Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- ¿En qué pensabas, primo?

Un silencio repentinamente serio. La brasa del cigarro se reaviva dos veces, en la penumbra.

- Recordaba cosas.

- ¿Por ejemplo…?

De nuevo tarda el otro en responder.

- Nosotros, aquí -dice al fin-. De pequeños. Correteando entre estos muebles. Tú jugando arriba, en la terraza… Subiendo a la torre con un catalejo que nunca me dejabas, aunque yo era mucho mayor. O quizá por eso. Con tus trenzas y tus maneras de ratita sabia.

Asiente despacio Lolita Palma, consciente de que su primo no puede verla. Aquellos niños están demasiado lejos, piensa. Ella, él, los otros. Quedaron atrás vagando por paraísos imposibles, prohibidos a la lucidez y el paso de los años. Como esa niña que, desde la torre vigía de la casa, veía pasar barcos de velas blancas.

- ¿Me acompañas pasado mañana al teatro? -dice, deliberadamente frívola-. Con Curra Vilches y su marido. Representan Lo cierto por lo dudoso; y de sainete, uno del soldado Poenco.

- Lo he leído en El Conciso. Aquí estaré a buscarte, de punta en blanco.

- Desalíñate un poco menos, si puedes.

- ¿Te avergüenzas de mí?

- No. Pero si te haces cepillar y planchar la ropa, estarás mucho más presentable.

- Hieres mi vanidad, prima… ¿Acaso no te gustan mis bonitos chalecos a la última, hechos en la tienda del Bordador de Madrid?

- Me gustan más sin ceniza de cigarro por encima.

- Ole. Arpía.

- Grandullón patoso.

La sala de estar se encuentra casi a oscuras, excepto la punta del cigarro y el resplandor del brasero. Los rectángulos de cristal de los dos balcones destacan en la negrura con una leve fosforescencia violeta. Lolita oye cómo el primo se sirve más coñac de un frasco que debe de tener cerca, al alcance de la mano. Durante un momento ambos permanecen callados, aguardando el establecimiento definitivo de las tinieblas. Al fin ella se levanta del diván, busca a tientas una cajita de mixtos Lucifer y el quinqué de petróleo que está sobre la cómoda, levanta el tubo de vidrio y enciende la mecha. Eso ilumina los cuadros en las paredes, los muebles de caoba oscura, las urnas con flores artificiales.

- No pongas mucha luz -dice el primo Toño-. Se está bien así.

Lolita baja la mecha hasta que la llama queda reducida al mínimo y sólo un débil resplandor rojizo perfila los contornos de muebles y objetos. El primo sigue fumando inmóvil en el diván, con la copa en la mano y las facciones en la sombra.

- Pensaba hace un rato -dice él- en aquellas tardes de visita con mi madre, la tuya y todas nuestras viejas tías primeras y segundas, primas lejanas y demás familia, vestidas de negro, tomando chocolate aquí mismo, o abajo en el patio… ¿Te acuerdas?

Asiente de nuevo Lolita, que vuelve al diván.

- Claro. Se ha despoblado mucho el paisaje, desde entonces.

- ¿Y nuestros veranos en Chiclana?… Subiendo a los árboles a coger fruta y jugando en el jardín a la luz de la luna. Con Cari, y Francisco de Paula… Yo envidiaba los juguetes maravillosos que os regalaba tu padre. Una vez quise robaros un Mambrú, pero me pillaron.

- Recuerdo eso. La azotaina que te dieron.

- Me moría de vergüenza, y tardé mucho en miraros a los ojos -una larga pausa, pensativa-. Allí terminó mi vida criminal.

Se queda callado. Un silencio extraño, repentinamente hosco. Impropio de su talante. Lolita Palma le coge una mano, que el primo abandona inerte, sin responder a su presión afectuosa. La mano está fría, comprueba ella, sorprendida. Al cabo, con un movimiento casual, él la retira.

- Tú nunca fuiste de casitas, ni de muñecas… Preferías los sables de hojalata, los soldados de plomo y los barcos de madera de tu hermano…

Esta vez la pausa es muy larga. Excesiva. Lolita adivina lo que su primo va a decir después; y éste intuye, sin duda, que ella lo adivina.

- Me acuerdo mucho de Paquito -murmura él, por fin.

- Yo también.

- Supongo que su muerte cambió tu vida. A veces me pregunto qué harías ahora si…

La brasa del cigarro se extingue mientras el primo aplasta la colilla en el cenicero, minuciosamente.

- Bueno -concluye, en tono distinto-. La verdad es que no te imagino casada, como Cari.

Sonríe Lolita en la penumbra, para sí misma.

- Ella es otra cosa -apunta con suavidad.

Conviene el primo Toño en ello. La risa es seca, entre dientes. No la suya habitual, desinhibida y franca. Nos vamos quedando solos, comenta. Tú y yo. Igual que Cádiz. Luego se queda un momento callado.

- ¿Cómo se llamaba aquel muchacho?… ¿Manfredi?

- Sí. Miguel Manfredi.

- También eso cambió tu vida.

- Nunca se sabe, primo.

