Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- ¿Eres muda, máscara?

Hay curiosidad en su tono, ahora. O interés. Lolita Palma, que se pregunta a quién pertenecerá el segundo vaso que hay en la mesa, permanece en silencio por miedo a que su voz la delate, con la agradable sensación de libertad, lindante con la osadía, que su disfraz le proporciona; y también con la certeza de que aquello no puede prolongarse mucho. Empieza a ser demasiado inconveniente. Y peligroso. Sin embargo, para su sorpresa, comprueba que está a gusto de esa manera, de pie ante la mesa de Pepe Lobo, mirándolo de cerca con descaro tras la protección del antifaz. Disfrutando de la proximidad de esos ojos que reflejan la luz, su cara de corsario crudo y guapo, la sonrisa paradójicamente seria y tranquila, tan masculina en su boca que ella siente deseos de tocarla. Lástima que no haya baile aquí, se dice atolondrada. No me importaría bailar, y es algo que puede hacerse sin hablar. Sin las incómodas palabras, que tanto atan y a tanto comprometen.

- ¿No quieres sentarte?

Niega con la cabeza, a punto ya de volver la espalda. En ese momento ve al teniente de la Culebra, el joven llamado Maraña, que se acerca desde lejos, entre las mesas. De él era el otro vaso. Es hora de irse, confirma. De regresar con Curra Vilches y el primo Toño, al mundo de lo razonable. Sin embargo, iniciado ya el movimiento de retroceso, Lolita Palma hace algo impremeditado, de lo que ella misma se escandaliza. Dejándose llevar por el impulso que la hizo levantarse y venir hasta aquí, rodea despacio la mesa y la silla donde está sentado Pepe Lobo, y mientras pasa a su espalda desliza un dedo de la mano enguantada por los hombros del marino, rozando el paño de su casaca. Después, al irse, tiene ocasión de advertir, de soslayo, la mirada desconcertada que el hombre le dirige.

El camino hasta su mesa se hace interminable. A la mitad, siente una presencia a su lado. Una mano la toma por la muñeca.

- Espera.

Ahora sí que tengo un problema, piensa mientras se detiene y vuelve el rostro, repentinamente serena. Los ojos verdes están a una cuarta de los suyos, mirándola intensamente. Lolita lee en ellos curiosidad, y también asombro.

- No te vayas.

Ella sostiene su presencia próxima sin alterarse. El licor que circula suavemente por sus venas le facilita un arrojo y una sangre fría desconocidos hasta hoy. La mano del hombre, que aún no ha soltado su muñeca, es firme y la sujeta con la presión justa, sin oprimir demasiado. Reteniéndola más con el ademán que con la fuerza. Esa mano, piensa ella fugazmente, disparó contra Lorenzo Virués, dejándolo inválido para el resto de su vida.

- Suélteme, capitán.

Es entonces cuando Pepe Lobo la reconoce. Lolita puede seguir en sus facciones cada una de las fases del proceso: sorpresa, incredulidad, estupor, embarazo. La muñeca ha quedado libre.

- Vaya -murmura él-. Yo…

Por alguna oscura razón, ella disfruta de su momento de triunfo. De la confusión del hombre, cuya sonrisa se ha extinguido igual que si mataran de golpe una luz. Ahora él vuelve el rostro a uno y otro lado, pensativo, como si buscara comprobar cuánta de la gente que los rodea participaba del engaño. Después la mira muy serio. Seco.

- Lo siento -dice.

Se diría un muchacho al que acaban de reprender, decide ella. Vagamente conmovida por cierta ráfaga de inocencia que ha creído advertir, un instante, en la expresión del corsario. Una breve mirada, tal vez. La manera casi infantil de abrir un poco más los ojos, desconcertado. Quizá miraba así de niño, piensa de pronto. Antes de marcharse al mar.

- ¿Se divierte, capitán? Ahora es él quien no responde, y Lolita siente una excitación interior, singular. La certeza de un vago poder sobre el hombre que tiene delante. Algo que parece diluido en sus atavismos de mujer, hechos de carne y de siglos. Observa la barba que, tras un afeitado de hace varias horas, empieza a despuntar, oscureciendo el mentón duro, sólido, entre las patillas que llegan casi hasta las comisuras de la boca. Por un instante se pregunta a qué olerá su piel.

- Ha sido una sorpresa encontrarlo aquí.

