Harold Pinter - El conserje
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Harold Pinter
El conserje
El conserje [1]
(The caretaker)
1960
Traducción del inglés: Josefina Vidal y F. M. Lorda Alaiz
A Vivien
Personajes
Mick, un hombre de cerca de treinta años.
Aston, un hombre que acaba de cumplir los treinta años.
Davies, un viejo.
La acción se desarrolla en una casa del oeste de Londres.
Acto I: Una noche de invierno.
Acto II: Unos segundos más tarde.
Acto III: Dos semanas más tarde.
ACTO PRIMERO
Una habitación. Una ventana en la pared del fondo; la mitad inferior está cubierta por un saco. Una cama de hierro a lo largo de la pared izquierda. Encima, en un pequeño armario, botes de pintura, cajas que contienen tuercas, tornillos, etc. Al lado de la cama, más cajas y algunos jarrones. Puerta en el fondo derecha. A la derecha de la ventana, una alcobilla; en ella, un fregadero, una escalera de mano, un cubo para el carbón, una máquina de cortar hierba, una cesta con ruedecillas para la compra, cajas, cajones de armario y una cama de hierro. Delante de ella una cocina de gas. Sobre la cocina, una estatuilla de Buda. Primer término lateral derecha, un hogar. A su alrededor un par de maletas, una alfombra enrollada, un farol, una silla de madera caída, cajas, una serie de adornos, una percha, unas cuantas tablas de madera, una pequeña estufa eléctrica y una vieja tostadora también eléctrica. En el suelo, un montón de periódicos viejos. Bajo la cama de Aston, adosada a la pared izquierda, hay un aspirador eléctrico, invisible hasta que se usa. Un balde pende del techo.
Mick está solo en la habitación, sentado en la cama. Lleva una chaqueta de cuero. Silencio. Lentamente pasea la mirada a su alrededor, fijándola en un objeto tras otro. La dirige al techo y se queda mirando fijamente el balde. Aparta los ojos de allí, y permanece sentado, inmóvil, sin ninguna expresión, la vista fija en el vacío. Silencio durante treinta segundos. Suena una puerta. Se oyen voces apagadas. Mick vuelve la cabeza. Se levanta, se dirige silenciosamente hacia la puerta, sale y cierra la puerta sin hacer ruido. Silencio. De nuevo se oyen voces. Van aproximándose y luego cesan. Se abre la puerta. Entran Aston y Davies, primero Aston, luego Davies; éste avanza con paso vacilante y respira con fatiga. Aston lleva un viejo abrigo de «tweed» y debajo un delgado y ya lustroso traje de un azul oscuro con una fina rayita blanca, americana abierta, «pullover», una camisa muy usada y corbata. Davies lleva un viejo y harapiento abrigo de color castaño, pantalones deformados, chaleco, camiseta, ninguna camisa y sandalias. Aston se pone la llave en el bolsillo y cierra la puerta. Davies mira a su alrededor.
Aston.-Siéntese.
Davies.-Gracias. (Sigue mirando a su alrededor.) ¿Eh?…
Aston.-Un momento. (Aston busca una silla; ve una caída al lado de la alfombra enrollada, cerca del hogar, y empieza a sacarla de allí)
Davies.-¿Siéntese? Ja… No me he sentado desde… Aquello que se dice sentarse, desde…, bueno; ya ni me acuerdo.
Aston.- (Depositando la silla.) Aquí tiene usted
Davies.-Allí, donde trabajaba, tenía diez minutos, a media noche, para tomar el té, y no podía encontrar ninguna silla, ni una. Ellos, los griegos, los polacos, esos sí las tenían…; los griegos, los negros, todos ellos, todos los extranjeros, las tenían acaparadas. Y a mí me tenían para trabajar…, para trabajar a mí… (Aston se sienta en la cama, saca una cajita de metal que contiene tabaco y papel de fumar y empieza a liarse un cigarrillo. Davies le mira.) Ellos, los negros, las tenían; negros, griegos, polacos, todos ellos; eso es lo que pasaba; me robaban el sitio, me trataban como si fuera un montón de basura. Cuando se me ha acercado esta noche, se lo he dicho. (Pausa.)
Aston.-Tome asiento.
Davies.-Sí, pero antes lo que debo hacer, ¿sabe?, lo que debo hacer es calmarme un poco…, ¿comprende? Hubiesen acabado conmigo allá abajo. (Davies se expresa con voz fuerte, da un puñetazo en el vacío, vuelve la espalda a Aston y se queda mirando la pared. Pausa. Aston enciende el cigarrillo.)
Aston.-¿Quiere usted liarse uno de estos?
