
– ¿Tú crees que pudo echarse para atrás en el último momento, y que Diego la forzó?
– Ni idea.
– Pero…
– No lo sé, tía -hizo un gesto de cansancio, y lo que apoyó ahora fue todo el cuerpo en el quicio de la puerta-. ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué se lo pensó mejor, se negó y que por eso la mató? ¿Que lo hizo sin más y luego, por lo que sea, discutieron y la mató igual? Lo único que sé es que Gabi nunca hubiera hecho el amor con un desconocido sin preservativo. Y según los periódicos tenía semen en la vagina. Si estaba ahí es por algo.
– ¿Y si no tenían condón? Yendo tan salidos…
– Ella siempre llevaba uno en el bolso, por precaución, y más conociéndose como se conocía, siendo capaz de perder el control.
– ¿Sabes si la policía lo encontró tal cual en su bolso o en su ropa?
– ¿Y yo qué sé? ¡Por Dios! ¿Crees que la policía viene y me lo cuenta? Menuda panda de capullos. Yo sólo era su amiga. ¿Te dicen a ti las cosas porque seas la novia de él? Los periódicos sólo hablan de lo que saben o les conviene. Lo pillaron bien y ya está. Se acabó. -Fue calentándose a medida que hablaba. Una arenga final. Llegó al clímax con el estallido de sus emociones-: ¡Vamos, tía, despierta! ¡Era su casa, su cocina, su cuchillo, estaban solos, no había nadie más, ella tenía su semen dentro! ¿Qué más quieres?
Carla dio un paso atrás, como si el alud verbal la hubiese sacudido igual que un puñetazo. Llevaba toda la mañana dando palos de ciego, pero a la postre los verdaderos palos se los estaba llevando ella.
Para el mundo en general, había que tirar a la cloaca la llave que encerraba a Diego.
– Gracias por hablar conmigo -musitó sin apenas voz.
Solé no se movió. Sacó una bocanada de aire retenido en sus pulmones y se calmó de pronto. Aceptar la muerte de su amiga debía de ser tan duro como para Carla todo lo demás.
– ¿Por qué no saliste con él esa noche? -le preguntó a su visitante.
– Tenía que estudiar.
– Así que todo fue cuestión del destino y… la mala suerte.
– Sí.
Solé se la quedó mirando con fijeza.
– No me extraña que él se interesara por Gabi -reconoció al fin-. Podríais haber sido hermanas.
Era la segunda persona que se lo decía. Primero Brandon. Ahora Solé. Gabi había sido su sustituta. Después de todo, Diego sí había acabado saliendo con ella.
Y estaba muerta.
Once
Pasó más de dos horas en un parque, sola, reflexionando, sin voluntad para moverse y sin fuerzas para regresar a su casa. Aún no sabía si estaba dando palos de ciego o si realmente creía en lo que hacía. Aún no sabía si, simplemente, seguía un impulso, para hacer algo, para no quedarse de brazos cruzados, o si quemaba sus últimas naves, el rescoldo de amor que pudiera sentir por Diego.
Sentía tanto aquel daño.
A media tarde, las parejas del parque empezaron a picotearle el ánimo. Las vio pasar cogidas de la mano, llenas de ensoñaciones o hablando animadamente, haciendo planes, porque la vida era eso, soñar, imaginar, pensar siempre en el mañana mientras se vive el presente. Las vio besarse, acariciarse con los ojos llenos de amor, y trató de recordar los ojos de Diego. ¿Eran los mismos? En aquellos días era como si todo se hubiese borrado de su memoria. ¿La miraba Diego de la misma forma que un año antes? ¿La miraba como el chico del pelo largo miraba a su novia pálida y huesuda? ¿Qué clase de amor era el suyo? ¿Qué fuerza los unía si a la primera él perdía la cabeza por otra en una noche de pastillas y cerveza?
Y tanto daba que fuese una sola vez, una locura, «el polvo de una noche».
Había sucedido y punto.
Miró a sus pies y vio el abismo.
¿Tan difícil era ser normal y feliz?
Cuando leía las novelas de su escritor favorito, subrayaba frases. Y tenía muchas, quinientas o más. La facilidad con la que él concretaba sentimientos era brutal. Muchas las recordaba y las llevaba pegadas al alma. Una vez, incluso, le había escrito, y él contestó a su carta. La guardaba como un tesoro. Allí se escondían muchas claves de su presente, y muchos miedos de su futuro. El escritor le había dicho: «Pagarás muchos precios por ser diferente. La gente tiende a arrancar las rosas, a pesar de sus espinas.» Pero también le decía que ser diferente era un don. «En un mundo mediocre, sólo unos pocos ven y sienten con algo más que los ojos o el corazón.»
Y sin embargo, en aquel momento…
Lo hubiera dado casi todo por ser una de aquellas chicas. Casi todo.
El parque acabó llenándose de tal forma que el silencioso estruendo la conmocionó. Parejas. Todas. Era como un congreso. La hora de los besos, las promesas, las caricias y las miradas tórridas.
Se levantó y se fue de allí.
De camino a casa, ordenando de nuevo sus ideas, se hizo la pregunta:
– ¿Qué estás buscando? ¿Al asesino?
Además de una niña, era idiota.
Si existía un asesino misterioso, no sería ella quien lo encontrase.
Si existía.
Porque todo, todo, acusaba a Diego.
Más que llegar a casa, lo que hizo fue arrastrar su cuerpo hacia la concha protectora de su hogar. De pronto no lo sentía como tal, sino más bien como una trampa, pero no tenía otra cosa. Por más que le pesara, más le pesaba el mundo.
Lo llevaba colgando del alma.
Abrió la puerta en silencio. No escuchó nada. Herminia todavía trabajaba, seguro, pero su madre a veces acababa más temprano. Suspiró sintiéndose un poco a salvo y se dirigió a su habitación para leer un poco. Leer la serenaba, la hacía sumergirse en una historia que les pasaba a otros. Reía, lloraba, se emocionaba, sentía una vida distinta. Por eso le gustaba tanto. La capacidad de una buena novela para proyectar las emociones propias a través de las vidas de otros era inmensa.
No pudo llegar a su habitación.
Como la noche pasada, al pasar por delante de la de sus padres, escuchó el gemido.
El mismo sordo gemido de desesperación e impotencia que entonces.
La puerta estaba entornada. Miró por el leve resquicio formado por ella y el marco y descubrió a su madre sentada en la cama, con la cabeza caída y las manos formando un muñón de tanto apretárselas. Las lágrimas le caían libres por el rostro, y saltaban desde la barbilla hasta su regazo sin que hiciera nada para contenerlas o para secárselas. La imagen de la más viva desolación.
Carla no supo qué hacer.
Primero sintió el zarpazo del miedo. A continuación, la impotencia.
Quiso seguir, para esconderse en su habitación, pero ya no pudo. Su madre lloraba a solas, pero en el fondo lo que fluía de detrás de aquella puerta era un grito desesperado. Apretó los puños, las mandíbulas, sepultó a Diego en un rincón de su propia ansiedad y abrió aquella puerta.
– Mamá…
La mujer se asustó un poco. No la esperaba. Dio un pequeño brinco y, entonces sí, rápidamente, se llevó una mano a la cara para secarse las lágrimas. Fue un gesto tan instintivo como inútil. También hizo ademán de ir a levantarse, pero en eso fracasó. Las piernas no le respondieron.
– Ah, hola, cariño -forzó una sonrisa-. No te había oído llegar.
«Ya está, vete», escuchó la voz de su conciencia.
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