Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Eso puedo intentarlo, nada más -dice al fin-. Pero también se lo prometo. Intentarlo.

- Deme su palabra.

El policía lo mira con cínica sorpresa.

- Mi palabra no vale un carajo, señor capitán. Pero se lo enviaré aquí, si está en mi mano.

- ¿Qué se propone, entonces?

- Tender una trampa -otra vez reluce el colmillo de lobo-. Con cebo, si es posible.

Un rayo de sol reverbera en el agua e ilumina la ciudad blanca en su cinturón de murallas pardas; como si de pronto esa luz, retenida hasta ahora por las nubes bajas, se derramara en caudal desde lo alto. Deslumbrado por el resplandor súbito, Pepe Lobo entorna los ojos y se inclina más el sombrero hacia adelante, calándoselo bien para que no lo lleve el viento. Está apoyado bajo los obenques de estribor y tiene una carta en las manos.

- ¿Qué piensas hacer? -pregunta Ricardo Maraña.

Hablan aparte y en voz baja. De ahí el tuteo en cubierta. El primer oficial de la Culebra está de codos sobre la regala, junto a su capitán. La balandra se encuentra fondeada a poca distancia del espigón del muelle, aproada a un viento fuerte del sursudeste que orienta su botalón hacia Puntales y el saco de la bahía.

- Todavía no lo he decidido.

Maraña inclina ligeramente la cabeza a un lado, el aire escéptico. Resulta evidente que desaprueba todo aquello.

- Es una idiotez -dice-. Nos vamos pasado mañana.

Pepe Lobo vuelve a mirar la carta: cuatro dobleces, sello de lacre, letra elegante y clara. Tres líneas y una firma: Lorenzo Virués de Tresaco. La trajeron hace poco más de media hora dos oficiales del Ejército que llegaron en un bote alquilado del muelle, ceremoniosos en sus casacas pese a las salpicaduras del agua, con guantes blancos y los sables entre las piernas, sentados muy tiesos mientras el botero remaba contra el viento y pedía permiso para engancharse a los cadenotes. Los militares -un teniente de ingenieros y un capitán del regimiento de Irlanda- no quisieron subir a bordo, sino que desde el mismo bote despacharon el negocio y se marcharon sin esperar respuesta.

- ¿Cuándo tienes que contestar? -se interesa Maraña.

- Antes del mediodía. La cita es para esta noche.

Le pasa la carta al primer oficial. Éste la lee en silencio y se la devuelve.

- ¿Tan grave fue el asunto?… De lejos no lo parecía.

- Lo llamé cobarde -Lobo hace un ademán fatalista-. Delante de toda aquella gente.

Maraña sonríe apenas. Lo mínimo. Como si en vez de saliva tuviera en la boca escarcha helada.

- Bueno -dice-. Es problema suyo. No tienes necesidad.

Los dos marinos se quedan inmóviles y callados bajo los obenques, donde aúlla el viento, contemplando el muelle y la ciudad. Alrededor de la balandra pasan, rizadas, velas de todas clases: cuadras, latinas, al tercio. Los botes y las pequeñas embarcaciones van y vienen sobre los borreguillos del agua, entre los barcos mercantes grandes, mientras las fragatas y corbetas inglesas y españolas, fondeadas más lejos para resguardarse de la artillería francesa, se balancean sobre sus anclas, agrupadas en torno a dos navíos británicos de setenta y cuatro cañones, con las velas aferradas y las gavias bajas.

- Es mal momento -dice Maraña de pronto-. Salimos de campaña, después de tanto tiempo perdido… Toda esta gente depende de ti.

Se ha vuelto a medias para señalar la cubierta. El contramaestre Brasero y el resto de los hombres embetunan la jarcia firme y las juntas de la tablazón, que luego lavan y pulen con cepillos y piedra arenisca. Pepe Lobo observa sus rostros tostados, sudorosos, idénticos a los que pueden verse tras los barrotes de la Cárcel Real -en realidad, de allí vienen algunos-. Torsos tatuados y trazas inequívocas de chusma de mar. En las últimas cuarenta y ocho horas, la dotación se ha visto reducida en dos hombres: uno apuñalado ayer, durante una reyerta en la calle Sopranis, y otro ingresado en el hospital, con morbo gálico.

