Carl Sagan - Cosmos

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El rendimiento de la bomba de Hiroshima fue de sólo trece kilotones, el equivalente a trece millares de toneladas de TNT. El rendimiento de la prueba de Bikini fue de quince megatones. En un intercambio nuclear completo, en el paroxismo de la guerra termonuclear, caerían en todo el mundo el equivalente a un millón de bombas de Hiroshima. Si se aplica el porcentaje de mortalidad de Hiroshima de unas cien mil personas muertas por cada arma de trece kilotones, sería suficiente para matar a cien mil millones de personas. Pero a fines de¡ siglo veinte había menos de cinco mil millones de personas en el planeta. Desde luego que en un intercambio de este tipo no todo el mundo morirá por la explosión y la tormenta de fuego, la radiación y la precipitación radiactiva, aunque esta precipitación dura algo más de tiempo: el 90 por ciento del estroncio 90 se habrá desintegrado en 96 años, el 90 por ciento del cesio 137 en 100 años, el 90 por ciento del yodo 131 en sólo un mes.

Los supervivientes vivirán consecuencias más sutiles de la guerra. Un intercambio nuclear completo quemará el nitrógeno de la parte superior del aire, convirtiéndolo en óxidos de nitrógeno, que a su vez destruirán una porción significativa del ozono en la alta atmósfera, con lo que ésta admitirá una dosis intensa de radiación solar ultravioleta. 1 Este aumento en el flujo ultravioleta se mantendrá durante años. Producirá cáncer de la piel, preferentemente en personas de piel clara. Y algo más importante: afectará la ecología de nuestro planeta de un modo desconocido. La luz ultravioleta destruye las cosechas. Muchos microorganismos morirán, no sabemos cuáles ni cuántos, o cuáles podrán ser las consecuencias. No sabemos si los organismos muertos estarán precisamente en la base de una vasta pirámide ecológica sobre cuya cima nos balanceamos nosotros.

El polvo introducido en el aire en un intercambio nuclear completo reflejará la luz solar y enfriará un poco la Tierra. Basta un pequeño enfriamiento para que las consecuencias en la agricultura sean desastrosas. Los pájaros mueren más fácilmente por la radiación que los insectos. Las plagas de insectos y los desórdenes agrícolas adicionales que les seguirán serán una consecuencia probable de una guerra nuclear. Hay otro tipo de plaga preocupante: la plaga de los bacilos es endémica en toda la Tierra. A fines del siglo veinte los hombres no fallecían mucho a consecuencia de la plaga, y no porque ésta faltara, sino porque la resistencia era elevada. Sin embargo, la radiación producida en una guerra nuclear debilita el sistema inmunológico del cuerpo, entre sus muchos otros efectos, provocando una disminución de nuestra capacidad para resistir a la enfermedad. A plazo más largo hay mutaciones, nuevas variedades de microbios y de insectos que podrían causar todavía más problemas a cualquier superviviente humano de un holocausto nuclear; y quizás al cabo de un tiempo cuando ya ha pasado el tiempo suficiente para que se recombinen y se expresen las mutaciones recesivas, haya nuevas y horrorizantes variedades de personas. La mayoría de estas mutaciones al expresarse serán letales. Unas cuantas no. Y luego habrá otras agonías: la pérdida de los seres queridos, las legiones de quemados, ciegos y mutilados; enfermedades, plagas, venenos radiactivos de larga vida en el aire y en el agua, la amenaza de los tumores y de los niños nacidos muertos y malforinados; la ausencia de cuidados médicos, la desesperada sensación de una civilización destruida por nada, el conocimiento de que podíamos haberío impedido y no lo hicimos.

