Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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A Tizón le cuesta un momento establecer de qué partida habla su interlocutor, hasta que se da cuenta de que éste señala el tablero.

- No, gracias. Ya me ha descuartizado bastante por hoy.

- Como quiera.

Mira el policía la línea recta de humo que asciende de su cigarro. Al cabo agita levemente los dedos, y ésta se convierte en suaves espirales. Rectas, curvas y parábolas, piensa. Tirabuzones de aire, de humo y de plomo, con Cádiz como tablero.

- Lugares especiales donde ocurren cosas, o no ocurren -dice en voz alta.

- Eso es -Barrull, que está guardando las piezas de ajedrez, se detiene brevemente a mirarlo-. Y que actúan sobre el entorno.

Un silencio. Sonido del boj y el ébano al reunirse dentro de la caja. Rumor de conversaciones en torno, con el entrechocar de las bolas de marfil que llega desde la sala de billar.

- De todas formas, comisario, no le aconsejo tomarlo al pie de la letra… Una cosa son las teorías y otra la realidad exacta de las cosas. Como le digo, hasta los hombres de ciencia dudan de sus propias conclusiones.

Vuelve Tizón a estirar las piernas bajo la mesa. Echándose de nuevo hacia atrás, apoya el respaldo de la silla en la pared.

- Aunque fuera así -reflexiona en voz alta-, es sólo la mitad del problema. Quedaría por establecer cómo un asesino puede conocer esos puntos o vórtices de la atmósfera terrestre, adivinar sus condiciones y actuar con arreglo a ellas, anticipándose al resultado de lo que allí pueda ocurrir… Rellenando ese hueco con su propia materia.

- ¿Me está preguntando si un asesinato o la caída de una bomba pueden considerarse fenómenos físicos de compensación, tan naturales como la lluvia, o un tornado?

- O la puerca condición humana.

- Por Dios.

- Usted mismo dice a veces que la Naturaleza tiene aversión al vacío.

El profesor, que ha terminado de guardar las piezas y cierra la tapa de la caja, observa a Tizón casi con sorpresa. Después hace ademán de abanicarse con un sombrero.

- Buf. No es bueno que ignorantes como nosotros se metan en estos jardines, amigo mío… Nos internamos demasiado en lo imaginario, me temo, volviendo a lo novelesco. Esto ya roza el disparate.

- Hay una base real.

- Tampoco eso está claro. Que la base sea real. La imaginación, espoleada por la necesidad, la angustia o lo que sea, puede gastarnos bromas pesadas. Usted sabe de eso.

Tizón da un golpe sobre la mesa. No muy fuerte, pero basta para que tiemblen tazas, vasos y cucharillas. Desde la mesa más cercana, los académicos levantan la vista de sus periódicos para dirigirle ojeadas de reprobación.

- Yo he estado en esos vórtices, profesor. Los he sentido. Hay puntos donde… No sé… Lugares concretos de la ciudad donde todo cambia de forma casi imperceptible: la calidad del aire, el sonido, el olor…

- ¿También la temperatura?

- No sabría decirle.

- Habría que organizar entonces una expedición científica en regla, provistos de lo necesario. Barómetros, termómetros… Ya sabe. Como para medir el grado del meridiano.

Lo ha dicho sonriendo, en broma. O eso parece. Tizón lo estudia muy serio, sin decir nada. Interrogativo.

Los dos hombres se sostienen un momento la mirada y al cabo el profesor se ajusta mejor los lentes y ensancha la sonrisa cómplice.

- Absurdos cazadores de vórtices… ¿Por qué no?

Declina la luz en la casa de la calle del Baluarte. Es la hora en que la bahía se cubre de una claridad dorada y melancólica, color caramelo, mientras los gorriones van a dormir bajo las torres vigía de la ciudad y las gaviotas se alejan volando hacia las playas de Chiclana. Cuando Lolita Palma sale del despacho, sube la escalera y camina por la galería acristalada del primer piso, esa última luz se desvanece ya en el rectángulo de cielo, sobre el patio, dejando abajo las primeras sombras junto al brocal de mármol del aljibe, entre los arcos y los macetones con helechos y flores. Lolita ha trabajado toda la tarde con el encargado Molina y un escribiente, intentando salvar lo posible de un negocio torcido: 1.100 fanegas llegadas de Baltimore como harina pura de trigo, cuando en realidad venía mezclada con harina de maíz. Pasó la mañana comprobando las muestras -sometida al ácido nítrico y al carbonato de potasa, la presencia de copos amarillos delató la mezcla adulterada- y el resto del día escribiendo cartas a los corresponsales, a los bancos y al agente norteamericano relacionados con el asunto. Muy desagradable, todo. Con pérdida económica, por una parte, y con la consiguiente merma del crédito de Palma e Hijos de cara a los destinatarios de la harina; que ahora deberán esperar la llegada de un nuevo cargamento, o conformarse con lo que hay.

