Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- Bien. Como quiera… Lo que pretendo decir es que ese hombre sería capaz, a su manera, de calcular con bastante exactitud el marco de probabilidades. Imagine una máquina donde metiera todos esos datos de los que hemos hablado y diese como resultado un lugar exacto y una hora aproximada…
- ¿El asesino sería esa máquina?
- Sí.
Una bocanada de humo vela las facciones del policía. Apoya los codos en la mesa, interesado.
- Probabilidades, dice… ¿Eso es calculable?
- Hasta cierto punto. De joven pasé una temporada en París, como estudiante. Todavía no estaba en el Ejército, pero ya me interesaban la física y la química. El año noventa y cinco asistí a algunas de las clases que Pierre-Simon Laplace dio en el Arsenal de Francia… ¿Oyó hablar de él?
- Me parece que no.
Es igual, explica Desfosseux. El señor Laplace todavía vive, y es uno de los más ilustres matemáticos y astrónomos franceses. En aquel tiempo se ocupaba de la química, incluida la pólvora y la metalurgia para la fabricación de cañones. En una de sus clases sostuvo que puede llegarse a la certeza de que, entre varios acontecimientos posibles, sólo ocurrirá uno; pero en principio nada induce a creer que sea éste en vez de cualquier otro. Sin embargo, comparando la situación con otras similares y anteriores, se advierte que algunos de los casos posibles es muy probable que no sucedan.
- No sé -se detiene un momento el artillero- si es demasiado complejo para usted.
Sonríe el otro, torcido. Media cara a la luz de la vela.
- ¿Para un policía, quiere decir?… No se preocupe, me las arreglo. Decía que la experiencia permite descartar probabilidades menos posibles…
Asiente Desfosseux.
- Eso es. El método consiste en reducir todos los acontecimientos del mismo tipo a un cierto número de casos igualmente posibles; y luego establecer entre ellos el mayor número de casos favorables al acontecimiento cuya probabilidad se busca… La relación entre estos casos favorables y todos los casos posibles nos da la medida de esa probabilidad. ¿Lo comprende?
- Sí… Más o menos.
- Se lo resumo. El asesino tendría esa capacidad matemática, que ejercería de forma instintiva o deliberada. En determinadas condiciones físicas, descartaría las trayectorias y puntos de impacto imposibles de mis bombas, y reduciría la probabilidad hasta la exactitud absoluta.
- Ah, coño. Era eso.
El policía ha hablado en español, y Desfosseux lo mira, desconcertado.
- ¿Perdón?
Un silencio. El otro mira el plano de Cádiz.
- Es una teoría, naturalmente -murmura, como si pensara en cosas lejanas.
- Por supuesto. Pero es la única que, desde mi punto de vista, da una explicación racional a lo que usted ha venido a contarme.
Sigue inclinado el policía sobre el plano. Concentrado. El humo de su cigarro ondula en espirales al rozar la llama de la vela.
- ¿Sería posible, en momentos determinados, que usted disparase sobre sectores concretos de la ciudad?
Ha cambiado el gesto, advierte Desfosseux. Sus ojos parecen más duros ahora. Por un momento, el artillero tiene la impresión de verle relucir un colmillo. Como el de un lobo.
- No estoy seguro de que usted comprenda el alcance de lo que me está sugiriendo.
- Se equivoca -responde el otro-. Lo comprendo muy bien. ¿Qué me dice?
- Podría intentarlo, claro. Pero ya le he dicho que la precisión…
Otra chupada al cigarro, con la correspondiente bocanada de humo. El policía parece animarse por momentos.
- Su problema son las bombas-comenta con desparpajo-. El mío, encontrar a un asesino. Yo le doy datos para que atine en lugares concretos. Sectores que le sea fácil tener a tiro -señala el plano-… ¿Cuáles son los más accesibles?
Desfosseux está estupefacto.
- Bueno. Esto es irregular. Yo…
- Qué diablos va a ser irregular. Es su oficio.
