Джеймс Клавелл - Shogun

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Shogun is one of those rare books that you wish would go on forever. Indeed, I know people who re-read it every year. The story follows the adventures of marooned English sailor John Blackthorne in late medieval Japan during the tumultuous years when Tokugawa Ieyasu (here called Toranaga) was uniting all of Japan under his rule by any means necessary. It's truly an epic tale of war, honor, trechery, masterful manipulations, tragic heroism, and star-crossed love.

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¿Esperar? ¿Cuánto tiempo vamos a esperar? ¿Cinco cochinos años? ¿Veinte? ¡Por todos los santos! Tú mismo dijiste que esas sabandijas están en guerra ahora. — Vinck se puso frenético. — Nos cortarán la cabeza y la clavarán en una pica, como ésas, y los pájaros nos comerán… — Soltó una risa destemplada y metió la mano debajo de su harapienta camisa. Blackthorne vio asomar la pistola. Hubiera sido fácil derribar a Vinck y desarmarlo, pero no hizo nada para defenderse. Vinck agitó el arma ante su rostro, mientras bailaba a su alrededor, baboseando con un júbilo enfermizo. Blackthorne esperaba la bala, tranquilo, pero, de pronto, Vinck echó a correr por la playa ahuyentando a los pájaros que levantaban el vuelo chillando. Vinck corrió unos cien pasos y se desplomó de espaldas, sin dejar de mover los brazos y las piernas y mascullando obscenidades. Luego, con un último grito, dio media vuelta, y se quedó de bruces mirando a Blackthorne, petrificado. Se hizo un silencio.

Cuando Blackthorne llegó a su lado, Vinck lo apuntaba con la pistola mirándolo con un odio demencial y una sonrisa feroz. Estaba muerto.

Blackthorne le cerró los ojos y se lo cargó al hombro. Unos samurais corrieron hacia él con Naga y Yabú a la cabeza.

¿Qué ha sucedido, Anjín-san? — Se volvió loco.

¿Está muerto?

— Sí. Primero, entierro. Después a Yedo. ¿Sí?

— Hai.

Blackthorne pidió una pala y dijo que lo dejaran solo. Enterró a Vinck fuera del alcance de la marea, en un otero desde el que se veían los restos del barco. Dijo una oración y clavó una cruz hecha con maderos del barco. Fue fácil el funeral. ¡Lo había celebrado ya tantas veces! Sólo en este viaje, más de cien, para su propia tripulación, desde que habían zarpado de Holanda. Sólo quedaban Baccus van Nekk y el grumete Croocq. Los otros procedían de otros barcos: Salamon, el mudo, JanRoper, Sonk, el cocinero, Ginsel, el de las velas. Cinco naves y cuatrocientos noventa y seis hombres. «Y, ahora, Vinck. Todos muertos menos nosotros siete. ¿Y para qué?»

¿Para dar la vuelta al mundo? ¿Para ser los primeros?

— Sayonara, Johann.

Bajó a la playa, se desnudó y nadó hasta los restos del barco para purificarse. Dijo a Naga y a Yabú que era la costumbre cuando enterraban a alguno de sus hombres en tierra. Tenía que hacerlo el capitán si no había nadie más y el mar lo purificaba ante su Dios, que era el Dios de los cristianos, pero no exactamente el Dios de los jesuítas.

Se colgó de uno de los armazones del barco y vio que el escaramujo había empezado a invadirlo y que la arena cubría la quilla a tres brazas de profundidad. Muy pronto, el mar lo haría desaparecer.

En la orilla, le esperaban algunos de sus siervos con ropa limpia. Se vistió, se ciñó los sables y regresó hacia el muelle. Cerca de él, uno de sus siervos señaló al cielo:

—¡Anjín-san!

Una paloma mensajera, perseguida por un halcón, aleteaba furiosamente en dirección a su palomar del pueblo. Cuando faltaban cien metros, el halcón se lanzó en picado. El golpe no fue certero. La paloma caía como si estuviera herida de muerte, pero antes de llegar al suelo se rehízo y huyó hacia el palomar, sin que su perseguidor pudiera alcanzarla. Todos gritaron de júbilo excepto Blackthorne. Ni siquiera el valor y la astucia de la paloma le impresionaban ya.

Blackthorne volvió a la galera. Allí estaban Yabú, la dama Sazuko, Kiri y el capitán. Todo estaba dispuesto.

— Yabú-san. ¿Ima Yedo ka? — preguntó.

