Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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Siente el salinero arena bajo los pies, esta vez calzados con alpargatas -de noche nunca se sabe dónde pisas ni qué te clavas-. Suelo blando y claro. La playa está ahí mismo, y la orilla, con la marea alta, a sólo cincuenta pasos. Algo más adentro en la bahía, entre fogonazos que se reflejan en el agua, las cañoneras españolas tiran a intervalos contra Fuerte Luis y la parte oriental de la playa, protegiendo ese flanco a los que se retiran. Mojarra, que conoce los riesgos de mantenerse mucho tiempo al descubierto, lo que siempre expone a recibir un balazo de amigos o de enemigos, corre desviándose un poco a la izquierda, en busca de la protección de los muros desmantelados del fuerte de Matagorda. Los tímpanos le baten por el esfuerzo y empieza a faltarle el resuello. Por la playa, a su alrededor, ve pasar otras sombras veloces: ingleses y españoles mezclados, que también intentan ganar la orilla. Más allá del fuerte relucen, como sartas de triquitraques, fogonazos de fusilería francesa. Algunas balas perdidas pasan zumbando cerca, y uno de los tiros de las cañoneras, que queda corto y pega con mucho estruendo en el caño chico de la playa, levanta un resplandor que recorta en la noche los muros negros y desmochados. Corriendo a su amparo, el salinero da alcance a alguien que avanza delante; pero, antes de llegar a su altura, zurrea otra descarga enemiga y la silueta se desploma. Mojarra pasa velozmente a su lado, sin detenerse ni poner más atención que la de no tropezar con el bulto caído, alcanza el resguardo del muro de Mata-gorda, recobra el aliento y dirige una ojeada ansiosa a la playa mientras cierra la cachicuerna y se la mete en la faja. Hay una lancha no demasiado lejos: su forma alargada es visible justo en la orilla. A los pocos instantes, un fogonazo de las cañoneras la recorta claramente en el agua negra, con remos en alto, hombres a bordo o chapoteando para encaramarse a ella. Sin pensarlo, Mojarra se cuelga el fusil a la espalda y sale disparado hacia allí. La arena blanda no facilita las cosas, pero logra correr lo bastante rápido para meterse en el agua hasta la cintura, agarrarse a la regala de la lancha e izarse a bordo, ayudado por unas manos que lo cogen por la camisa y los brazos, y tiran de él.
- ¡Traición! -siguen gritando algunos.
Llegan más fugitivos que suben como pueden, amontonándose en la embarcación silueteados por el fondo lejano del incendio. Al dejarse caer entre los bancos, Mojarra pisa a un hombre, que emite un alarido de dolor y palabras incomprensibles en inglés. Intentando apartarse de él, mientras se incorpora, el salinero le apoya, sin querer, una mano en el torso, que nota desnudo. Eso arranca al inglés un nuevo grito, más fuerte que el anterior. Al retirar la mano, Mojarra advierte que en la palma se le ha adherido, desprendiéndose del cuerpo del otro, un enorme trozo de piel quemada.
Llueve como si las nubes oscuras y bajas tuvieran espitas abiertas, y por ellas se derramaran torrentes. El violento temporal de agua y viento que azotó Cádiz por la mañana ha dado paso a un aguacero intenso, continuo, que lo empapa todo repiqueteando en los toldos, las fachadas de las casas y los extensos charcos, formando regueros en la arena echada sobre el pavimento para que no resbalen los cascos de los caballos. De los balcones cuelgan banderas mojadas y guirnaldas de flores deshechas por la lluvia. Al resguardo del portal de la iglesia de San Antonio, entre la gente que se protege con hules y paraguas o se agrupa por centenares bajo los toldos y en los balcones, Rogelio Tizón observa la ceremonia que, pese a la lluvia, se desarrolla en el dosel levantado en el centro de la plaza. España, o lo que de ella simboliza Cádiz, ya tiene Constitución. Se presentó de modo solemne esta mañana, sin que el mal tiempo desluciera el festejo. El peligro de las bombas francesas, que desde hace semanas caen con más precisión y frecuencia, desaconsejaba celebrar la procesión de diputados y autoridades, y el tedeum previsto en la catedral. Se temía, con razón, que los enemigos pusieran de su parte para señalar la fecha. De modo que se trasladó el acontecimiento a la iglesia del Carmen, frente a la Alameda, fuera del alcance artillero enemigo, donde el gentío entusiasmado -la ciudad en pleno está en la calle, sin distinción de oficios ni condición- aguantó a pie firme las turbonadas de viento, el agua inclemente y hasta el desgarro repentino de un árbol robusto, que cayó sin causar daños; no haciendo el suceso sino aumentar el alborozo popular, mientras sonaban las campanas de todas las iglesias, atronaba la artillería de la plaza y los navíos fondeados, y la extensa línea de baterías francesas respondía desde el otro lado. Celebrando allí, a su manera, que hoy, 19 de marzo de 1812, es día del santo de José I Bonaparte.