El artillero pasa por alto el tono casi insolente del comentario. A fin de cuentas, sin saberlo, el policía ha dado en el blanco. Ahora es Desfosseux quien se inclina sobre el plano, acercando la vela para iluminarlo mejor. Rectas y curvas, peso y espoletas. Alcances. En su mente empieza a trazar parábolas perfectas y puntos de impacto precisos. Algo parecido a recaer en una fiebre crónica y dejarse llevar por ella.
- En las condiciones adecuadas, y con el alcance de que dispongo actualmente, las zonas más accesibles son ésas -su dedo índice sigue el contorno oriental de la ciudad-… Prácticamente toda esta franja, doscientas toesas al oeste de la muralla.
- ¿Desde la punta de San Felipe a la Puerta de Tierra?
- Más o menos.
El español parece satisfecho. Asiente sin levantar los ojos. Después señala un punto marcado con lápiz.
- Este lugar queda dentro de esa zona. La calle de San Miguel con la cuesta de la Murga. ¿Podría intentarlo aquí, en días y horas determinados?
- Podría. Pero ya le digo que la precisión…
Desfosseux hace rápidos cálculos mentales. Relaciones de peso y fuerza de la pólvora adecuada, con carga exacta. Podría ser, concluye. Si las condiciones fueran buenas, y sin viento fuerte en contra o de través que desviara los proyectiles o acortase su alcance.
- ¿Tienen que estallar?
- Conviene.
El capitán ya está pensando en espoletas, con los nuevos mixtos que ha diseñado y que garantizan su combustión. A esa distancia son fiables. O casi. Lo cierto es que puede hacerse, decide. O se puede intentar.
- No le garantizo precisión, de todas formas… Le diré, en confianza, que llevo meses intentando acertarle al edificio de la Aduana, donde se reúne la Regencia. Y nada.
- Es la zona lo que me interesa. Los alrededores de este punto.
Ahora el artillero no mira el plano, sino al policía.
- Por un momento he pensado si no estará usted loco de remate. Pero me informé bien cuando llegó su carta… Sé quién es y lo que hace.
No dice nada el otro. Se limita a mirarlo callado, con el cigarro humeándole entre los dientes.
- De cualquier modo -añade Desfosseux-, ¿por qué debería ayudarlo?
- Porque a nadie, español o francés, le gusta que maten a muchachas.
No es mala respuesta, concede el capitán en sus adentros. Hasta el teniente Bertoldi estaría de acuerdo con eso. Sin embargo, se niega a seguir moviéndose en ese terreno. El colmillo de lobo que entrevió hace unos instantes disipa cualquier engaño. No es un sujeto humanitario el que tiene delante. Sólo es un policía.
- Esto es una guerra, señor -responde, tomando distancias-. La gente muere a diario, por centenares o miles. Incluso mi obligación como artillero del ejército imperial es matar a cuantos habitantes de esa ciudad me sea posible… Incluido usted, o muchachas como ésas.
Sonríe el otro. De acuerdo, dice su mueca. Reservemos la música para los violines.
- Déjese de historias -dice, brusco-. Usted sabe que debe ayudarme. Lo veo en su cara.
Ahora es el artillero quien se echa a reír.
- Rectifico. Está loco de veras.
- No. Me limito a librar mi propia guerra.
Lo ha dicho encogiéndose de hombros con una simpleza hosca e inesperada. Eso deja pensativo a Desfosseux. Lo que acaba de escuchar puede entenderlo muy bien. Cada cual, concluye, tiene sus propias trayectorias de artillería por resolver.
- ¿Qué hay de mi hombre?
El policía lo mira confuso.
- ¿Quién?
- El que tiene detenido.
Se relaja el rostro del español. Ha comprendido. Pero no parece sorprenderse por el giro de la conversación. Se diría que lo tenía previsto.
- ¿Le interesa de verdad?
- Sí. Quiero que viva.
- Vivirá, entonces -una sonrisa críptica-. Se lo prometo.
- Quiero que nos lo devuelva.
Inclina el otro la cabeza, con aire de estudiar el asunto.
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