Pero Yabú no contestó y nadie reparó en él. Todos estaban mirando a Naga que se dirigía rápidamente hacia el pueblo. Uno de los hombres encargados de las palomas salió a su encuentro. Naga abrió el pliego y leyó el mensaje: «La galera y toda su dotación debe esperar en Yokohama hasta mi llegada.» Lo firmaba Toranaga.

Los jinetes salvaron rápidamente la cresta de la colina al sol de la mañana. Venían delante los cincuenta hombres de la vanguardia y exploradores mandados por Buntaro. Después, los estandartes. A continuación, Toranaga. Detrás de él, el grueso de las fuerzas al mando de Omi. Les seguían el padre Alvito Tsukku-san y diez acólitos. Cerraba la marcha una pequeña retaguardia en la que venían halconeros con sus aves al puño, todas encapuchadas, menos un gran azor amarillo. Todos los samurais iban fuertemente armados con cotas de malla y corazas de combate.

Toranaga cabalgaba con soltura, se sentía ahora un hombre nuevo, más fuerte. ¡ Y era tanto lo que había que hacer! «Dentro de cuatro días, será el día, el vigésimo segundo día del octavo mes, el Mes de Contemplar la Luna. Hoy, en Osaka, el dignatario Ogaki Takamoto se presenta ante Ishido para anunciar que la visita del Hijo del Cielo deberá retrasarse unos días por motivos de salud.»

Fue cosa fácil provocar el retraso. Aunque Ogaki era príncipe de Séptimo Rango y descendiente del emperador Go-Shoko, el noventa y cinco de la dinastía, estaba empobrecido, como todos los miembros de la Corte imperial. La Corte no tenía rentas propias. Sólo los samurais tenían rentas y, durante cientos de años, la Corte había tenido que subsistir con un estipendio — siempre rigurosamente controlado y escaso — concedido por el shogún, el Kwampaku o la Junta de Gobierno del momento. De modo que Toranaga asignó prudente y humildemente diez mil kokús anuales a Osaka, a través de intermediarios, para ser distribuidos entre parientes necesitados, según el criterio del propio Ogaki haciendo constar, con la debida humildad, que por ser Minowara y, por lo tanto, descendiente de Go-Shoko, se sentía muy feliz de poder prestar ayuda, y confiaba que Su Majestad cuidaría su preciosa salud en un clima tan traicionero como el de Osaka, especialmente hacia el día vigésimo segundo.

Desde luego, no era seguro que Ogaki pudiera convencer o disuadir al Emperador, pero Toranaga presumía que los consejeros del Hijo del Cielo o el propio Hijo del Cielo recibirían con agrado el pretexto para demorar o, tal vez, suspender la visita. Solamente una vez en tres siglos había salido de su santuario de Kioto un emperador reinante. Fue cuatro años antes, con motivo de la invitación de Taiko para visitar los cerezos en flor del castillo de Osaka, a raíz de su renuncia al título de Kwampaku en favor de Yaemón, con lo cual, implícitamente, se ponía en la sucesión el sello de la aprobación imperial.

Normalmente, ningún daimío, ni siquiera Toranaga, se hubiera atrevido a hacer semejante ofrecimiento a un miembro de la Corte, pues con ello usurpaba la prerrogativa de un superior — el Consejo— y podía interpretarse como traición. Y lo era. Pero Toranaga sabía que ya estaba acusado de traición.

«Mañana Ishido y sus aliados me atacarán. ¿Cuánto tiempo me queda? ¿Dónde debería librarse la batalla? ¿En Odawara? La victoria depende exclusivamente del momento y lugar, no del número de hombres. Estamos tres a uno, a favor de ellos. Pero no importa. Ishido va a salir del castillo de Osaka. Mariko lo indujo a dejarlo. En esta partida de ajedrez por el poder, yo sacrifiqué a mi reina, pero Ishido ha perdido dos torres.

«Sí, pero, además de la reina, tú has perdido un barco. Un peón puede llegar a ser reina. Pero un barco…»

Bajaron la colina al trote ligero. Desde allí se divisaba el mar y los restos del barco cerca de la orilla. En la meseta estaba formado el Regimiento de Mosqueteros con caballos y equipo. Otros samurais, armados también, cubrían la carrera formando una guardia de honor a lo largo de la playa. En las afueras del pueblo, los vecinos estaban arrodillados en hileras, esperando para rendirle homenaje. Al fondo, estaba la galera con su dotación preparada. A cada lado del muelle, las barcas de pesca estaban amarradas con meticulosa simetría. Tendría que amonestar a Naga. El había ordenado que el Regimiento estuviera preparado para partir inmediatamente, pero impedir que pescadores y campesinos fueran a su trabajo era un acto irresponsable.

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