Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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Hace un frío húmedo y perro que araña los huesos. Cubierto con calañés sobre el pañuelo que le envuelve la cabeza, manta puesta a manera de capote de monte y atadas las alpargatas por las cintas y colgadas del cuello, Mojarra inclina la cabeza y, golpeando el eslabón y la piedra junto a la yesca, enciende, masculino y serio, un cigarro de picadura. Después se descuelga del hombro el largo fusil francés y fuma apoyado en él mientras espera a su hija. Demasiadas mujeres en casa, piensa. Aunque, si hubiera tenido un hijo varón -a veces mira con envidia al hormiguilla de su compadre Curro Panizo-, lo mismo a estas alturas se lo habrían matado ya en la guerra, como a tantos. Nunca se sabe dónde puede saltar la suerte o la desgracia, y más con los gabachos cerca. El caso, resumiendo, es que a Mojarra le desagradan las despedidas familiares; y esta mañana ha querido ahorrarse el llanto y los abrazos de su hija Mari Paz con la madre, abuela y hermanillas. La muchacha regresa a Cádiz después de pasar la Nochebuena en la Isla. Gracias habría que dar por que la dueña de la casa donde sirve diera permiso, dijo el salinero, irritado, dejando brusco sobre la mesa el mendrugo de pan desmigado en vino del desayuno para irse afuera antes de tiempo. Y tampoco es que la chica regrese al fin del mundo. Con guerra o sin ella, ni en la Isla ni en España están los tiempos para blanduras de familia, ni despedidas de mujeres. Las lágrimas se guardan para los entierros, y la vida hay que buscarla allí donde lo dejan a uno. En una casa buena de Cádiz, o en el infierno. Donde sea. Donde se pueda.
- Cuando quiera, padre.
Mira el salinero a su hija, que viene por la senda: hatillo anudado en una mano, saya y mantilla de paño pardo, cubierta la cabeza y mostrando los ojos oscuros, grandes y dulces. Fina como lo era su madre a esa edad, antes de que la molieran las fatigas de los partos y los trabajos. A pique de los diecisiete, que hace pronto. Edad ya de pensar en casarla como Dios manda si aparece un hombre a propósito, serio y decente, capaz de hacerse cargo de ella. Lo antes posible, si no fuera por la necesidad y las circunstancias. Que Mari Paz sirva con las señoras Palma permite sostener la casa familiar, allí donde no alcanza lo poco que Mojarra percibe por seguir alistado en la compañía de escopeteros locales: algo de carne para el puchero y algunas monedas sueltas, cuando hay paga. Porque del premio por la cañonera del molino de Santa Cruz sigue sin haber noticias. Las reclamaciones suyas y de Curro Panizo no han servido de nada hasta la fecha, y el cuñado Cárdenas murió hace dos semanas en el hospital, tirado como un perro, o casi, con los vecinos de cama robándole el tabaco, y sin ver un cuarto. Al menos ése, piensa el salinero a modo de consuelo, no tenía familia de la que ocuparse. Ni huérfanos ni viuda. A veces concluye que un hombre cabal no debería dejar nada detrás. Libre de esa inquietud, lo haría todo con más decisión. Con menos tiento y menos miedo.
- Ten cuidado cuando paréis en el ventorrillo del Chato -el salinero habla con adusta gravedad, entre chupada y chupada a su cigarro-. No hables con nadie, y la mantilla por encima y bien puesta. ¿Me oyes?
- Sí, padre.
- Al llegar te vas derecha a casa de tus señoras, antes de que se haga de noche. Y sin pararte en ningún sitio… Que no me gustan esas historias que corren.
- Descuide usted.
Echa Mojarra humo de tabaco, exagerando lo severo del semblante.
- Eso quisiera yo. Descuidarme… El carretero es de confianza, pero él tiene que ocuparse también de lo suyo. Las bestias y demás.
Protesta la muchacha, medio burlona.
- Viene también Perico el tonelero, padre. Acuérdese… Ni soy tonta ni voy sola.
Qué mayor se ha hecho, piensa Mojarra. Todo este tiempo allá, en Cádiz. Ya casi me discute.
- Aun así -gruñe.
