Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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Mientras sigue adelante, sacando y metiendo las botas en el agua fangosa, a su espalda oye chapotear y refunfuñar a Maurizio Bertoldi:
- ¿Sabe lo que pienso, mi capitán?
- No. Y tampoco quiero saberlo.
Más chapoteo. La voz del teniente suena de nuevo al poco rato, cual si hubiera considerado a fondo las palabras de su superior.
- Bueno… Lo diré de todas formas, si no le importa.
Otra ráfaga violenta de lluvia. Simón Desfosseux se sujeta el sombrero y agacha la cabeza, malhumorado.
- Me importa. Cierre el pico.
- Esta guerra es una mierda, mi capitán.
El hombre desnudo, acurrucado en un ángulo del muro, alza una mano para protegerse el rostro cuando Rogelio Tizón se inclina sobre él, echándole un vistazo. En los labios rotos y agrietados, en las marcas producidas por los golpes y en las ojeras profundas, resultado del sufrimiento y la falta de sueño, el individuo que tiene delante se parece muy poco al que detuvo hace cinco días en la casa de la calle de las Escuelas. Con ojo perito, hecho a ello, el comisario evalúa los daños y calcula las posibilidades de la situación. Que son razonablemente elásticas. Hace un rato hizo venir a un médico de relativa confianza: un matasanos borrachín que suele revisar, cuando se tercia, el estado de salud de las mujerzuelas de Santa María y la Merced. El sujeto aún aguanta conversación, fue el diagnóstico facultativo. Bien de pulso y respiración regular, dentro de lo que cabe. En dosis moderadas y con tiento, se le puede seguir dando hilo a la cometa. Creo. Después de aquello, con media onza más de peso en un bolsillo de su raída chupa, el médico -Casimiro Escudillo, más conocido en los antros gaditanos como doctor Sacatrapos- se fue directo al despacho de vino más próximo, a convertir de sólido en líquido la reciente y rápida ganancia. Y aquí sigue Tizón, mientras tanto, asistido por el habitual Cadalso y otro agente ocupados en darle hilo a la cometa. En conversación con Gregorio Fumagal, o con lo que de él va quedando.
- Empezaremos otra vez, camarada -dice Tizón-. Si no te importa.
Gime el taxidermista cuando lo levantan y, haciéndole arrastrar los pies por el suelo, lo llevan de nuevo a la mesa, donde lo tumban boca arriba, el borde a la altura de los riñones. Su piel poco velluda y sucia reluce de sudor frío a la luz del velón de sebo que ilumina a medias el sótano sin ventanas. Mientras el agente lo sujeta por las piernas, sentándose sobre ellas, Rogelio Tizón acerca una silla y se acomoda al revés, con los brazos apoyados en el respaldo, cerca de la cabeza del otro; que cuelga, con medio torso, en el vacío desde el borde de la mesa. La boca del prisionero se abre en un esfuerzo por aspirar aire mientras la sangre afluye y le congestiona el rostro. En estos cinco días ha contado cosas que bastan para darle garrote diez veces por espía, pero ninguna de las que realmente interesan al comisario. Este se acerca más y recita en voz queda, casi confidencial:
- María Luisa Rodríguez, dieciséis años, Puerta de Tierra… Bernarda Garre, catorce años, venta del Cojo… Jacinta Herrero, diecisiete años, calle de Amoladores…
Así hasta completar seis nombres, seis edades que no alcanzan los diecinueve, seis lugares de Cádiz. Con largas pausas entre cada uno, dándole a Fumagal una oportunidad de llenar los huecos. Tizón acaba la relación y se queda inmóvil, todavía con la boca próxima a la oreja derecha del taxidermista.
- Y las putas bombas -añade al fin.
Desde su posición invertida, crispados los rasgos por el dolor, el otro lo mira con ojos turbios.
- Bombas -susurra, débil.
- Eso es. Las marcadas en tu plano, ¿recuerdas?… Puntos de caída. Lugares especiales. Cádiz.
- Ya lo he dicho todo… sobre las bombas…
- De verdad que no. Te lo aseguro. Haz memoria, anda. Estoy cansado, y tú también… Todo esto es perder el tiempo.
Se sobresalta el otro como si aguardase un golpe. Uno más.
- He contado lo que sé -gime-. El Mulato…
- El Mulato está muerto y enterrado. Le dieron garrote, ¿recuerdas?
