Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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Llaman a la puerta. Un solo campanillazo breve. Fumagal cierra el portillo de la estufa, se pone en pie y acude al vestíbulo. Allí descorre la mirilla enrejada de latón. En el descansillo hay un hombre a quien no conoce, con sombrero de hule y carrick encerado que gotea agua de lluvia. Su nariz es fuerte y aguileña, casi rapaz, enmarcada por dos espesas patillas que se unen al bigote. En las manos tiene un bastón de apariencia pesada, con amenazador puño de bronce.

- ¿Gregorio Fumagal?… Soy comisario de policía… ¿Puede abrir la puerta?

Claro que puedo, decide silencioso el taxidermista. Lo opuesto resultaría inútil, a esas alturas. Y grotesco. Sólo está ocurriendo lo que tarde o temprano debía ocurrir. Asombrado de su calma, descorre el cerrojo. Mientras abre la puerta, piensa otra vez en el frasquito de cristal guardado en el cajón de la mesa de despacho. Quizá dentro de poco sea demasiado tarde para recurrir a él; pero una invencible sensación de curiosidad se sobrepone a cualquier otra idea. Singular término, ése. Curiosidad. Aunque puede tratarse sólo de una justificación. Una excusa cobarde para seguir respirando -observando, para ser exacto- un poco más.

- ¿Me permite? -dice el otro.

Después entra en la casa, sin esperar respuesta. Cuando el taxidermista se dispone a cerrar la puerta, el otro hace un movimiento con el bastón, bloqueándola, para que la deje abierta. Antes de seguirlo al interior, Fumagal observa que escalera abajo, en el descansillo inmediato, aguardan otros dos hombres vestidos con sombreros redondos y capotes oscuros.

- ¿Qué quiere de mí?

El policía, que no se ha quitado el sombrero ni abierto el gabán inglés, está de pie en el centro del gabinete, junto a la mesa de mármol, balanceando el bastón mientras dirige una mirada en torno. Más que inspeccionar un lugar desconocido, se diría que comprueba si todo sigue como estaba. Por un momento se pregunta Fumagal cuándo habrá estado antes allí ese individuo. Y cómo se las arregló para no dejar huellas de su visita.

- Postrado entre los reba ñ os muertos, est á sentado inm ó vil. Est á claro que algo siniestro maquina…

Fumagal parpadea, perplejo. El policía ha dicho esas palabras cuando todavía miraba alrededor, antes de volverse hacia él. En tono dramático, como si recitara. Y sin duda es una cita, pero el taxidermista no alcanza a saber de qué se trata.

- ¿Perdón?

Lo mira el otro con intensa fijeza. Hay algo inquietante en los ojos, más allá de su actitud policial. Un brillo acerado, de odio a un tiempo inmenso y contenido.

- ¿No sabe de qué estoy hablando?… Vaya por Dios.

Da unos pasos por el gabinete, pasando el pesado pomo de bronce sobre el mármol de la mesa de disecar. Un ruido chirriante, prolongado, prometedor.

- Probaremos suerte otra vez -dice tras un corto silencio.

Se ha parado delante del taxidermista, mirándolo de ese modo. Más personal que oficial.

- Un hombre que tras maquinar la destrucci ó n para todo un ej é rcito, sali ó amparado en las tinieblas de la noche a sembrar la muerte con su espada…

Lo dice con el mismo tono recitativo, y en los ojos la misma hostilidad.

- ¿Eso le suena más?

Fumagal sigue estupefacto. No es esto lo que lleva esperando desde hace días.

- No sé de qué me habla.

- Ya veo. Dígame una cosa… ¿Leyó Ayante alguna vez?

Le sostiene la mirada Fumagal, aún confuso. Intentando situarse.

- ¿Ayante?

- Sí. Ya sabe. Sófocles.

- No, que yo recuerde.

Ahora es el policía quien parpadea. Un instante nada más. Durante ese cortísimo espacio de tiempo, el taxidermista concibe la esperanza de que todo se trate de un equívoco. De que el objeto de aquello no sea él, sino otro. Un error policial, judicial. Una queja de vecinos. Lo que sea. Pero lo que escucha a continuación destruye esa esperanza.