Al pasar ante la puerta de la sala de estar, advierte la brasa de un cigarro y una sombra sentada en el diván turco, recortada en la última claridad que entra por los dos balcones que dan a la calle.

- ¿Todavía estás aquí?

- Tenía ganas de fumarme tranquilo un puro. Ya sabes que tu madre no soporta el humo.

El primo Toño está inmóvil. La escasa luz poniente apenas permite adivinar su frac oscuro. Sólo la mancha clara del chaleco y la corbata destacan en la penumbra, bajo la punta rojiza del cigarro. Cerca, el carbón incandescente de un pequeño brasero que huele a alhucema calienta la estancia y dibuja, puestos sobre una silla, los contornos de un gabán, un sombrero de copa alta y un bastón.

- Podías haber dicho que te encendieran la chimenea.

- No vale la pena. Me voy enseguida… Mari Paz trajo el brasero.

- ¿Te quedas a cenar?

- No, de verdad. Gracias. Ya te digo que termino este puro y me voy.

Se mueve ligeramente al hablar. Los cristales de sus gafas reflejan el resplandor del brasero, y hay otro reflejo en el cristal de la copa que sostiene en una mano. El primo Toño ha pasado media tarde en la alcoba de la madre de Lolita, como cada vez que doña Manuela Ugarte no está de humor para levantarse de la cama. En tales casos, después de pasar un rato de tertulia con la prima, acompaña a su tía dándole conversación, jugando con ella a las cartas o leyéndole algo.

- He visto muy bien a tu madre. Hasta estuvo a pique de reírse con un par de chistes… También le he leído veinticinco páginas de Juanita, o la naturaleza generosa. Un novelón, prima. Casi lloro.

Lolita Palma se ha recogido la falda para sentarse en el diván, a su lado. El primo se aparta un poco, dejándole espacio. Hasta ella llega su olor a tabaco y coñac.

- Siento haberme perdido eso. Mi madre riendo y tú llorando… Como para sacaros en el Diario Mercantil.

- Oye, en serio. Lo juro por la bota de Pedro Ximénez de la taberna que hay frente a mi casa. Que no vuelva a verla si miento.

- ¿A mi madre?

- La bota.

Lolita se echa a reír. Después le golpea suavemente un brazo, casi a tientas.

- Eres un tonto borrachín.

- Y tú una bruja guapa… Desde pequeña lo eras.

- ¿Guapa?… No digas tonterías.

- No. Bruja, digo… Bruja piruja.

Ríe el primo Toño, agitando la punta roja del cigarro. Los Palma son su única familia. La visita diaria es costumbre que conserva de cuando venía cada tarde acompañando a su madre. Fallecida aquélla hace tiempo, el hijo sigue acudiendo solo. Entra y sale como en su propia casa: tres plantas en la calle de la Verónica, donde vive asistido por un criado. Por lo demás, sus rentas de La Habana llegan con regularidad. Eso le permite mantener su indolente rutina: en cama hasta las doce, barbero a las doce y media, almuerzo en el comedor de arriba del café de Apolo, periódicos y siesta en un sillón de la planta baja, visita a la casa de los Palma a media tarde, cena ligera y tertulia nocturna en el café de las Cadenas, rematada con un poquito de baraja y tapete de vez en cuando. Las trece horas diarias que duerme a pierna suelta diluyen, con poco rastro visible, las dos botellas de manzanilla y licores varios que trasiega a diario: no tiene una cana en el pelo, que ya escasea; la curva que oprimen los botones de sus chalecos de doble ojal es evidente, pero no exagerada, y su inalterable buen humor mantiene a raya los estragos de un hígado que, sospecha Lolita, tiene ya el tamaño y textura de dos libras de paté francés al oporto. Pero al primo Toño eso lo trae sin cuidado. Como dice cuando ella le tira cariñosamente de las orejas, más vale acabar de pie, con una copa en la mano, riéndote rodeado de amigos, que envejecer aburrido, mustio y de rodillas. Y ahora ponme otra copita, niña. Si no es molestia.

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