Ahora, entrada la tarde, continúa el protocolo previsto, y Rogelio Tizón está sorprendido del aguante de 4a gente. Después de pasar la mañana azotados por el temporal, los gaditanos acompañan bajo el aguacero, entusiasmados, la lectura solemne del texto constitucional, que ya se ha hecho dos veces: frente al edificio de la Aduana, donde la Regencia dispuso un retrato de Fernando VII, y en la plaza del Mentidero. Cuando la tercera ceremonia acabe frente a San Antonio, la comitiva oficial, seguida por el público y recorriendo las calles orilladas de gente, se trasladará al último lugar previsto: la puerta de San Felipe Neri, donde aguardan los diputados que esta mañana hicieron entrega a los regentes de un ejemplar de la Constitución recién impreso - La Pepa, como ya la bautizan en honor a la fecha-. Y es curioso, observa Tizón mirando en torno, de qué manera el acontecimiento suscita, al menos por unas horas, unanimidad general y común entusiasmo. Como si hasta los más críticos con la aventura constitucional cedieran al impulso colectivo de alegría y esperanza, todos aceptan con gusto los fastos del día. O parecen hacerlo. Con sorpresa, el policía ha visto hoy a algunos de los monárquicos más reaccionarios, contrarios a cuanto huela a soberanía nacional, participar en la solemnidad, aplaudir con todos, o al menos tener buen semblante y la boca cerrada. Incluso dos diputados rebeldes, un tal Llamas y el representante de Vizcaya, Eguía, que se negaban a acatar el texto aprobado por las Cortes -el primero por declararse contrario a la soberanía de la nación, y escudándose el otro en los fueros de su provincia-, firmaron y juraron esta mañana, como los demás, cuando se les puso en la coyuntura de hacerlo o verse desposeídos del título de españoles y desterrados en el plazo fulminante de veinticuatro horas. Después de todo, concluye con sorna el comisario, también la prudencia y el miedo, y no sólo el contagio del entusiasmo patrio, hacen milagros constitucionales.
Ha acabado la lectura, y la solemne comitiva se pone de nuevo en marcha. Con las tropas formadas a lo largo de la carrera y presentando armas mientras la lluvia arruina los uniformes de los soldados, la comitiva desfila hacia la calle de la Torre, escoltada por un piquete de caballería y a los compases de una banda de música que el agua torrencial desluce y acalla, pero que la gente agolpada a lo largo del recorrido saluda con alegría. Cuando el cortejo pasa cerca de la iglesia, Rogelio Tizón observa al nuevo gobernador de la plaza y jefe de la escuadra del Océano, don Cayetano Valdés: serio, flaco, erguido, con patillas que le llegan al cuello de la casaca, el hombre que mandó el Pelayo en San Vicente y el Neptuno en Trafalgar viste uniforme de teniente general y camina impasible bajo el aguacero, llevando en las manos un ejemplar de la Constitución encuadernado en tafilete rojo, que protege lo mejor que puede. Desde que Villavicencio pasó a la Regencia y Valdés ocupó su despacho de gobernador militar y político de la ciudad, Tizón sólo se ha entrevistado con éste una vez, en compañía del intendente García Pico y con resultados desagradables. A diferencia de su antecesor, Valdés tiene ideas liberales. También resulta individuo de trato directo y seco, impolítico, con las maneras bruscas del marino que durante toda su vida estuvo sobre las armas. Con él no valen tretas ni sobreentendidos. Desde el primer momento, al plantearse el asunto de las muchachas muertas, el nuevo gobernador puso las cosas claras a intendente y comisario: si no hay resultados, exigirá responsabilidades. En cuanto al modo de llevar las investigaciones sobre ése o cualquier otro asunto, también aseguró a Tizón -de cuyo historial parece bien informado- que no tolerará la tortura de presos, ni detenciones arbitrarias, ni abusos que vulneren las nuevas libertades establecidas por las Cortes. España ha cambiado, dijo antes de despedirlos de su despacho. No hay vuelta atrás ni para ustedes ni para mí. Así que más vale que nos vayamos enterando todos.
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