- Yo… Las bombas…
- Exacto. Bombas que estallan y mujeres muertas. Cuéntamelo.
- No sé nada… de mujeres.
- Mala cosa -Tizón tuerce la boca, sonriendo sin una pizca de humor en el semblante-. Conmigo es mejor saber que no saber.
Mueve a un lado y a otro la cabeza el taxidermista, con desmayo. Al cabo de un momento se estremece y emite un quejido largo y ronco. Con curiosidad técnica, el comisario observa el reguero de saliva que sale por la comisura de la boca, cruza la cara y de allí gotea al suelo.
- ¿Dónde escondes el látigo?
Mueve los labios Fumagal, en vano. Cual si no lograra coordinar las palabras.
- ¿El… látigo? -articula al fin.
- Ese mismo. Trenzado de alambre. Tu herramienta para desollar.
Agita el otro débilmente la cabeza, negando. Tizón levanta, breve, los ojos hacia Cadalso, que se ha acercado a la mesa empuñando un vergajo. Entonces el ayudante golpea una sola vez, rápido y seco, entre los muslos de Fumagal. El quejido de éste se torna alarido de angustia.
- No vale la pena -apunta Tizón con feroz suavidad-. Te aseguro que no.
Espera un instante, atento al rostro del prisionero. Después mira de nuevo a Cadalso y otro vergajazo restalla, haciendo que el alarido de Fumagal se vuelva más agudo: un chillido de horror y desesperación que el comisario analiza con oído profesional, acechando en él la nota, el punto exacto que busca. Y que, concluye irritado, no encuentra.
- María Luisa Rodríguez, dieciséis años, Puerta de Tierra… -empieza de nuevo, paciente.
Más gemidos. Más vergajazos y gritos. Más pausas cuidadosamente calculadas. Por aquí deberían darse una vuelta esos caballeretes liberales de las Cortes, se dice Tizón en una de ellas. Jugando a mundos ideales con su soberanía nacional, su hábeas corpus y demás sandeces de petimetres.
- No quiero saber por qué las mataste -dice al cabo de un rato-. No por ahora, al menos… Sólo que me confirmes los lugares de cada una… Y también el antes y el después de las bombas… ¿Me sigues?
Los ojos del taxidermista, desorbitados por el dolor, lo miran un instante. Tizón cree advertir en ellos un destello de comprensión. O de quiebra.
- Cuéntamelo y descansarás, por fin. Descansarán estos amigos y descansaremos todos.
- Las bombas… -murmura Fumagal, ronco.
- Eso es, camarada. Las bombas.
Mueve los labios el otro, sin emitir sonidos. Tizón se acerca un poco más, atento.
- Venga. Dímelo de una vez… Seis bombas y seis mujeres muertas. Acabemos con esto.
De tan cerca, el prisionero huele agrio, a sudor y a descomposición corporal. A carne tumefacta. Húmeda. Como huelen todos al cabo de unos días de tratamiento. De darle hilo a la cometa, como dice el doctor Sacatrapos.
- No sé… nada… de mujeres.
El susurro brota como un soplo de último aliento. Le sigue una arcada de vómito. El comisario, que había acercado una oreja a la boca del taxidermista para averiguar lo que decía, se aparta con disgusto.
- Lástima que no lo sepas.
Brutal, desprovisto de imaginación y sin otra iniciativa que la de su jefe y superior, el ayudante aguarda vergajo en mano, esperando instrucciones para golpear de nuevo. Tizón lo disuade con una mirada.
- Relájate, Cadalso. Esto va para largo.
Un rayo de sol rompe el velo de nubes bajas que todavía se mantiene espeso más allá de las alturas de Chiclana, al otro lado del caño Saporito, el de Sancti Petri y el laberinto de esteros y salinas. Cuando Felipe Mojarra sale de su casa, la luz del amanecer penetra la bruma y empieza a reflejarse en las láminas de agua inmóvil y gris, crecida por las recientes lluvias y la marea alta. Dejando atrás el breve emparrado de ramas nudosas y desnudas por el invierno, el salinero camina despacio, mirando los montones enmarañados de barro, broza y cañas que arrastró el temporal, acumulados junto al talud del dique cercano y al pie de los muros del chozo, donde quedó arrasado el pequeño huerto familiar.
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