Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- Nuestra jefa -remata el teniente, con su indiferencia habitual.
Lolita Palma ha visto a Lobo, advierte éste. Por un momento ella afloja ligeramente el paso mientras le dirige una sonrisa cortés, acompañada de una levísima inclinación de cabeza. Tiene buen aspecto: vestido de color rojo muy oscuro a la inglesa, con chal turco, negro, sobre los hombros, prendido al pecho por un pequeño broche de esmeraldas. En las manos, guantes de piel y bolso de raso alargado, de los habituales para llevar abanico y anteojos de teatro. No luce otras joyas que unos pendientes de esmeraldas sencillas, y se cubre con un sombrerito de terciopelo sujeto por agujón de plata. Cuando llega a su altura, Lobo se pone de pie y se inclina un poco, a su vez. Sin interrumpir la charla con sus acompañantes ni apartar la vista del corsario, ella se demora algo más, lento el paso mientras apoya, con aire casual, una mano en el brazo del primo Toño; que se detiene, saca un reloj del bolsillo del chaleco y dice algo que los hace a todos estallar en carcajadas.
- Está esperando que la saludes de cerca -apunta Maraña.
- Eso parece… ¿Vienes conmigo?
- No. Sólo soy tu teniente y estoy bien aquí, con la ginebra.
Tras una corta vacilación, Lobo coge el sombrero que estaba en el respaldo de la silla, y con él en la mano se acerca al grupo. Mientras lo hace, advierte de soslayo la mirada displicente de Lorenzo Virués.
- Qué agradable, capitán. Bienvenido a Cádiz.
- Fondeamos esta mañana, señora.
- Lo sé.
- Se salvó Tarifa, al fin. Y nos dejan libres… Tenemos la patente de corso otra vez en regla.
- También lo sé.
Ha extendido una mano que Lobo toma brevemente, inclinado sobre ella. Rozándola apenas. El tono de Lolita Palma es afectuoso, muy sereno y cortés. Tan dueña de sí como de costumbre.
- No sé si todos se conocen… Don José Lobo, capitán de la Culebra. Usted ya ha tratado a algunos de estos amigos: mi primo Toño, Curra Vilches y Carlos Pastor, su marido… Don Jorge Fernández Cuchillero, el capitán Virués…
- Conozco al señor -dice el militar, seco.
Los dos hombres cambian una mirada fugaz, hostil. Pepe Lobo se pregunta si la antipatía de Virués se debe a la vieja cuenta pendiente, engrosada en la Caleta, o si la presencia de Lolita Palma pone esta noche una sota de espadas en el tapete. Vamos a tomar algo en la confitería de Burnel, está diciendo ella con calma impecable. Quizá le apetezca acompañarnos.
Sonríe a medias el marino, reservado. Un punto incómodo.
- Se lo agradezco mucho, pero estoy con mi teniente.
Ella dirige una mirada a la mesa del café. Conoce a Ricardo Maraña de cuando visitó la balandra, y le dedica una sonrisa amable. Lobo está de espaldas al primer oficial y no puede verlo, pero adivina su respuesta: elegante inclinación de cabeza mientras levanta un poco, a modo de saludo, el vaso de ginebra. No me presentes a nadie a quien no conozca, dijo en una ocasión.
- Puede venir él también.
- No es sujeto muy sociable… Otro día, tal vez.
- Como guste.
Mientras se despiden con las cortesías usuales, el diputado Fernández Cuchillero -elegante capa gris con vueltas azafrán, bastón de junco y sombrero de copa alta- comenta que le gustaría tener ocasión de charlar un rato con el señor Lobo, para que éste le cuente lo de Tarifa. Una heroica defensa, tiene entendido. Y un buen chasco francés. Precisamente el lunes tratarán el asunto en la comisión de guerra de las Cortes.
- ¿Me permite invitarlo mañana a comer, capitán, si no tiene otro compromiso?
El corsario mira fugazmente a Lolita Palma. La mirada resbala en el vacío.
- Estoy a su disposición, señor.
- Magnífico. ¿Le parece bien a las doce y media en la posada de las Cuatro Naciones?… Sirven una empanada de ostiones y un menudo con garbanzos que no están mal. También hay vinos canarios y portugueses decentes.
