Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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El cebo se detiene junto a un portal, recortada su figura en el contraluz del farol lejano. Desde su escondite, el comisario aprecia nítidamente la mancha clara del mantón blanco que sirve, al mismo tiempo, de señuelo para el asesino y de referencia visual para él y sus agentes. Por supuesto -con Tizón de por medio, esto no extrañaría a nadie-, la muchacha ignora el peligro que corre y su papel real en la aventura. Es una jovencísima prostituta de la Merced; la misma que hace tiempo el comisario vio desnuda boca abajo, tumbada en un catre inmundo mientras él recorría su espalda con la contera del bastón y se asomaba a sus propios abismos. Simona, se llama. Ahora tiene dieciséis años y su aspecto con buena luz es menos inocente y fresco que entonces -todo ese tiempo ejerciendo en Cádiz deja su huella-; pero conserva, al golpe de vista, el aire frágil de su pelo casi rubio y la tez clara, joven. A Tizón no le ha costado mucho convencerla: quince duros a su chulo -un tal Carreño, rufián conocido-, con el pretexto de atraer a hombres casados de la vecindad para luego chantajearlos a gusto.
O algo de eso. Si el mentado Carreño llegó a tragarse el embuste, carece de importancia; embolsó los duros y la benevolencia futura del comisario sin preguntar, siquiera, si aquello tendría que ver con las historias de mujeres asesinadas que a veces corren por la ciudad. Eso no es asunto suyo, y menos si está de por medio Rogelio Tizón. Además, como dijo al dar su acuerdo, las putas están para eso, caballero. Para ser putas y servir a los señores comisarios rumbosos. En cuanto a Simona, encajó la situación con el fatalismo de quien acepta sumisa cuanto su hombre -el de turno, el que sea- dispone. A fin de cuentas, lo mismo para vecinos casados que para solteros y militares con o sin graduación, a ella lo mismo le da pasear de noche por una calle que por otra. Se va a rascar las mismas pulgas.
La mancha clara del mantón ha vuelto a moverse calle abajo. Rogelio Tizón la sigue con la vista hasta la esquina de la calle del Vestuario, donde la ve detenerse, silueta inmóvil contra la luz lejana del farol. Hace un rato se cruzó con ella un hombre cuya presencia alertó al comisario; pero resultó un transeúnte más, al que la muchacha, convenientemente prevenida, no prestó atención. Sus instrucciones son precisas: no abordar a nadie, manteniéndose a la expectativa. Tres son los hombres que hasta ahora pasaron cerca, y sólo uno se detuvo a dirigirle algunas obscenidades antes de seguir su camino.
Pasa el tiempo, y Tizón está cansado. Con gusto se sentaría en un peldaño, al amparo del portal, apoyando la cabeza en la pared para echar una cabezada. Pero sabe que es imposible. Mientras piensa en ello, alberga la esperanza de que también Cadalso y el otro agente resistan la tentación de cerrar los párpados. Las imágenes de la calle, las sombras y la mancha clara del mantón paseando de arriba abajo, se entrecruzan en su cabeza, próxima a la duermevela, con recuerdos de las muchachas muertas. Con escenas de la ciudad en el tablero cuyos escaques parecen todos negros esta noche. Esforzándose por mantener los ojos abiertos, Tizón echa hacia atrás el sombrero y desabotona el redingote, para espabilarse con el fresco nocturno. Maldito sea todo. Mataría por fumarse un cigarro.
Cierra un momento los ojos, y al abrirlos ve que la muchacha está cerca. Ha venido a situarse a su lado de modo natural, como parte de las idas y venidas. Se detiene a un paso del portal, vuelta hacia la calle, el mantón sobre los hombros y la cabeza descubierta, sin hacer nada que delate la presencia del policía; con disimulo y discreción, comprueba éste mirando el contorno de sus hombros entre la suave claridad que la luna mantiene en la parte alta de las casas y el resplandor del farol que arde calle abajo.
- No tengo suerte esta noche -dice la muchacha en voz queda, manteniéndose de espaldas.
- Lo estás haciendo muy bien -susurra él, en el mismo tono.