Caminan padre e hija internándose en la población de la Isla, hacia la plaza de la Villa, por calles orilladas de viviendas cuyas rejas se meten en las estrechas aceras. Hay mujeres arrodilladas con bayetas y cubos en los portales, o salpicando con agua de fregaza el suelo de tierra frente a sus casas.
- Tú haz lo que digo. Y no te fíes de nadie.
En la calle principal, entre el convento del Carmen y la iglesia parroquial, tenderos y taberneros empiezan a abrir sus puertas, formándose ya las primeras colas en los despachos de pan, vino y aceite. Frente a la Imprenta Real de Marina, un ciego de voz estridente pregona que hay disponibles ejemplares de la Gazeta de la Regencia. Carreteros y arrieros van y vienen descargando mercancías, y entre los sobrios tonos de las ropas civiles destaca el animado color de los uniformes: milicianos locales de sombrero redondo y chaquetilla corta, de guardia junto al Ayuntamiento, militares regulares de pantalones ceñidos, casacas de alamares y vueltas de diversos colores, sombreros de picos, cascos de cuero o morriones con escarapelas rojas. Desde que asomaron los franceses, la Isla parece más que nunca un cuartel. Al paso, sin detenerse, Mojarra saluda a algún vecino o conocido. Junto a la casa de los Zimbrelo hay una buñolera con su puesto humeando aceite.
- ¿Desayunaste algo?
- No. Con el llanto de mis hermanillas se me pasó el rato.
Tras una breve indecisión, el salinero se cambia de hombro el fusil, mete mano en la menguada faltriquera, saca un cuarto de cobre, compra dos buñuelos de a ochavo envueltos en papel grasiento y se los da a su hija. Uno para ahora y otro para el camino, dice cuando ella protesta. Después le manda que se ponga más cerrada la mantilla y la coge del brazo, apartándola del puesto tras dirigir una mirada sombría a dos cadetes de ingenieros que, pavoneándose con sus casacas color de pasa y cascos con cimera de piel de oso, esperan turno para los buñuelos mientras observan con descaro a la muchacha.
- Dice mi señorita que debería aprender a leer y a escribir, y las cuentas… Que tengo despejo suficiente.
- Eso cuesta dinero, hija.
- Lo pagaría ella, si quiero y aprovecho. Hay una señora viuda en la calle del Sacramento, encima de la botica, persona decente, que enseña las letras y las cuatro reglas por cinco duros al mes.
- ¿Cinco duros? -Mojarra tuerce el gesto, escandalizado-. Eso es un costal de cuartos.
- Ya digo que ella se ofrece a pagarlo. Me dejaría ir por las tardes, una hora cada día, si usted lo permite.
Y el primo Toño también dice que debo aprovechar la oportunidad.
- Dile a tu señorita que se meta en sus asuntos.
Y a ese primo, que se ande con mucho ojo… Que un navajazo en la ingle, bien dado de abajo arriba, lo mismo despacha a un pobre que a un señorito con reloj de oro en el chaleco…
- Por Dios, padre. Ya sabe usted que don Toño es un caballero formal, aunque siempre esté de broma. Y bien simpático.
Mira el salinero, hosco, el suelo delante de sus pies descalzos.
- Yo sé lo que me digo.
Dejando atrás la plaza consistorial, padre e hija han llegado a la alameda que baja desde el convento de San Francisco. Allí, en el abrevadero de un chamizo de herrero que hay entre el Observatorio de Marina y el matadero municipal, suelen parar los carruajes que van a Cádiz. En tartana o calesa, el viaje no pasa de tres horas; pero eso cuesta más dinero. Mari Paz tardará de seis a ocho, a paso lento de carreta, con paradas previstas en el retén de Torregorda, el ventorrillo del Chato y el retén de la Cortadura. Dos leguas y media de camino por el arrecife, entre el mar y el saco de la bahía, con algunos trechos a tiro de cañón del enemigo. La simple idea de que los franceses puedan disparar sobre su hija inspira a Felipe Mojarra ansias homicidas. Ganas de deslizarse ahora mismo por los caños y tajarle la garganta al primer gabacho que se tope.
- Una muchacha honrada no necesita leer, ni saber de cuentas para vivir -comenta tras unos pasos, luego de meditarlo despacio-. A ti te basta con coser, planchar y guisar un puchero.
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