Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Lo busco. Sí. Entonces le daré la espalda al mar para siempre.

- Creía… Vaya -ella parece sinceramente sorprendida-. Que le gustaba vivir así. La aventura.

- Creyó mal.

Otro silencio. De pronto, Lobo siente el impulso de hablar. De explicar lo que siempre le fue indiferente explicar a nadie, antes.

- Vivo así porque no puedo vivir de otra manera -añade al fin-. Y eso que usted llama la aventura… Bueno. Cambiaría todas las aventuras del mundo por unas talegas de onzas de oro… Si un día logro retirarme, compraré una tierra lo más lejos posible del mar, donde éste no se vea… Con una casa y un emparrado bajo el que sentarme por las tardes a ver ponerse el sol, sin la incertidumbre de si garreará el ancla, o de los rizos que debo tomar a las velas para pasar la noche tranquilo.

- ¿Y una mujer?

- Sí… Bueno. Quizás. Puede que también una mujer.

Se calla, confuso. La pregunta la ha formulado ella en tono desapasionado. Frío. Como una parte más de la enumeración expuesta por Lobo. Y es precisamente esa neutralidad -¿natural o deliberada?- lo que desconcierta al corsario.

- Parece a punto de conseguir algo de eso -estima Lolita Palma-. Hablo de reunir dinero suficiente. De retirarse tierra adentro.

- Puede que sí. Pero hasta el final nunca se sabe.

El faro situado sobre el castillo, al extremo del arrecife de San Sebastián, los ilumina a intervalos con su luz. El bulto negro del centinela de la garita se mueve despacio, paseando a lo largo de la muralla. Lolita Palma, que conserva subida la capucha del dominó, se ha quitado la máscara. Lobo observa el perfil, iluminado periódicamente por el resplandor lejano.

- ¿Sabe lo que me gusta de la gente de mar, capitán?… Que ha viajado mucho y hablado poco. Que sabe lo que vio con los ojos, aprendiendo muchas cosas sin estudiarlas en los libros… Ustedes los marinos no necesitan demasiada compañía, pues siempre han estado solos. Y tienen ese poco de ingenuidad, o inocencia, del que baja a tierra como quien entra en un lugar inseguro, desconocido.

Lobo la escucha con sincera sorpresa. Así lo ven otros, se dice. Así es como lo ve ella.

- Usted tiene una bonita idea de mi oficio, pero inexacta -responde-. Alguna de la peor gentuza que conocí estaba dentro de un barco, y no sólo en el castillo de proa. Y desde luego, si permite que se lo diga, nunca la dejaría a solas con mi tripulación…

Casi un respingo, y de nuevo el viejo tono:

- Sé cuidarme de sobra, señor.

El orgullo de los Palma. Sonríe el corsario entre dos destellos del faro.

- No se trata de lo que usted sepa.

- Trato a marinos desde pequeña, capitán. Mi casa…

Obstinada. Segura de sí. La claridad distante recorta ahora el perfil voluntarioso. Ella mira el mar.

- Nos conoce de visita, señora. Y de lo que ha leído en libros.

- Sé mirar, capitán.

- ¿De verdad?… ¿Y qué ve cuando me mira?

Se queda en suspenso, ligeramente entreabierta la boca. Roto el difícil equilibrio en que mantenía la conversación. Ahora parece desconcertada, y eso hace que Lobo se conmueva con un sentimiento extraño, próximo al remordimiento. De cualquier modo, la pregunta no había sido hecha para obtener respuesta.

- Escuche -dice el corsario-… Tengo cuarenta y tres años, y soy incapaz de dormir dos horas seguidas sin despertarme a cada momento intentando averiguar dónde estoy, y si el viento ha rolado. Tengo el estómago hecho polvo de las comidas infames a bordo, y dolores de cabeza que duran varios días… Cuando estoy mucho rato en la misma postura, mis articulaciones crujen como las de un anciano. Los cambios de tiempo hacen que me duelan todos los huesos que me rompí, o me rompieron. Y puede bastar un temporal, el descuido de un piloto o un timonel, un instante de mala suerte, para que lo pierda todo de golpe. Sin contar la posibilidad de…

Se calla. Lo deja ahí. Piensa ahora en la mutilación y la muerte, pero no desea ir más allá. No quiere hablar de eso. De los miedos reales. En realidad se pregunta por qué ha dicho todo lo anterior. Qué desea justificar ante la mujer. O qué pretende desmontar. Destruir, pese a sí mismo. Tal vez el deseo de volverse hacia ella, mandarlo todo al diablo y estrecharla fuerte entre sus brazos.

