Carl Sagan - Cosmos
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Kepler, un maestro de escuela provinciano, de orígenes humildes, desconocido de todos excepto de unos pocos matemáticos, sintió desconfianza ante el ofrecimiento de Tycho Brahe. Pero otros tomaron la decisión por él. En 15 98 lo arrastró uno de los muchos temblores premonitorios de la venidera guerra de los Treinta Años. El archiduque católico local, inamovible en sus creencias dogmáticas, juró que prefería convertir el país en un desierto que gobernar sobre herejes '
Los protestantes fueron excluidos del poder político y económico, la escuela de Kepler clausurado, y prohibidas las oraciones, libros e himnos considerados heréticos. Después, se sometió a los ciudadanos a exámenes individuales sobre la firmeza de sus convicciones religiosas privadas: quienes se negaban a profesar la fe católica y romana eran multados con un diezmo de sus ingresos, y condenados, bajo pena de muerte, al exilio perpetuo de Graz. Kepler eligió el exilio: Nunca aprendí a ser hipócrita. La fe es para mí algo serio. No juego con ella.
Al dejar Graz, Kepler, su mujer y su hijastro emprendieron el duro camino de Praga. Su matrimonio no era feliz. Su mujer, crónicamente enferma y que acababa de perder a dos niños pequeños, fue calificada d¿ estúpida, malhumorada, solitaria, melancólica. No había entendido nada del trabajo de su marido; provenía de la pequeña nobleza rural y despreciaba la profesión indigente de él. Por su parte él la sermoneaba y la ignoraba alternativamente; mis estudios me hicieron a veces desconsiderado, pero aprendí la lección, aprendí a tener paciencia con ella. Cuando veía que se tomaba mis palabras a pecho, prefería morderme el propio dedo a continuar ofendiéndola. Pero Kepler seguía preocupado con su trabajo.
Se imaginó que los dominios de Tycho serían un refugio para los males del momento, el lugar donde se confirmaría su Misterio Cósmico. Aspiraba a convertirse en un colega del gran Tycho Brahe, quien durante treinta y cinco años se había dedicado, antes de la invención del telescopio, a la medición de un universo de relojería, ordenado y preciso. Las expectativas de Kepler nunca se cumplieron. El propio Tycho era un personaje extravagante, adornado con una nariz de oro, pues perdió la original en un duelo de estudiantes disputando con otro la preeminencia matemática. A su alrededor se movía un bullicioso séquito de ayudantes, aduladores, parientes lejanos y parásitos varios. Las juergas inacabables, sus insinuaciones e intrigas, sus mofas crueles contra aquel piadoso y erudito patán llegado del campo deprimían y entristecían a Kepler: Tycho es… extraordinariamente rico, pero no sabe hacer uso de su riqueza. Uno cualquiera de sus instrumentos vale más que toda mi fortuna y la de mi familia reunidas.
Kepler estaba impaciente por conocer los datos astronómicos de Tycho, pero Tycho se limitaba a arrojarle de vez en cuando algún fragmento: Tycho no me dio oportunidad de compartir sus experiencias. Se limitaba a mencionarme, durante una comida y entre otros temas de conversación, como si fuera de paso, hoy la cifra del apogeo de un planeta, mañana los nodos de otro… Tycho posee las mejores observaciones… También tiene colaboradores. Solamente carece del arquitecto que haría uso de todo este material. Tycho era el mayor genio observador de la época y Kepier el mayor teórico. Cada uno sabía que por sí solo sería incapaz de conseguir la síntesis de un sistema del mundo coherente y preciso, sistema que ambos consideraban inminente. Pero Tycho no estaba dispuesto a regalar toda la labor de su vida a un rival en potencia, mucho más joven. Se negaba también, por algún motivo, a compartir la autoría de los resultados conseguidos con su colaboración, si los hubiera. El nacimiento de la ciencia moderna hija de la teoría y de la observación se balanceaba al borde de este precipicio de desconfianza mutua. Durante los dieciocho meses que Tycho iba a vivir aún, los dos se pelearon y se reconciliaron repetidamente. En una cena ofrecida por el barón de Rosenberg, Tycho, que había bebido mucho vino, dio más valor a la cortesía que a su salud y resistió los impulsos de su cuerpo por levantarse y excusarse unos minutos ante el barón. La consecuente infección urinaria empeoró cuando Tycho se negó resueltamente a moderar sus comidas y sus bebidas. En su lecho de muerte legó sus observaciones a Kepler, y en la última noche de su lento delirio iba repitiendo una y otra vez estas palabras, como si compusiera un poema: 'Que no crean que he vivido en vano… Que no crean que he vivido en vano.'
