Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Abate a babor -ordena a los timoneles.

El largo bauprés de la balandra se abre lentamente de tierra y del viento mientras la gente, encaramada encima, suelta los tomadores que aferraban el foque y la trinqueta. Un momento después sube la primera vela triangular sobre la punta del bauprés, en banda las escotas hasta que desde cubierta las cobran y amarran. Como un caballo purasangre retenido por la rienda, la Culebra arriba un poco, muy despacio, mientras tensa su jarcia piafando impaciente, lista para salir de ceñida.

- ¡Amolla escota de mayor!… ¡Larga!

Sueltan los marineros las candalizas de la vela, y ésta se despliega entre crujidos de madera y cáñamo, gualdrapeando en el nornoroeste fresquito. Dirige Lobo otra ojeada rápida a las piedras de la isla, que ahora están un poco más cerca. Luego echa un vistazo a la aguja del compás y traza con la mirada el rumbo a seguir para mantener lejos, con ese viento y dejándolos por estribor, los peligrosos bajos de los Cabezos, que están cuatro millas al oeste-noroeste, frente a la torre de la Peña. La vela mayor empieza a ser cazada y su enorme lona toma viento. El ancla ya está siendo trincada en la amura, y la embarcación se inclina con garbo sobre su banda de babor, deslizándose limpiamente por el agua del fondeadero.

- ¡Larga trinqueta!… ¡Caza!

Otro disparo perdido francés -o tal vez un tiro a propósito, al ver la balandra hacerse a la vela- levanta un pique de agua y espuma por estribor, lejos, mientras los barcos fondeados siguen cañoneando al enemigo en tierra. Con toda la lona necesaria desplegada en torno a su único palo, la Culebra navega ahora libremente, de bolina, macheteando poderosa la marejadilla de una mar casi llana gracias al sotavento de la tierra próxima. Abiertas las piernas para compensar la escora, las manos a la espalda, Lobo dirige una última mirada a Tarifa, cuya muralla norte sigue envuelta en humo y fogonazos. No lamenta alejarse de allí. En absoluto.

- A Cádiz -comenta Maraña.

Ha terminado sus tareas en cubierta, de momento, y regresa junto al capitán, el aire hastiado e indiferente, las manos en los bolsillos. Pero a Lobo no le pasa inadvertido el tono de satisfacción de su segundo: coincide con las sonrisas que advierte en algunos tripulantes, incluido el contramaestre Brasero. Quizá puedan quedarse un día o dos en el puerto, y bajar a tierra. Estaría bien, después de tres semanas de mar, con la gente gruñendo en voz baja y sin pisar nada que no se mueva. O tal vez las gestiones de los armadores hayan tenido éxito, y la Culebra pueda recuperar su patente de corso, libre al fin de dar tumbos de un lado a otro como mensajera de la Real Armada.

- Sí -comenta Lobo, que piensa en Lolita Palma-. A Cádiz.

El nombre del lugar -calle del Silencio- parece un sarcasmo- Se diría que es la ciudad misma, agazapada en las calles y recodos de su compleja estructura urbana, la que se burla de Rogelio Tizón. Es lo que piensa el comisario mientras, a la luz de un farol, agacha la cabeza sosteniéndose el sombrero cuando pasa por el hueco abierto en el muro del castillo de Guardiamarinas: un viejo edificio de piedra, oscuro y ruinoso, deshabitado hace quince años. Tizón sabe que no se trata de un lugar cualquiera; por aquí pasaba el antiguo meridiano de Cádiz. En otro tiempo, la torre cuadrada que todavía se alza en la parte sur albergó las instalaciones del Observatorio de Marina, y en el cuerpo norte estuvo la academia de alumnos de la Real Armada hasta que observatorio y guardiamarinas fueron trasladados a la isla de León. Convertido luego en cuartel, y tras un intento fallido de instalar allí la nueva cárcel, el castillo fue adquirido por un particular, y abandonado. Su ruina es tal que ni siquiera los emigrados que buscan alojamiento en la ciudad pueden instalarse en él, a causa de los desprendimientos de piedras, los techos derribados y el mal estado de sus vigas carcomidas.

- La encontraron unos críos de la calle del Mesón Nuevo -informa el ayudante Cadalso-. Dos hermanos.

