Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Me temo que sus percepciones son demasiado personales, comisario.

- ¿Supone que me lo invento?

- No. Digo que, con los pobres medios de que disponemos, sus sospechas no encuentran confirmación física.

Han despedido a Cadalso, cargado con los instrumentos, y hacen el magro balance de la jornada mientras caminan a lo largo de la tapia de los Descalzos, en busca de la plaza de San Antonio y de una tortilla en el colmado del Veedor. En ese tramo de la calle se cruzan con poca gente: un vendedor callejero de habanos de contrabando -que se aparta, rápido y prudente, al reconocer a Tizón- y un ebanista de caoba que trabaja en la puerta de su taller. La tarde todavía es seca, soleada, y la temperatura agradable. Hipólito Barrull lleva sombrero de dos picos, ladeado y puesto hacia atrás, y una capa negra sobre los hombros, abierta la anticuada casaca y los pulgares en los bolsillos del chaleco. A su lado, con humor de mil diablos, Tizón balancea el bastón mirando el suelo ante sus botas.

- Haría falta -prosigue Barrull- poder comparar las condiciones de cada lugar en el momento exacto de los asesinatos y la caída de las bombas… Ver si hay constantes, más allá del indicio poco revelador del viento de levante y el barómetro bajo, y establecer líneas que uniesen esos lugares según presión, temperatura, dirección e intensidad del viento, horarios y cuantos factores adicionales se nos ocurrieran… El mapa que usted busca es imposible para la ciencia actual. Y mucho menos con nuestros humildes medios.

Rogelio Tizón no se rinde. Aunque abrumado por la evidencia, se aferra a su idea. El percibió esas sensaciones, insiste. Los cambios sutiles en la cualidad del aire, la temperatura. Hasta el olor era distinto. Parecía estar dentro de una estrecha campana de cristal donde se hiciera el vacío.

- Pues hoy no ha sentido nada de eso, comisario. Lo he visto rastrear todo el día en vano, blasfemando por lo bajini.

- Quizá no era el momento -admite Tizón, hosco-. Puede tratarse de algo temporal, sujeto a determinadas circunstancias… Que se dé sólo en momentos propicios a cada crimen y cada caída de una bomba.

- Admito cualquier posibilidad. Pero reconozca que, desde un punto de vista serio, científico, lo pone muy difícil -Barrull se aparta a un lado, cediendo el paso a una mujer que lleva a un niño de la mano-… ¿Leyó el libro que le presté, el de las cartas de Euler?

- Sí. Pero adelanté poco. Aunque no lo lamento. Podría meterme en otro callejón sin salida, como con su traducción de Ayunte.

- Tal vez sea ése el problema… Un exceso de teoría lleva a un exceso de imaginación. Y viceversa. Lo más que podemos establecer es que hay lugares en esta ciudad donde quizá se den condiciones similares de temperatura, viento y demás. O de ausencia de ellas… Y esos lugares pueden ejercer una especie de magnetismo o atracción a distancia de carácter doble: atraen bombas que estallan y la acción de un asesino.

- Pues no es poco -argumenta Tizón.

- Pero no tenemos ni una sola prueba. Tampoco nada que relacione muertos y bombas.

Sacude el policía la cabeza, irreductible.

- No es azar, don Hipólito.

- Ya. Pero demuéstrelo.

Se han parado cerca del convento, en la plazuela que se ensancha desde la calle de la Compañía. Las tiendas y los puestos de flores aún están abiertos. La gente desocupada pasea entre las bocacalles del Vestuario y de la Carne, o se congrega en torno a los cuatro toneles que, a modo de mesas, hay en la esquina de la taberna de Andalucía. Revolcándose por el suelo frente a la cuchillería de Serafín, media docena de pilletes de rodillas sucias, armados con espadas de madera y caña, juegan a españoles y franceses. Sin piedad para los prisioneros.

- No hacen falta libros, ni teorías, ni imaginación -insiste Rogelio Tizón-. Llámelos vórtices, puntos extraños o como quiera. Lo cierto es que están ahí… O estaban. Yo mismo los percibí. De una forma casi ajedrecística, como le digo… Igual que cuando, en momentos determinados, apenas toca usted una pieza, antes de moverla y de saber qué pretende, intuyo la certeza del desastre.