- Creí que ese último iba a pararse, pero no lo hizo. Se conformó con mirarme y pasar de largo.
- ¿Pudiste verle la cara?
- Muy poco. El farol estaba demasiado lejos… Me pareció fuerte, con cara de buey.
La descripción retiene un instante el interés del comisario. Una de las cuestiones que se planteó en los últimos tiempos es de qué modo el rostro de un individuo puede relacionarse con su carácter e intenciones. Entre los muchos caminos que estuvo tanteando a ciegas, figuran las ideas contenidas en un libro que Hipólito Barrull le dio a leer hace unos meses: la Fisiognom í a de Giovanni della Porta. Un tratado escrito hace doscientos años, pero interesante para un policía: hasta qué punto es posible adivinar las cualidades y defectos de un individuo a partir de sus rasgos físicos. Se trata de una especie de arte conjetural -llamarlo ciencia sería excesivo, matizó el profesor al prestarle el libro- mediante el que los seres humanos peligrosos, inclinados al crimen o al delito, tendrían tendencia a mostrar tales predisposiciones a través del rostro y el cuerpo. En su momento, Tizón devoró aquellas páginas; y luego anduvo por Cádiz en guardia continua, desconfiado y penetrante, intentando situar el rostro del asesino entre los miles con que se cruzaba a diario. Buscando cabezas picudas como signo de maldad, frentes estrechas delatando a estúpidos e ignorantes, cejas ralas y unidas proclives al vicio, dientes caballunos propensos al mal, orejas malvadas de macho cabrío, narices corvas de impudicia y crueldad -lo de la cara de buey o vaca tenía que ver, recuerda Tizón, con pereza y cobardía-. El experimento acabó una mañana de sol; cuando, al detenerse ante el escaparate de una tienda de abanicos a encender un cigarro, el comisario vio reflejado su rostro en el cristal y cayó en la cuenta de que, según las teorías fisiognómicas, su nariz aguileña denotaría, sin discusión, magnanimidad y nobleza. Aquella misma tarde devolvió el libro a Barrull y no volvió a pensar en el asunto.
- Si quiere, señor comisario, lo entretengo un poco.
Simona ha hablado en un susurro. Sigue dándole la espalda, vuelta hacia la calle cual si estuviera sola.
- Una paja se la hago rápido -añade.
A Tizón no le cabe duda de la eficaz presteza de la joven, pero no tarda más de tres segundos en descartar la idea. No está, decide, el aceite para buñuelos.
- Quizás en otra ocasión -susurra.
- Como prefiera.
Indiferente, Simona camina de nuevo hacia la calle de San Miguel, adentrándose en la penumbra hasta que sólo se distingue la mancha clara del mantón que se aleja. Rogelio Tizón aparta la espalda de la pared y cambia de postura, desperezando los miembros entumecidos.
Luego mira el cielo nocturno, más allá de la esquina de la casa donde está la hornacina del arcángel. Un tipo singular, ese francés, se dice una vez más. Con sus cañones, trayectorias de tiro y desconfianza inicial; y al fin, su curiosidad técnica imposible de ocultar, imponiéndose a todo. Sonríe el policía recordando la forma en que el capitán de artillería solicitó los últimos datos, las precisiones sobre lugares ideales de impacto y el modo de transmitir todo eso de un lado a otro de la bahía. Ojalá esta noche cumpla su palabra.
Vuelven las ganas de cerrar los párpados, estado indeciso donde se mezclan imágenes de la noche y pesadillas de la memoria. Carne desgarrada, huesos desnudos, ojos abiertos, inmóviles, velados por una tenue capa de polvo. Y una voz distante, de acento y sexo impreciso, que murmura extrañas palabras como aqu í , o a m í . Da el policía una breve cabezada y alza la vista bruscamente, con sobresalto. Mira ahora hacia la calle de San Miguel, esperando ver aparecer de nuevo la mancha clara del mantón. Por un momento creyó ver un bulto negro que se moviera. Una sombra deslizándose pegada a la fachada opuesta de las casas. La duermevela, concluye, crea sus propios fantasmas.
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