- Voy a contarle algo, camarada -el policía se ha inclinado sobre la estufa, abre el portillo, echa un vistazo y vuelve a cerrarlo-. El jueves pasado, a las seis de la mañana, cumpliéndose la sentencia de un consejo de guerra sumarísimo, le dieron garrote al Mulato en los fosos del castillo de San Sebastián… Usted no ha leído nada en los periódicos, claro. El asunto era delicado y se llevó a puerta cerrada, como suele hacerse en estos casos.

Mientras habla se dirige a la puerta de la terraza, que abre para mirar la escalera. Luego la cierra cuidadosamente, da unos pasos por el gabinete y se detiene frente al mono disecado expuesto en una de las vitrinas.

- Yo estaba allí, madrugando -prosigue-. Éramos tres o cuatro. El Mulato se dejó encorbatar con bastante calma, dicho sea de paso. Los contrabandistas suelen ser gente cruda. Él lo era, desde luego. Pero todo tiene sus límites.

Mientras habla el policía, sin apresurarse, Fumagal da un paso para rodear la mesa y acercarse al cajón donde está la solución de opio. Casual o deliberadamente, el otro se interpone entre él y la mesa.

- Tuvimos algunas conversaciones de interés, el Mulato y yo -sigue contando-. Podría decirse que, al final, llegamos a un punto de acuerdo razonable…

El policía se interrumpe un momento y tuerce la boca en un amago de sonrisa lobuna, destello de oro incluido. Luego añade:

- Siempre se llega, se lo aseguro. Al punto. Siempre.

La última palabra ha sonado siniestra como una promesa. Tras otra pausa, que emplea en contemplar los otros animales disecados, el policía sigue hablando. El Mulato, cuenta, habló de Fumagal. Y mucho: palomas, mensajes, viajes por la bahía, franceses y todo lo demás. Después de eso, él mismo estuvo en la casa para echar un vistazo. Curioseó entre los papeles, y también vio el plano de la ciudad, con todos aquellos trazos y marcas. Interesantísimo, por cierto.

- ¿Lo tiene todavía?

Fumagal no responde. El otro dirige una mirada de resignación a la estufa caliente.

- Lástima. Me confié, con eso. Un error. Pero había otros aspectos… Tenía que asegurarme, compréndalo. Darle a usted otra… Bueno. Ya sabe, camarada. Una nueva oportunidad.

Se calla, pensativo. Al cabo levanta el bastón y acerca el pomo de bronce al pecho de Fumagal, sin llegar a tocarlo.

- ¿De verdad no ha leído nada de Sófocles?

Otra vez. Dale con Sófocles, piensa el taxidermista. Se diría una broma absurda, cuyo alcance no llega a imaginar. Pese a su precaria situación, empieza a sentirse irritado.

- ¿Por qué me pregunta eso?

Ríe entre dientes el policía, balanceando el bastón. Sombrío. No hay humor, comprueba Fumagal, en esa risa siniestra, de pésimo augurio. Furtivamente dirige un último vistazo al cajón cerrado de la mesa de despacho. Ahora, y para siempre, tan lejos.

- Porque un amigo mío va a burlarse a gusto, cuando se lo cuente.

- ¿Estoy detenido?

El otro lo estudia un momento, inmóvil. Con cara de sorpresa.

- Sí, claro. Por supuesto que lo está… ¿Qué otra cosa pensaba?

Entonces, inesperadamente, levanta el bastón y golpea muy fuerte sobre el mármol de la mesa, tres veces. Al ruido acuden los dos hombres que estaban en la escalera. De reojo, Fumagal los ve detenerse en la puerta del gabinete, esperando. Ahora el policía se ha acercado mucho a él, hasta el punto de que puede sentir su aliento espeso, de tabaco y mala digestión. Los ojos acerados y malignos se clavan en los suyos, reapareciendo, sin disimulos, el destello de odio que advirtió antes. Asustado -por primera vez-, el taxidermista retrocede un paso. Se trata de miedo físico, sin rodeos. Tal cual. Teme que el otro vaya a golpearlo con el pesado pomo del bastón.

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