Olor a sudor, sudor de miedo. Yabú le hablaba. Y Vinck. Le costó trabajo concentrarse.
—¿Por qué te han dejado en libertad? — Yo… ellos… — no podía decirlo.
Sin saber cómo, se encontró en el alcázar. Yabú decía al capitán qué se hiciera a la mar antes de que Ishido cambiara de opinión y antes de que los Grises del muelle se arrepintieran de dejar salir la galera. «Rápido, rumbo a Nagasaki…», pero Kiri decía, «pido perdón, Yabú-sama, pero antes hay que ir a Yedo…».
Los remeros llevaron a la nave contra la marea y contra el viento hacia la corriente, seguida por el grito de las gaviotas. Blackthorne hizo un esfuerzo para salir de su letargo y decir:
— No, lo siento. A Yokohama. Primero a Yokohama.
— Antes buscar hombres en Nagasaki, Anjín-san — dijo Yabú —, ¿comprendes? Primero hombres. Tengo plan.
No, Yokohama. Mi barco… mi barco… peligro.
¿Qué peligro? — preguntó Yabú.
Cristianos decir… fuego.
— ¡Cómo!
-¡Por el amor de Dios, piloto! ¿Qué sucede? — gritó Vinck.
Blackthorne señaló a la lorcha con una mano temblorosa.
— Ellos me han dicho que el Erasmus ha sido destruido, Johann. Nuestro barco se ha perdido… Incendiado. — Luego exclamó:— ¡Dios, que no sea verdad!
Desde la orilla, contemplaba el negro esqueleto de su barco varado y escorado, bañado por la marea baja, setenta yardas mar adentro, sin mástiles, sin cubiertas, sin nada más que la quilla y el costillar apuntando al cielo.
— Esos monos trataron de arrastrarla hacia la playa — dijo Vinck hoscamente.
— No, fue la marea.
— Por el amor de Dios, piloto, si tienes a bordo un maldito fuego y estás cerca de la maldita costa, tú arrastras el barco a la playa. Jesús, hasta esos bastardos del demonio lo sabían. — Vinck escupió en la arena. — ¡Estúpidos! No debiste confiarles el barco. ¿Y qué hacemos ahora? Hubieras tenido que dejarlo en Yedo, a salvo, y nosotros a salvo con él.
El tono quejumbroso de Vinck le irritaba. Ahora Vinck le irritaba siempre. En tres ocasiones durante la última semana, había estado a punto de ordenar a sus siervos que lo apuñalaran calladamente y lo arrojaran por la borda, para que dejara de sufrir. Y es que sus llantos, sus quejas y sus recriminaciones le resultaban insoportables.
— Tal vez la arrastraron, Johann — dijo con una fatiga mortal.
— Sí, pero los muy imbéciles no apagaron el fuego. Condenados japoneses que Dios confunda… No debimos dejarlos subir a bordo.
Blackthorne se concentró en la galera, tratando de no oír más. Estaba amarrada a sotavento del muelle, a unos cientos de pasos, junto al pueblo de Yokohama. Era un día soleado y soplaba la brisa. Olía a mimosas. Kiri y la dama Sazuko conversaban bajo unas sombrillas de color naranja en la popa y pensó que, tal vez, el perfume procedía de allí. Naga y Yabú paseaban por el muelle, Naga hablaba y Yabú escuchaba. Ambos estaban muy tensos. Vio que lo miraban y percibió su nerviosismo.
Dos horas antes, cuando la galera dobló el cabo, Yabú le dijo:
—¿Por qué acercarnos a ver, Anjín-san? Barco muerto, ¿neh? Todo acabó. Vamos a Yedo. Preparar la guerra. No hay tiempo.
Lo siento. Debo desembarcar aquí. Ver de cerca.
¡Vamos a Yedo! Barco muerto… se acabó. ¿Neh? — Vete tú. Yo nadaré.
Espera. Barco muerto, ¿neh?
Lo siento, por favor espera. Poco tiempo. Después Yedo. Por fin Yabú accedió, desembarcaron y Naga salió a recibirles.
— Lo siento, Anjín-san, ¿neh? — dijo Naga con los ojos enrojecidos por haber dormido poco.
— Sí, lo siento. ¿Qué pasó?
Lo siento, no sé. No honto. Yo no estaba aquí, ¿comprendes? Yo enviado Mishima varios días. Cuando volví, hombres decían una noche terremoto, ¿comprendes?
Sí, comprendo. Por favor, continúa.