Kepler, convertido después de la muerte de Tycho en el nuevo matemático imperial, consiguió arrancar a la recalcitrante familia de Tycho las observaciones del astrónomo. Pero los datos de Tycho no apoyaban más que los de Copémico su conjetura de que las órbitas de los planetas estaban circunscritas por los cinco sólidos platónicos. Su Misterio Cósmico quedó totalmente refutado por los descubrimientos muy posteriores de los planetas Urano, Neptuno y Plutón; no hay más sólidos 6 platónicos que permitan determinar su distancia al Sol. Los sólidos pitagóricos anidados tampoco dejaban espacio para la luna terráquea, y el descubrimiento por Galileo de las cuatro lunas de Júpiter era también desconcertante. Pero en lugar de desanimarse, Kepler quiso encontrar más satélites y se preguntaba cuántos satélites tenía que tener cada planeta. Escribió a Galileo: Empecé a pensar inmediatamente en posibles adiciones al número de los planetas que no transtomaran mi Mysteiium Cosmographicum, según el cual los cinco sólidos regulares de Euclides no permiten más de seis planetas alrededor del Sol… Desconfío tan poco de la existencia de los cuatro planetas circumjovianos, que suspiro por tener un telescopio, para anticiparme a vos, si es posible, y descubrir dos más alrededor de Marte, como la proporción parece exigir, seis u ocho alrededor de Satumo y quizás uno
alrededor de Mercurio y también de Venus. Marte tiene dos pequeñas lunas y el mayor accidente geológico de la mayor de ellas se llama hoy en día Sierra de Kepler, en honor de su descubridor. Pero se equivocó totalmente con respecto a Satumo, Mercurio y Venus; y Júpiter tiene muchas más lunas de las que Galileo descubrió. Todavía ignoramos por qué hay sólo unos nueve planetas, y por qué sus distancias relativas al Sol son como son. (Ver capítulo 8.)
Tycho realizó sus observaciones de¡ movimiento aparente entre las constelaciones de Marte y de otros planetas a lo largo de muchos años. Estos datos, de las últimas décadas anteriores a la invención del telescopio, fueron los más exactos obtenidos hasta entonces. Kepler trabajó con una intensidad apasionada para comprenderlos: ¿Qué movimiento real descrito por la Tierra y por Marte alrededor del Sol podía explicar, dentro de la precisión de las medidas, el movimiento aparente de Marte en el cielo, incluyendo los rizos retrógrados que describe sobre el fondo de las constelaciones? Tycho había recomendado a Kepler que estudiara Marte porque su movimiento aparente parecía el más anómalo, el más difícil de conciliar con una órbita formada por círculos. (Kepler escribió posteriormente por si el lector se aburría con sus múltiples cálculos: Si te cansa este procedimiento tedioso, compadécete de mí que hice por lo menos setenta intentos.)
Pitágoras, en el siglo sexto a. de C., Platón, Tolomeo y todos los astrónomos cristianos anteriores a Kepler, daban por sentado que los planetas se movían siguiendo caminos circulares. El círculo se consideraba una forma geométrico perfecta, y también los planetas colocados en lo alto de los cielos, lejos de la 1 4 corrupción terrenal, se consideraban perfectos en un sentido místico. Galileo, Tycho y Copérnico creían igualmente en un movimiento circular y uniforme de los planetas, y el último de ellos afirmaba que la mente se estremece sólo de pensar en otra cosa, porque sería indigno imaginar algo así en una Creación organizada de la mejor manera posible. Así pues, Kepler intentó al principio explicar las observaciones suponiendo que la Tierra y Marte se movían en órbitas circulares alrededor del Sol.
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