Encoge los hombros Barrull, más prudente que escéptico.

- Hoy falla su percepción, como hemos visto. El sentiment du fer, que dicen los esgrimistas.

- Es cierto. Pero sé que tengo razón.

Tras la breve parada, Barrull echa a andar de nuevo. Después de unos pasos se detiene, en espera de que Tizón se reúna con él. Camina despacio el policía con el ceño fruncido, mirando el suelo como antes. Conoció momentos más optimistas en su vida. Menos atormentados. El profesor aguarda a que llegue a su altura antes de hablar de nuevo.

- De todos modos, puestos a imaginar… ¿Ha pensado que tal vez advierte esas sensaciones porque tiene cierta afinidad sensible con el asesino?

Lo mira Tizón, suspicaz. Tres segundos. No me fastidie, profesor, murmura luego. A estas horas de la tarde. Pero el otro no se da por vencido. Puede que exista una sintonía, insiste. La facilidad de percibir esas variaciones puntuales que el comisario anda buscando. Después de todo, hay personas que, por una sensibilidad especial, tienen sueños premonitorios o visiones parciales del futuro. Por no hablar de los animales, que presienten terremotos o catástrofes antes de que se produzcan. El ser humano posee también esa intuición, supone el profesor. Parcial, quizás. Atrofiada por los siglos. Pero siempre hay individuos excepcionales. El asesino tendría, por tanto, una poderosa capacidad de presentir. Al principio acudiría atraído por las mismas fuerzas o condiciones que hacían caer allí las bombas. Después se le fueron afinando los sentidos con la práctica, hasta ser capaz de antecederlas.

- Una persona excepcional, como dije antes -termina Barrull.

Resopla Tizón, exasperado.

- Un excepcional canalla, querrá decir.

- Puede. Quizá de esos que, parafraseando a D'Alembert, clasificaríamos como entes oscuros y metaf í sicos, diestros en extender las tinieblas sobre una ciencia de por s í clara… Pero déjeme decirle una cosa, comisario: nada impide que también usted pueda serlo, pues comparte ciertas intuiciones con el asesino. Eso lo situaría, paradójicamente, en el mismo plano sensible que ese monstruo… Más cerca de comprender sus impulsos que el resto de sus conciudadanos.

Han doblado una esquina y suben despacio por la cuesta de la Murga, bajo las rejas verdes y las celosías de los balcones. Con un guiño inquisitivo, Barrull se ha vuelto a comprobar el efecto de sus últimas palabras en el comisario.

- Preocupante, ¿no le parece?

Tizón no responde. Está recordando a la joven prostituta de Santa María tendida boca abajo, desnuda. Indefensa. A él mismo de pie junto a ella, deslizando la contera de su bastón por la piel blanca. El foso de horror que por un instante intuyó en sí mismo.

- Quizá eso explique su obsesión, más allá de lo profesional -continúa el profesor-. Usted sabe lo que busca. Su instinto le dice cómo reconocerlo… Quizá la ciencia es un estorbo, en este caso. Tal vez sea sólo cuestión de tiempo y de suerte. ¿Quién sabe?… Igual un día se cruza con el asesino y sabe que es él.

- ¿Reconociéndolo como hermano de sentimientos?

La voz del comisario suena ronca. Peligrosa. Él mismo se da cuenta de ello, y observa que la expresión de su interlocutor se altera un poco.

- Demonios, no quise insinuar eso -se apresura a decir Barrull-. Lamentaría mucho ofenderlo. Pero es verdad que ninguno de nosotros sabe los rincones oscuros que lleva dentro… Ni lo tenues que son ciertas fronteras.

Se queda callado unos cuantos pasos. Después habla de nuevo:

- Digamos que, en mi opinión, esta partida sólo puede jugarla sobre su propio tablero. Ahí, ni la ciencia moderna puede socorrerlo… Quizá usted y ese criminal vean esta ciudad de forma distinta a como la vemos otros.

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