— Noche muy oscura. Ola grande. Lámparas romperse. Fuego. Todo arder de prisa.
¿Y los hombres de guardia, Naga-san?
Cuando yo regresar, lo siento mucho, ¿neh? barco acabado. Arder todavía en la costa. Yo reunir todos hombres de guardia esa noche y preguntar. Ninguno seguro de lo que ocurrir. Yo ordenar salvamento. Ahora cosas en campamento. — Señaló hacia la meseta. — Vigilar mi guardia. Después hacerlos matar a todos y yo regresar a Mishima para informar al señor Toranaga.
¿Todos? ¿Todos muertos? — Sí. No cumplir su deber.
¿Qué dijo el señor Toranaga?
— Muy furioso. Con razón, ¿neh?Yo ofrecer seppuku. Señor Toranaga negar permiso. El muy enojado, Anjín-san. — Naga hizo un nervioso ademán, abarcando la playa. — Todo regimiento en desgracia, Anjín- san. Todos. Cincuenta y ocho seppuku.
Blackthorne le hubiese gritado que ni cincuenta y ocho mil muertos hubieran podido compensarlo por la pérdida de su barco.
Malo — dijo—. Muy malo.
Sí. Mejor ir a Yedo. Hoy mismo. Guerra hoy, mañana, pasado. Lo siento. — Naga se volvió hacia Yedo y Blackthorne, atontado, casi no entendió lo que decían, pero notó que Yabú estaba violento. Luego, Naga prosiguió, dirigiéndose nuevamente a él — Lo siento, Anjín-san. No poder hacer nada. Honto, ¿neh?
Blackthorne asintió haciendo un esfuerzo.
— Honto. Domo, Naga-san. Shigata ga nai.
Murmuró una excusa y se alejó en dirección a su barco. Quería estar solo. No estaba seguro de poder seguir dominando su furor. Comprendía que no podía hacer nada y que nunca sabría la verdad. Sospechaba que los curas, con sobornos o amenazas, habían conseguido que los hombres cometieran aquella infame profanación. Pero antes de que pudiera escapar del muelle Vinck corrió tras él y le rogó que no le dejara solo. Al advertir el miedo del hombre, consintió que le acompañara, pero no lo escuchaba.
Mientras contemplaba el esqueleto de su barco, no hacía más que dar vueltas a lo mismo: Mariko había comprendido la verdad y se la había revelado a Kiyama o a los curas: «Sin su barco, el Anjín-san estará inerme ante la Iglesia. Perdonadle la vida y matad sólo al barco…»
Le parecía estar oyéndola. Tenía razón. Era una solución sencillísima para el problema de los católicos. Sí, pero cualquiera de ellos podía haber pensado lo mismo. ¿Y cómo se abrieron camino entre los cuatro mil hombres? ¿A quién sobornaron? ¿Cómo?
No importa quién. Ni cómo. Han ganado.
«Que Dios nos asista. Sin el barco soy hombre muerto. No puedo ayudar a Toranaga y su guerra nos engullirá a todos.»
Pobre barco — dijo—. Perdóname. ¡Qué triste que hayas muerto de un modo tan inútil! Después de tantas leguas.
¿Qué? —preguntó Vinck.
— Nada — respondió—. Pobre barco. Perdona. No he hecho tratos con ella ni con nadie. Pobre Mariko. Perdónala a ella también.
—¿Qué decías, piloto? — Nada. Pensaba en voz alta.
— Estabas hablando. Te he oído, ¡por cien mil diablos!
—¡Por cien mil diablos, cállate ya!
—¿Eh? ¡Callar cuando estamos varados para el resto de nuestras vidas con estas sabandijas! ¿Eh?
«-¡Sí!
— Vamos a tener que arrastrarnos ante ellos durante el resto de nuestra perra vida, ¿y cuánto crees que va a durar esta vida, si no saben hablar más que de guerra, guerra y guerra? ¿Eh?
— Sí.
Sí…, sí… —Vinck estaba temblando y Blackthorne se preparó.— Es culpa tuya. Tú nos hiciste venir al Japón y ¿cuántos murieron en el viaje? ¡Es culpa tuya!
Sí. Lo siento, tienes razón.
¿Que lo sientes? ¿Cómo vamos a volver? Tu obligación es llevarnos a casa. ¿Cómo vas a hacerlo?
No lo sé. Ya vendrá algún otro barco de los nuestros, Johann. Sólo tenemos que esperar…
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