- Pues imagínese la mía.

Los ojos verdes han recobrado su aplomo. Vuelven a chispear en ellos las bujías de la sala. Curra Vilches, suponiendo que algo no va como es debido, se ha levantado de la mesa y viene hasta ellos. Lolita alza una mano, tranquilizándola.

- Todo está bien, cantinera.

La mirada de Curra va de uno a otro, interrogante, a través de los agujeros de su máscara.

- ¿Seguro?

- Completamente. Dile al torero borrachín que voy a tomar un poco el aire… Hay demasiado humo aquí.

Un silencio. Después, la voz de la amiga suena estupefacta.

- ¿Sola?

Imagina Lolita su boca abierta bajo la máscara de cartón con el mostacho pintado, y está a punto de echarse a reír. No es corriente embarullarle los papeles a Curra Vilches.

- Tranquilízate. Me escoltará el caballero.

Rogelio Tizón se hace a un lado para esquivar el cubo de agua que le arrojan desde una ventana; y luego, resignado a lo inevitable, se abre paso entre un grupo de mujeres disfrazadas de brujas que le propinan algunos escobazos guasones al pasar por la esquina de la calle de los Tres Hornos. El barrio es popular, artesano y menestral, con casas de vecinos de los que hacen vida en la calle y se conocen todos, y muchas terrazas con cobertizos alquilados a refugiados y a forasteros. Algunas calles están iluminadas a trechos con estopas encendidas que humean espirales oscuras y aceitosas. Pese a la prohibición de bailar afuera -diez pesos para los infractores masculinos y cinco para las mujeres, según el último bando municipal-, la gente se asoma a los balcones a tirar agua y saquetes de polvo a los transeúntes, o se congrega abajo en animados grupos, jaleando con guitarras, bandurrias, trompetillas, matasuegras y carracas. Hay risas y bromas en todas las conversaciones, marcadas por el acento y el buen humor de las clases bajas gaditanas. Un par de veces se cruza el comisario con una cuadrilla de negros libres que van y vienen al ritmo de tambores y cañas, cantando en jerga espesa de cadencias caribeñas:

Mi ma'e no qui é

que vaya a la plasa

po'que lo sordao

me dan calabasa

Se abalanza sobre Tizón un muchacho vestido con albornoz moruno y babuchas, armado con una vejiga hinchada al extremo de un palo y dispuesto a golpearlo con ella; pero aquél, harto, le corta el paso con un bastonazo.

- Vete por ahí -dice- o te arranco la cabeza.

Se escabulle cabizbajo el otro, impresionado por el tono y la mirada furibunda del policía, y éste continúa entre la gente, estudiando las máscaras que hay alrededor. A veces, cuando ve a una muchacha, la sigue de lejos un trecho, comprobando quién se acerca o camina detrás. En ocasiones la vigilancia se prolonga varias calles, atento Tizón a cada máscara que se cruza; dispuesto a percibir la actitud sospechosa, el indicio que lo decida a abalanzarse sobre ella, arrancar el antifaz o la careta y descubrir las facciones, mil veces imaginadas en sus pesadillas -cada vez duerme peor, entre sobresaltos que mezclan realidad e imaginación-, del hombre al que anda buscando. Otras veces no son mujeres jóvenes, sino algún disfraz o apariencia extraña lo que llama su atención, y entonces a quien sigue es a esa persona, acechándole cada movimiento. Cada paso.

En la calle del Sol, junto a la capilla, un hombre atrae su interés. Viste largo sayal negro, se cubre con capuchón y una careta blanca, y está inmóvil, mirando a la gente. Algo en su actitud despierta la suspicacia del comisario. Quizá, concluye éste mientras se detiene al amparo de los que pasan, sea su modo de mantenerse aparte: aislado, ajeno al jolgorio callejero. Aquel sujeto mira como desde afuera, o desde lejos. Demasiado distante, concluye el policía, para alguien que se disfraza en Carnaval y sale a divertirse. Ése no parece divertirse en absoluto. No como los demás. La cabeza encapuchada se mueve lentamente de un lado a otro, siguiendo el paso de quienes circulan por la calle. No parece inmutarse cuando tres jovencitas con las caras pintadas de negro, vestidas con colchas de colores y sombreros de paja, se acercan riendo y le echan agua con una jeringa, para escapar después corriendo calle arriba. Sólo las mira alejarse.

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