L. F. Richardson era un meteorólogo británico interesado en la guerra. Quería comprender sus causas. Hay paralelos intelectuales entre la guerra y el tiempo atmosférico. Los dos son complejos. Los dos presentan regularidades, implicando con ello que no son fuerzas implacables sino sistemas naturales que pueden comprenderse y controlarse. Para comprender la meteorología global hay que reunir primero un gran conjunto de datos meteorológicos; hay que descubrir cómo se comporta realmente el tiempo. Richardson decidió que el sistema para llegar a comprender la guerra tenía que ser el mismo. Por consiguiente reunió datos sobre centenares de guerras acaecidas en nuestro pobre planeta entre 1820 y 1945.

Los resultados de Richardson se publicaron póstumamente en una obra llamada Las estadísticas de las disputas mortales. Richardson estaba interesado en saber el tiempo que hay que esperar para que una guerra se lleve un número determinado de víctimas y para ello definió un índice, M, la magnitud de una guerra, la medición del número de muertes inmediatas que causa. Una guerra de magnitud M = 3 podría ser una simple escaramuza, que mataría sólo a mil personas (1 03). M = 5 o M = 6 denotan guerras más serias, en las que mueren cien mil (1 01) personas o un millón (106). Las guerras mundiales primera y segunda tuvieron magnitudes superiores. Richardson descubrió que cuantas más personas morían en una guerra menos probable era que ocurriera, y más tiempo pasaría antes de presenciarla, del mismo modo que las tormentas violentas son menos frecuentes que un chaparrón. A partir de sus datos podemos construir un gráfico (pág. 3 26) que muestra el tiempo promedio que habría que haber esperado durante el siglo y medio pasado para presenciar una guerra de magnitud M.

Richardson propuso que si se prolonga la curva hasta valores muy pequeños de M, llegando a M = 0, ésta predice de modo aproximado la incidencia mundial de los asesinatos; en algún lugar del mundo alguien es asesinado cada cinco minutos. Según él los asesinatos individuales y las guerras en gran escala son los dos extremos de un continuo, una curva ininterrumpida. Se deduce no sólo en un sentido trivial sino también según creo en un sentido psicológico muy profundo que la guerra es un asesinato escrito en mayúscula. Cuando nuestro bienestar se ve amenazado, cuando se ven desafiadas nuestras ilusiones sobre nosotros mismos, tendremos por lo menos algunos a estallar en rabias asesinas. Y cuando las mismas provocaciones se aplican a estados nacionales, también ellos estallan a veces en rabias asesinas, que fomentan con demasiada frecuencia los que buscan el poder o el provecho personales. Pero a medida que la tecnología del asesinato mejora y que aumenta el castigo de la guerra, hay que hacer que muchas personas sientan simultáneamente rabias asesinas para poder pasar revista a una guerra importante. Pero esto puede generalmente arreglarse, porque los órganos de comunicación de masas están a menudo en manos del Estado. (La guerra nuclear es la excepción. Puede ponerla en marcha un número muy reducido de personas.)

Tenemos aquí un conflicto entre nuestras pasiones y lo que a veces se llama nuestra mejor naturaleza; entre la parte antigua reptiliana y profunda de nuestro cerebro, el complejo R, encargado de las rabias asesinas, y las partes del cerebro mamíferas y humanas evolucionadas más recientemente, el sistema límbico y la corteza cerebral. Cuando los hombres vivían en pequeños grupos, cuando nuestras armas eran relativamente modestas, un guerrero por rabioso que estuviera sólo podía matar a unas cuantas personas. A medida que nuestra tecnología mejoró, mejoraron también los medios de guerra. En el mismo breve intervalo también nosotros hemos mejorado. Hemos atemperado con la razón nuestras iras, frustraciones y desesperaciones. Hemos mejorado a una escala planetario injusticias que hasta hace poco eran globales y endémicas. Pero nuestras armas pueden matar ahora miles de millones de personas. ¿Hemos mejorado lo bastante rápido? ¿Estamos enseñando la razón del modo más eficaz posible? ¿Hemos estudiado valientemente las causas de la guerra?

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