Hasta ahora mismo, Tizón ha deseado que se trate de un error. De una coincidencia casual que no altere el inestable equilibrio de las cosas. Pero a medida que penetra en el antiguo patio de armas y avanza mientras Cadalso le alumbra el camino, solícito, entre los escombros y la basura que cubren el suelo, su esperanza se desvanece. Al fondo del patio, bajo el torreón próximo al rastrillo de la entrada principal, tapiada con piedras y tablones, la llama de un reverbero puesto en el suelo crea en torno un semicírculo de luz. Y dentro de ese semicírculo yace, boca abajo, el cuerpo de una mujer joven con la espalda descubierta y destrozada a latigazos.

- Me cago en Dios y en la puta que lo parió.

La brutal blasfemia sobresalta a Cadalso. Que no es, ni de lejos, un hombre piadoso. Al ayudante no debe de gustarle lo que ve en la cara del comisario. Gracias a la linterna sorda que el esbirro sostiene en alto, Tizón observa que se le demuda el rostro cuando se vuelve a mirarlo.

- ¿Quién sabe esto?

- Los niños… Y sus padres, claro.

- ¿Quién más?

Señala el ayudante dos bultos oscuros, envueltos en capas, que aguardan en pie cerca del cadáver, en el límite de la otra luz.

- El cabo y un rondín. Los críos los avisaron a ellos.

- Déjales claro que, si alguien cuenta esto, le arranco los ojos y se los meto por el culo… ¿Está claro?

- Clarísimo, señor comisario.

Una pausa breve. Amenazadora. Un leve balanceo del bastón.

- Eso te incluye a ti, Cadalso.

- Descuide.

- No. Yo no me descuido, ni tú tampoco. Por la cuenta que te trae.

Tizón hace un esfuerzo por contenerse, mantener la calma y no ceder a las ráfagas de pánico que lo estremecen por dentro. Se encuentra a cinco pasos del cadáver. El cabo y el rondín se adelantan a saludar. Lo han revisado todo, cuenta el cabo, apoyado en su chuzo. No hay nadie escondido en el edificio, que ellos sepan. Y ningún vecino, excepto los niños, ha visto nada sospechoso. La muchacha es muy joven, cosa de quince años. Creen haberla identificado como una criadita de la posada cercana que llaman de la Academia, pero con esa poca luz y el destrozo no están seguros. Calculan que pudieron matarla poco después del anochecer, pues los críos estuvieron jugando en el patio por la tarde, y no había nada.

- ¿A qué volvieron aquí, tan de noche?

- Viven cerca; a cincuenta pasos. Después de cenar se les escapó el perro de casa, y lo andaban buscando. Como acostumbran a jugar por aquí, pensaron que podía haberse metido dentro… Al toparse con el cuerpo, avisaron a su padre, y él a nosotros.

- ¿Sabéis quién es el padre?

- Un zapatero de viejo. Se le tiene por hombre honrado.

Tizón los despacha con un movimiento de cabeza. Id a la puerta, añade. Que no pase nadie: ni vecinos, ni curiosos, ni el rey Fernando que asomara. ¿Está claro? Pues venga. Luego respira hondo, reflexiona un momento, mete dos dedos en el bolsillo del chaleco y le entrega media onza de oro a Cadalso, encargándole que vaya a casa del zapatero y se la entregue tras leerle la cartilla. Por la colaboración y las molestias.

- Dile que, si tiene la boca cerrada y no entorpece la investigación, habrá otra media en un par de días.

Rondines y ayudante desaparecen en la oscuridad. Cuando se queda solo, el comisario rodea el cuerpo de la muchacha, manteniéndose fuera del sector de luz del farol puesto en el suelo. Observando, antes de acercarse, cada posibilidad y cada indicio mientras lo incomodan dos sentimientos paralelos: la frustración y el despecho por la delicada situación en que este nuevo cadáver -decir inesperado sería excesivo, admite con retorcida honradez- lo pone frente a sus superiores; y la cólera íntima, feroz, desaforada, que lo estremece con la evidencia del equívoco y del fracaso. La certeza de su derrota frente al aspecto maligno, cruel hasta la obscenidad, de esta ciudad a la que empieza a odiar con toda su alma.

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