Un cálculo rápido por parte de Pepe Lobo. A él lo trae sin cuidado la comisión de guerra de las Cortes; pero el diputado, además de amigo de la casa Palma, es un buen contacto político. La relación puede ser útil. En tales tiempos y en su incierto oficio, nunca se sabe.
- Allí estaré.
El giro de la charla no parece agradar al capitán Virués, que frunce el ceño al oír aquello.
- Dudo que el señor tenga mucho que contar -opina, ácido-. No creo que llegara a pisar Tarifa en ningún momento… Su misión era más bien lejana: llevar y traer despachos oficiales, tengo entendido.
Un silencio embarazoso. La mirada de Pepe Lobo pasa un instante sobre los ojos de Lolita Palma y se detiene en el militar.
- Es cierto -responde con calma-. En mi barco sólo tuvimos ocasión de ver los toros desde la barrera… Nos pasó en cierto modo como a usted, señor, a quien siempre encuentro en Cádiz aunque su destino esté en primera línea, en la Isla… Imagino lo que un soldado debe de sufrir aquí, tan lejos del fuego y la gloria, arrastrando el sable por los cafés -ahora el corsario mira impasible a Virués-. Usted, claro, estará violento.
Incluso a la luz amarillenta de los faroles, es evidente que el militar ha palidecido. A la mirada peligrosa de Pepe Lobo, hecha a reyertas brutales y situaciones difíciles, no escapa el impulso instintivo del otro, que lleva la mano izquierda cerca de la empuñadura del sable, aunque sin consumar el movimiento. No es lugar ni ocasión, y ambos lo saben. Nunca allí, desde luego, con Lolita Palma y sus amigos de por medio. Y mucho menos un oficial y caballero como el capitán Virués. Amparándose en esa certeza y en la impunidad que le procura, el corsario vuelve la espalda al militar, dedica una tranquila inclinación de cabeza a Lolita Palma y sus acompañantes, y se aparta del grupo -siente que los ojos de la mujer lo siguen de lejos, preocupados-, de vuelta a la mesa donde aguarda sentado Ricardo Maraña.
- ¿Esta noche no cruzas la bahía? -le pregunta al teniente.
Lo mira el otro con vaga curiosidad.
- No lo tenía previsto -responde.
Asiente Pepe Lobo, sombrío.
- Entonces vamos a buscar mujeres.
Maraña sigue mirándolo, inquisitivo. Después se vuelve a medias para echar una ojeada al grupo que se aleja en dirección a la plaza de San Antonio. Se queda así un rato, pensativo y sin abrir la boca. Al cabo, vacía ceremonioso el resto de la caneca en los dos vasos.
- ¿Qué clase de mujeres, capitán?
- De las adecuadas a estas horas.
Una sonrisa distinguida -hastiada y un punto canalla- crispa los labios pálidos del primer oficial de la Culebra.
- ¿Las prefieres con prólogo de vino y baile, como las de la Caleta y el Mentidero, o puercas a palo seco de Santa María y la Merced?…
Encoge los hombros Pepe Lobo. El trago de ginebra que acaba de ingerir, copioso y brusco, quema en su estómago. También le pone un humor de mil diablos. Aunque, concluye, es probable que ese malhumor ya estuviese ahí antes. Desde que vio venir a Lorenzo Virués.
- Me da lo mismo, mientras sean rápidas y no den conversación.
Maraña apura despacio su vaso, valorando con aplicación el asunto. Después saca una moneda de plata y la coloca sobre la mesa.
- A la calle de la Sarna -propone.
Hay quien sí cruza la bahía en este momento. No rumbo a El Puerto de Santa María, sino con la proa del bote apuntada algo más al este, en dirección a la barra de arena que, en la boca del río San Pedro, junto al Trocadero, descubre la marea baja. Silencio absoluto, a excepción del rumor del agua en los costados. La vela latina, henchida por una buena brisa de poniente, es un triángulo negro que se balancea y recorta en la oscuridad contra el cielo cuajado de estrellas, dejando atrás las siluetas de los barcos españoles e ingleses fondeados y la línea opaca y negra de las murallas de Cádiz, donde brillan algunas luces dispersas.
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