- Me vas a conmover, piloto. Con lo de nuestra gente… Me vas a partir el corazón.

Ríe ahora con más franqueza Maraña, entre dientes, y al cabo se interrumpe, estremecido por la tos desgarrada y húmeda. Inclinándose sobre la borda, escupe al mar.

- Si saliera mal -dice Lobo-, tú harías bien mi trabajo a bordo…

El teniente, que recobra el aliento, ha sacado el pañuelo de una manga y se lo pasa por los labios.

- No fastidies -murmura con voz todavía opaca-. Me gustan las cosas como están.

Un trueno por la parte de babor, a dos millas. Casi al mismo tiempo, una bala de cañón, disparada hace diez segundos en la Cabezuela, rasga el viento sobre el palo de la Culebra, en dirección a la ciudad. Todos en cubierta levantan la cabeza y siguen con la vista la trayectoria del proyectil, que cae más allá de la muralla, sin ruido ni efectos aparentes. Visiblemente decepcionada, la tripulación vuelve a sus tareas.

- Creo que voy a ir -decide Lobo-. Tú vienes de padrino.

Asiente Maraña, como si eso fuera de oficio.

- Hará falta otro más -sugiere.

- Tonterías. Contigo tengo de sobra.

Otro trueno en la Cabezuela. Otro desgarro del aire que hace a todos alzar las cabezas. Tampoco esta vez se aprecian daños en la ciudad.

- El sitio que propone no es malo -comenta Maraña, ecuánime-. En el arrecife de Santa Catalina, a esa hora, hay bajamar escorada… Eso os deja tiempo y espacio para despachar el negocio.

- Con la ventaja de que, al ser extramuros, no nos afectan demasiado las ordenanzas de la ciudad… Queda margen legal donde acogerse.

Ladea la cabeza Maraña, vagamente admirado.

- Vaya. Lo estudió bien, ese soldadito aragonés. Se nota que te tiene ganas -mira a Lobo con mucha calma-… Desde lo de Gibraltar, supongo.

- Soy yo quien le tiene ganas a él.

Lobo, que sigue mirando en dirección al mar y la ciudad, advierte de soslayo que su primer oficial lo observa con mucha atención. Cuando se vuelve hacia él, aparta la mirada.

- Yo usaría pistola -sugiere Maraña-. Es más rápido y limpio.

De nuevo lo interrumpe un acceso de tos. Esta vez el pañuelo se tiñe de salpicaduras rojizas. Lo dobla con cuidado y vuelve a metérselo en la manga, el aire indiferente.

- Oye, capitán. Tú tienes un par de cosas que hacer a bordo, todavía. Responsabilidades y demás. Sin embargo…

Se detiene un instante, ocupado en sus pensamientos. Como si hubiera olvidado lo que iba a decir.

- Yo tengo la baraja muy sobada. Nada que perder.

Luego se estira sobre la regala, flaco y pálido, cual si buscara provisión del aire limpio que le escasea en los pulmones deshechos. El elegante frac ajustado y negro, de buen paño y largos faldones, acentúa su aspecto distinguido, equívoco, de muchacho de buena familia caído allí por simple azar. Observándolo, Lobo piensa que el Marquesito cumplió veintiún años hace dos meses, y que no alcanzará veintidós. Hace todo lo posible por evitarlo.

- Con la pistola soy bueno, capitán. Mejor que tú.

- Vete al diablo, piloto.

La orden, o la sugerencia, resbala en la impasibilidad de Maraña.

- A estas alturas igual me da jugar con cincos que con ases -comenta con su habitual frialdad-… Es mejor que acabar escupiendo sangre en una taberna.

Alza una mano Pepe Lobo. No le agrada el giro de la conversación.

- Olvídalo. Ese individuo es asunto mío.

- Me gustan ciertas cosas, ya sabes -una sonrisa indefinible, un punto cruel, tuerce la boca del teniente-. Andar por el filo.

- No a mi costa. Si tienes tanta prisa, tírate al agua con una bala de cañón en cada bolsillo.

Se queda callado el otro, como si considerase en serio las ventajas e inconvenientes de la propuesta.

- Es la señora, ¿verdad? -dice al fin-. Ése es el asunto.

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