Ahora él ríe fuerte, recobrando el buen humor de siempre.

- El caso es que aquí estamos tú y yo: el última Cardenal y la última de los Palma… Un solterón sin remedio, y una que se queda para vestir santos. Lo mismo que Cádiz, ya te digo.

- ¿Cómo puedes ser tan zafio y tan grosero?

- Con práctica, niña. Con años, bálsamo de viña y mucha práctica.

Lolita sabe bien que lo de solterón no siempre estuvo claro en el primo Toño. Durante mucho tiempo, en su juventud, amó a una gaditana llamada Consuelo Carvajal: mujer hermosa, muy solicitada, altiva hasta el desprecio. Por ese amor bebía el primo los vientos, plegándose a todo capricho. Pero ella no tenía buen fondo; adoraba interpretar el personaje de belle dame sans merci a expensas de Toño Cardenal. Durante mucho tiempo, sin desairar del todo sus esperanzas, se dejó querer. Presumía, como quien presume de un criado diligente, de la devoción de aquel tipo larguirucho y divertido sobre el que reinaba como una emperatriz, sometiéndolo a toda clase de humillaciones sociales a las que él se plegaba con su inalterable buen humor y una lealtad generosa y perruna. Siguió amándola incluso cuando, llegado el momento, ella se casó con otro.

- ¿Por qué no te fuiste a América?… Después de la boda de Consuelo, estuviste a punto.

El primo Toño permanece callado e inmóvil en el escueto resplandor del quinqué. Lolita es la única persona con la que menciona, a veces, el nombre dela mujer que le secó la vida. Siempre sin rencor, ni despecho. Apenas la melancolía de un perdedor resignado a su suerte.

- Me daba pereza -murmura al fin-.Eso es muy propio de mí.

Las últimas palabras las pronuncia en tono diferente, más ligero y despreocupado, y las acompaña con el sonido de otro chorro de coñac en la copa. Además, añade animándose, necesito esta ciudad. Hasta con los franceses enfrente se vive dentro de un embudo de calma. Las calles rectas y limpias tiradas a escuadra, perpendiculares u oblicuas a otras, como si quisieran esconderse en sus ángulos muertos. Y ese recogimiento estrecho, casi triste, que al doblar una esquina desemboca de pronto en la bulla y la vida.

- ¿Sabes -concluye- lo que más me gusta de Cádiz?

- Claro. El licor de los cafés y el vino de las tiendas de montañeses.

- Eso también. Pero lo que me gusta de verdad es el olor a bodega de bergantín que tienen las calles: a salazones, a canela y a café… Olor de nuestra infancia, prima. De nuestras nostalgias… Y sobre todo, me gustan esos chaflanes de calles con un cartel donde hay pintado un barco sobre el mar verde o azul; y encima, el rótulo más bonito del mundo: Almac é n de ultramarinos y coloniales.

- Eres un poeta, primo -ríe Lolita-. Siempre lo dije.

La expedición urbana es un fracaso. Rogelio Tizón e Hipólito Barrull han pasado el día recorriendo Cádiz, en un intento por comprender el trazado de ese otro mapa de la ciudad, escondido e inquietante, que imagina el comisario. Salieron temprano, acompañados por el ayudante Cadalso, que cargaba con el equipo aconsejado por el profesor: un barómetro Spencer de tamaño razonable, un termómetro Megnié, un plano detallado de la ciudad y una pequeña aguja magnética portátil. Empezaron por las cercanías de la Puerta de Tierra, donde hace más de un año apareció asesinada la primera muchacha. Fueron luego en calesa hasta la venta del Cojo y regresaron a la ciudad, plano en mano y atentos a cada indicio, siguiendo rigurosamente el resto del recorrido: calles de Amoladores, del Viento, del Laurel, del Pasquín, del Silencio. Y en cada sitio, el procedimiento fue idéntico: situación en el plano, referencias respecto a los puntos cardinales y a la posición de la batería francesa de la Cabezuela, estudio de los edificios próximos, de los ángulos de incidencia de los vientos y de cualquier otro detalle útil o significativo. Tizón ha traído consigo, incluso, los registros meteorológicos de la Real Armada correspondientes a los días en que fueron asesinadas las muchachas. Y mientras el comisario se paseaba de un lado a otro, concentrado como un sabueso que ventease una caza difícil, con los ojos leales de Cadalso siguiéndolo de lejos y pendiente de sus órdenes, Barrull ha comparado esos datos con la temperatura y la presión atmosférica actuales, considerando posibles variaciones significativas de un lugar a otro. Los resultados son decepcionantes: excepto que en todos los casos soplaba viento moderado de levante y la presión era relativamente baja, no hay patrón común, o es imposible establecerlo; y en los lugares visitados no se advierte anomalía alguna. Sólo en dos sitios la aguja magnética mostró desviaciones notables; pero en un caso, la calle de Amoladores, éstas pueden deberse a la cercanía de un almacén de hierro viejo. Por lo demás, la exploración no aporta nada relevante. Si existen puntos donde las condiciones son distintas, no hay indicios visibles de éstos. Imposible localizarlos.

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