Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- Hay otras cosas, padre. La educación…
- Con lo que te enseñó tu madre, lo que aprendes en esa casa y las maneras que ves a los señores, tienes educación de sobra para cuando te cases y vivas en la tuya.
Ríe Mari Paz, argentina. Suave. Esa risa le devuelve un aire de frescura infantil. El de la niña pequeña que Felipe Mojarra casi ha olvidado.
- ¿Casarme yo? Venga, padre. Ni se le ocurra -ahora adopta un tono entre ingenuo, ofendido y vanidoso-. A ver quién me va a querer a mí… Además, no siempre hay por qué. Fíjese en la señorita, que a pesar de todo sigue soltera. Y eso ella, que es tan elegante y seria. Tan… No sé… Tan señora.
El tono y la risa de la muchacha remueven por dentro al salinero, aunque a su pesar. No deberíamos dejar nada atrás, se repite en los adentros, súbitamente preso de una vaga angustia. Después mira a su hija, dudando entre darle una reprimenda o darle un beso, y al final no se decide ni por lo uno ni por lo otro. Se limita a tirar al suelo la punta del cigarro y a cambiarse otra vez de hombro el fusil.
- Acaba de comerte el buñuelo, anda.
Apoyado en el antepecho de la muralla sur de la ciudad, junto al edificio de la Cárcel Real, Rogelio Tizón mira el mar. A su izquierda, más allá de la Puerta de Tierra, se extiende la prolongada línea baja, hoy amarillenta y brumosa, del arrecife que lleva a tierra firme, Chiclana y la Isla. Por la derecha el cielo está despejado y el aire más limpio, aunque una franja oscura parece ensombrecer de nuevo, aproximándose despacio, la raya del horizonte. En esa dirección, la perspectiva blanca de la ciudad se escalona con la obra inconclusa de la catedral nueva, las torres vigía sobre los edificios, el convento de Capuchinos, las casas bajas y achatadas del barrio de la Viña, y la punta ocre, lejana, del castillo de San Sebastián, con su faro adentrándose en la boca de la bahía.
- ¿Una corvinita guapa, señor comisario?
Cerca de Tizón, repartidos por la muralla sobre el mar que bate abajo, hay una docena de los habituales sujetos que se buscan la vida con caña, cebo y sedal, sacando lo que luego venderán de puerta en puerta por las fondas y posadas. Uno de ellos, fulano agitanado del Boquete -es confidente habitual suyo, y también uno de los caribes que arrastraron al general Solano por las calles en la revuelta del año ocho-, ha venido a ofrecerle, solícito, una de las tres piezas de buen tamaño que colean dando boqueadas en el cubo.
- Tengo mucho gusto en obsequiársela, don Rogelio. A su casa se la llevo luego, si quiere.
- Quítate de mi vista, Caramillo. Aire.
Se aleja el otro, sumiso, cojeando levemente. No parece guardarle rencor a Tizón, al menos en apariencia, por la paliza con la que éste, hace siete u ocho años, le dejó una pierna media pulgada más corta que la otra. En cualquier caso, el comisario no está de humor para pescado, ni para carne, ni para tratar con gentuza. No esta mañana, desde luego, tras la charla que mantuvo hace poco más de una hora en Capitanía con el gobernador Villavicencio y el intendente general García Pico. El día había empezado bien, sin embargo. Después de hojear El Censor General y El Conciso -uno servil y otro liberal, para ver cómo respiran hoy tirios y troyanos- bebiendo un pocillo en el café del Correo, y de afeitarse con un barbero de la calle Comedias sin pagar un cobre, como de costumbre, el comisario hizo un recorrido fructífero por los pastos habituales. Visitando, con su mejor sonrisa de escualo madrugador, un par de sitios donde la conciencia poco tranquila y la necesidad de estar a buenas con la autoridad competente aflojaron las bolsas sin mucha resistencia. La bonita cifra de 30 pesos de sobresueldo extra no resulta mal botín para una sola mañana: 100 reales de un quincallero de la calle de la Pelota por alojar y emplear -para todo, aseguran maliciosos los vecinos- a una sirvienta viuda y emigrada sin papeles en regla, y otros 500 de un platero de la calle de la Novena, receptador contumaz de objetos robados, al que Tizón dio a elegir, sin rodeos, entre esa cantidad puesta directamente en su bolsillo y la ingrata alternativa de 9.000 reales de multa o seis años de presidio en Ceuta.