Davies.- (Volviéndose.) ¿Qué? No, no, nunca fumo cigarrillos. (Pausa. Se adelanta.) Pero, mire, de todas formas, tomaré un poco de ese tabaco para mi pipa, si a usted no le importa.
Aston.- (Pasándole la cajita.) No, hágalo. Cójalo usted mismo de ahí.
Davies.-Es usted muy amable, señor. Solo un poco para llenar mi pipa y basta. (Se saca una pipa del bolsillo y la llena.) Yo también tuve una cajita de esas, hace…, no hace mucho. Pero me la aplastaron. Me la aplastaron en la Gran Carretera del Oeste. (Alarga la cajita.) ¿Dónde quiere que la deje?
Aston.-Yo la guardo.
Davies.- (Dándole la cajita.) Cuando se acercó a mí, esta noche, se lo dije, ¿verdad? Usted ha oído cómo se lo decía, ¿no?
Aston.-He visto que la emprendía con usted.
Davies.-¿Emprenderla conmigo? Más que eso. Puerco asqueroso, un viejo como yo, que se ha codeado con lo mejorcito. (Pausa.)
Aston.-Sí, he visto que la emprendía con usted.
Davies.-Todos ellos son una pandilla de harapientos, compadre, con modales de pocilga. He andado muchos años por esos caminos de Dios, pero yo le aseguro que soy un hombre limpio. Me cuido. Por eso abandoné a mi mujer. Quince días después de casados, no, ni siquiera los hacía; a la semana de casados, levanté la tapa de una olla, ¿y sabe usted lo que había dentro? Un montón de su ropa interior, sin lavar. Era la olla de las verduras. La olla de la verdura. Por eso la dejé y no he vuelto a verla desde entonces. (Davies se da la vuelta, pasea por la habitación y se encuentra de manos a boca con la estatua de Buda que está sobre la cocina de gas; la mira unos instantes y le vuelve la espalda.) He comido los mejores platos. Pero ya no soy joven. Recuerdo los tiempos en que era tan mañoso como ellos. Nadie se permitía libertades conmigo. Pero últimamente no me he sentido muy bien. He tenido unos cuantos ataques. (Pausa. Acercándose más.) ¿Vio usted lo que pasó con aquel?
Aston.-Solo vi el final.
Davies.-Se me acerca, me pone delante un cubo de basura y me dice que lo eche fuera, en la parte de atrás. ¡Yo no estoy para sacar basura! Tienen un chico para eso. No me contrataron para sacar la basura. Lo mío es limpiar los suelos, quitar las mesas, fregar alguna que otra vez los cacharros de la cocina… y no sacar la basura. ¡A mí qué me cuentan!
Aston.-¡Ah!… (Se acerca a lateral derecha para coger la tostadora eléctrica.)
Davies.- (Siguiéndole.) Sí, ¡y aun suponiendo que tuviera que hacerlo! ¡Aunque así fuera! Aunque fuese yo el encargado de sacar los cubos de la basura. ¿Quién es él para darme órdenes? Estamos en el mismo nivel. No es él mi jefe. No es mi superior.
Aston.-¿Qué era? ¿Griego?
Davies.-No, no, escocés. Un escocés. (Aston vuelve a la cama con la tostadora y empieza a destornillar el enchufe. Davies le sigue.) Usted lo ha visto, ¿verdad?
Aston.-Sí.
Davies.-Le he dicho dónde debía meterse el cubo. ¿No? Usted lo ha oído. «Mira-le he dicho-, soy un viejo -he dicho-; cuando era joven teníamos alguna idea de cómo tratar a los viejos, con respeto; nos educaron como es debido; si tuviera unos cuantos años menos te…, te partiría la cara.» Fue cuando el dueño me dijo que me diera el piro. «Metes demasiada bulla», me dijo. ¡Yo, bulla! «Mire usted-le dije-, yo tengo mis derechos.» Se lo he dicho. Aunque haya sido un vagabundo, nadie tiene más derechos que yo. «Vamos a jugar limpio», le he dicho; pero no ha habido tu tía; me ha dicho que me diera el piro. (Se sienta en la silla.) Ya ve usted qué clase de gente. (Pausa.) Si usted no llega a pararle los pies al escocés ese, a estas horas estaría en el hospital. Me hubiera roto la cabeza contra el suelo, de haberle dejado. Algún día me las pagará. Una noche le echaré mano. Cuando vaya por allí. (Aston se acerca a la caja de los enchufes y toma otro.) No me importaría gran cosa, si no me hubiese dejado allí todo lo que tengo, en aquella habitación de atrás. Todo, todo lo que tengo, ¿sabe? En una bolsa. Hasta el más repuñetero cachito de todos mis repuñeteros bártulos se ha quedado allí. Con las prisas. Apuesto a que en estos momentos está metiendo sus narices dentro.
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