El centinela ha vuelto a su garita, y por un momento relumbra allí el resplandor de un cigarro al encenderse. El faro lejano ilumina a intervalos la muralla en forma de media estrella de Santa Catalina, descubriendo también la lengua rocosa que se adentra en el mar y el bote de ronda que pasa despacio, vigilando las cañoneras. Lolita Palma mira en esa dirección.

- ¿Por qué le hizo aquello a Lorenzo Virués?

Parece que la mención a los huesos rotos le haya hecho recordar el incidente. Pepe Lobo la mira con dureza.

- No le hice nada que él no se buscara.

- Me contaron que no se condujo usted…

- ¿Como un caballero?

El corsario ha reído al hablar. Ella se queda un rato en silencio.

- Usted sabía que es amigo mío -dice al fin-. De mi familia.

- Y él sabía que soy capitán de un barco suyo. Vaya una cosa por la otra.

- Lo de Gibraltar…

- Al diablo con Gibraltar. Usted no sabe nada de aquello. No tiene derecho…

Una brevísima pausa. Después ella habla con apenas un murmullo, en voz muy baja.

- Tiene razón. Por Dios que la tiene.

El comentario sorprende a Pepe Lobo. La mujer está inmóvil, el perfil obstinado vuelto hacia el mar y la noche. El centinela, que sin duda los ve desde su garita, rompe a cantar una copla. Lo hace en tono bajo, sin alegría ni pena. Un quejido oscuro, gutural, que parece venir de muy lejos a través del tiempo. Lobo apenas entiende lo que dice.

- Creo que deberíamos irnos -sugiere el corsario.

Ella niega con la cabeza. Casi dulce, otra vez.

- Sólo es Carnaval una vez al año, capitán Lobo.

De pronto parece joven y frágil, de no ser por su mirada, que en ningún momento titubea ni se desvía de los ojos del marino cuando éste se inclina sobre ella y la besa en la boca, muy despacio y sin violencia, como si le diese oportunidad de retirar el rostro. Pero ella no lo retira, y Pepe Lobo siente la suavidad deliciosa de sus labios entreabiertos, y el temblor súbito del cuerpo de la mujer, desvalido y firme a la vez, cuando lo rodea y estrecha entre los brazos. Permanecen así los dos unos instantes, cobijada ella en el dominó, del que ha caído la capucha sobre su espalda, envuelta en el abrazo del hombre, callada y muy quieta, sin cerrar los ojos ni dejar de mirarlo. Después se aparta y le pone una mano en la cara, con suavidad, ni para rechazarlo ni para atraerlo. La mantiene así, con la palma abierta y los dedos extendidos tocando el rostro y los ojos del hombre, igual que una ciega que quisiera retener sus rasgos en la mano tibia. Y cuando la retira al fin, lo hace lentamente. Como si le doliera cada pulgada de distancia interpuesta entre su mano y la piel del corsario.

- Es hora de regresar -dice, serena.

Simón Desfosseux está durmiendo mal. Pasó mucho tiempo en vela antes de acostarse, haciendo cálculos sobre el diseño de una nueva espoleta de combustión lenta en la que trabaja -sin mucho éxito- desde hace semanas, y también sobre el último mensaje recibido del otro lado de la bahía: una comunicación del comisario de policía español proponiendo un nuevo sector de la parte oriental de Cádiz donde dirigir algunos tiros en días y horas concretos. Ahora, con los ojos abiertos en la oscuridad de su barraca, el artillero tiene la sensación de que algo no marcha como es debido. Durante el inquieto sueño le pareció percibir sonidos extraños. De ahí su incertidumbre al despertar.

- ¡Guerrilleros!… ¡Guerrilleros!

El grito próximo lo hace incorporarse en el catre, sobresaltado. Era eso, entonces, descubre con un ramalazo de angustia. Los ruidos que oyó mientras dormía corresponden a crepitar de disparos. Ahora distingue nítidamente los fusilazos, mientras busca a tientas los calzones y las botas, se remete la camisa de dormir lo mejor que puede, coge el sable y una pistola y sale afuera, tropezando con todo. Apenas asoma, resuena un estampido y lo ciega el fogonazo de una explosión, cuyo resplandor ilumina los cestones situados sobre las trincheras, los blocaos de madera y los barracones de la tropa: uno de ellos, allí donde surgió la llamarada, empieza a arder con violencia -seguramente han arrojado dentro un artificio de alquitrán y pólvora-, y el contraluz del incendio recorta las siluetas próximas de soldados a medio vestir que corren en todas direcciones.

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