Pero todo se nubló después. Bastaron veinte minutos en el despacho del gobernador militar y político de Cádiz para que a Rogelio Tizón se le cortara la leche. Acudió a media mañana con García Pico, a informar al gobernador de un asunto que, por razones de elemental prudencia, ni el intendente ni el comisario se atreven a poner por escrito. No está el ambiente para riesgos, ni resbalones.
- Todavía no podemos dar nada por seguro -explicaba Tizón, incómodo, sentado ante la mesa imponente del gobernador-. Lo del espionaje está fuera de duda, por supuesto… Pero necesito más tiempo para lo otro.
Juntaba las yemas de los dedos de ambas manos el teniente general don Juan María de Villavicencio, en ademán casi piadoso. Escuchando. Sus lentes de oro colgaban del ojal de la casaca, y mantenía inclinada sobre el corbatín negro la augusta cabeza de pelo cano. Al fin despegó los labios.
- Si es un espía probado -dijo con sequedad-, debería remitirse a la autoridad militar.
Respetuosa y prudentemente, Tizón respondió que no se trataba sólo de eso. Espías o sospechosos de serlo había muchos en Cádiz. Uno más o menos cambiaba poco las cosas. Sin embargo, se daban indicios serios relacionando al detenido con la muerte de las muchachas. Cosa, ya, de otro calibre.
- ¿Eso es seguro?
El titubeo del comisario apenas fue perceptible.
- Muy probable, al menos -respondió, impávido.
- ¿Y a qué espera para obtener una confesión en regla?
- En eso estamos -el policía se permitió una sonrisa lobuna, de contenida suficiencia-. Pero las nuevas modas políticas nos imponen ciertas limitaciones…
Cuando se volvió a medias hacia García Pico, esperando algún apoyo por su parte, la sonrisa tizonesca se diluyó en el vacío. Serio, deliberadamente al margen, el intendente mantenía la boca cerrada, sin comprometerse. No allí, desde luego. Con el gobernador. Lo que sí traslucía su expresión eran serias dudas de que Rogelio Tizón se sintiera limitado por modas políticas, ni por ninguna otra maldita cosa.
- ¿Qué posibilidades hay de que ese detenido sea el asesino? -preguntó Villavicencio.
- Razonables -respondió Tizón-. Pero quedan puntos oscuros.
Mirada recelosa del gobernador. De perro viejo. Perro de aguas, se dijo Tizón, regocijado de su propio chiste malo.
- ¿Ha admitido algo?
Otra vez la sonrisa de lobo. Ambigua, ahora. Adobando el farol.
- Algo, sí… Pero no mucho.
- ¿Suficiente para remitirlo a un juez?
Una pausa cauta. Sintiendo en él la mirada inquieta de García Pico, Rogelio Tizón hizo otro ademán vago y dijo no todavía, mi general. Quizá en un par de días. O poco más. Después se recostó en la silla, de la que hasta ese momento sólo había estado sentado en el borde.
Empezaba a tener calor, y celebró haberse quitado el redingote antes de entrar.
- Espero, por su bien, que sepa lo que hace.
Silencio. La frialdad del gobernador contrastaba con la temperatura extrema del despacho. Se diría que toda una vida en el mar había enfriado los huesos de Villavicencio. El fuego excesivo que ardía en la chimenea, bajo un cuadro enorme con una batalla naval de resultado indeciso, despedía un calor infernal; pero él permanecía seco y exageradamente cómodo con la gruesa casaca de anchos galones en las bocamangas, por las que asomaban sus manos pálidas y finas. Manos de relojero, pensó Tizón. En la izquierda, por coquetería o desafío de casta y clase, continuaba luciendo la esmeralda regalada por Napoleón en Brest. Tras una breve duda, el policía descartó la idea de sacar un pañuelo y secarse el sudor de la frente. Aquellos dos podrían malinterpretar la cosa.
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