Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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Sorteando con disimulo a los transeúntes, Rogelio Tizón se aproxima despacio al enmascarado. Éste sigue inmóvil, y por un momento parece fijarse en el comisario. Entonces aparta el rostro y echa a andar. El movimiento puede ser casual, decide Tizón. Y puede que no. Apretando el paso para no perderlo de vista, lo sigue hasta la calle del Sacramento. Allí, cuando está a punto de acercarse más y acorralarlo, impaciente, dispuesto a arrancarle la careta, el otro se reúne con un grupo de hombres y mujeres disfrazados que lo saludan por el nombre y celebran su aparición. Entre carcajadas, alguien saca una bota de vino, y el recién llegado se echa atrás la capucha y la máscara para beber alzando los brazos, con un largo chorro bien dirigido al gaznate, mientras, con una intensa sensación de ridículo, el policía pasa de largo.

Olores. A pescado frito, aceite de buñuelos y azúcar quemado. Hay farolillos de papel con candelitas encendidas en las casas humildes, chatas y alargadas, del barrio pescador de la Viña. En la calle de la Palma, recta y larga, esos puntos de luz parecen luciérnagas alineadas en la oscuridad. Su tenue resplandor perfila los contornos de grupos de vecinos entre rumor de conversaciones, entrechocar de vasos, risas y cantes. En la esquina de la Consolación, junto a un candil puesto en el suelo que apenas ilumina sus piernas, dos hombres y una mujer disfrazados con sábanas que parecen mortajas canturrean una copla sobre el rey Pepino; que, aseguran con voz ebria, lleva en su equipaje varias botellas para el camino.

- No suelo venir por aquí -dice Lolita Palma, que lo observa todo.

Pepe Lobo se interpone entre ella, y un grupo de muchachos que pasa con estopas encendidas, vejigas y jeringas de agua. Después se vuelve a mirarla.

- Podemos volvernos, si quiere.

- No.

El antifaz de tafetán negro, que la mujer todavía lleva puesto, oscurece por completo su rostro bajo la capucha del dominó. Cuando está mucho tiempo callada, Lobo tiene la impresión de caminar en compañía de una sombra.

- Es agradable… Y hace una noche espléndida para esta época del año.

De vez en cuando, como ahora, la conversación recae en el tiempo, o en detalles insustanciales de lo que ocurre alrededor. Eso pasa cuando los silencios se prolongan demasiado, en el callejón de palabras que ninguno llega -se atreve, es quizá la palabra justa- a pronunciar del todo. Lobo sabe que también Lolita Palma es consciente de eso. Resulta grato, sin embargo, mecerse en tales silencios, como en la indolente lasitud de este paseo nocturno sin prisa ni objeto aparente. En la tregua tácita, cómplice, que la noche de Carnaval despoja de responsabilidades. Es así como el corsario y la mujer pasean desde hace media hora, sin rumbo, por las calles de Cádiz. A veces, el azar de los pasos, la irrupción de un grupo de gente o el sobresalto de una máscara que sopla junto a ellos una trompetilla o un matasuegras, los lleva a acercarse sin proponérselo, rozándose en la oscuridad.

- ¿Sabía, capitán, que las danzas de las bailarinas de Gades hacían furor en la antigua Roma?

Están en el cruce con la calle de las Carretas, a la luz de un farol de sebo. Ante la puerta entreabierta de un colmado -dispuesta para meterse dentro si asoman los rondines-, unas mujeres disfrazadas bailan en un corro de majos, marineros y gitanos. El coro de palmas que las jalea mantiene el compás y hace innecesaria otra música.

- No lo sabía -admite Lobo.

- Pues ya ve. Los romanos se las rifaban.

El tono de Lolita Palma es ligero, dueño de sí; como el de una anfitriona que mostrase la ciudad a un visitante forastero. Y sin embargo, piensa Lobo, soy yo quien la escolta. Me pregunto de dónde saca toda esa serenidad.

- En otro tiempo -añade ella al cabo de un momento- también me habría tenido que ocupar de eso, me temo… Palma e Hijos, exportación de bailarinas.

Se interrumpe, riendo suavemente, y hasta entonces el corsario no logra establecer con certeza que ella hablaba en broma.

- Bailarinas -repite Lobo.

- Eso es. Ellas y el atún en escabeche nos daban fama y dinero a los gaditanos… Pero las señoritas tuvieron menos suerte que el atún: el emperador Teodosio prohibió sus danzas por demasiado lascivas. Según san Juan Crisóstomo, nunca les faltaba el diablo por pareja.

Siguen adelante, alejándose del baile. Sobre ellos, en la amplia porción de firmamento que la anchura de la calle deja al descubierto, se agolpan las estrellas. En cada cruce que dejan a la izquierda, Pepe Lobo nota la brisa de poniente suave, ligeramente húmeda: viene de la muralla cercana y del Atlántico, que se encuentra a trescientos pasos, tras la plataforma de Capuchinos.

- ¿Le gusta la gente de Cádiz, capitán?

- Alguna.

Unos pasos en silencio. A veces Lobo escucha el roce suave de la seda del dominó. De cerca percibe el aroma del perfume, distinto al que suelen usar las mujeres de su edad. Éste es dulce y agradable, en todo caso. Fresco. Poco intenso. Bergamota, piensa absurdamente. Nunca olió la bergamota.

- Hay quien me gusta, y hay quien no me gusta -añade-. Como en todas partes.

- Sé poco sobre usted.

Suena a lamento. Casi a reproche. El marino, que le da la mano para ayudarla a esquivar un carro con los varales apoyados en el suelo, mueve la cabeza.

- La mía es una historia convencional. El mar como solución.

- Usted vino muy joven de La Habana, ¿verdad?

- Decir que vine es exagerar. Me fui, más bien… Venir es volver de allí con unos miles de reales, un criado negro, un loro y cajones de cigarros.

- ¿Y un mantón de seda china para una mujer?

- A veces.

Lolita Palma da unos pasos en silencio.

- ¿Nunca compró uno?

- A veces.

Han dejado atrás la calle de la Palma y su doble fila de luciérnagas. Ahora hay menos gente, y ante ellos se extiende la explanada en sombras de San Pedro, con la mole cuadrada y oscura del Hospicio a la derecha. Lobo se detiene, dispuesto a volver sobre sus pasos, pero Lolita Palma sigue adelante, en dirección al mar cercano que recorta la muralla en una penumbra azulada. A intervalos, ésta se vuelve resplandor amarillo con los destellos del faro de San Sebastián.

- Recuerdo -ella parece pensativa- que en cierta ocasión le oí decir que sólo un tonto se embarcaría por gusto. ¿De verdad no ama el mar?

- ¿Bromea?… Es el peor lugar del mundo.

- ¿Por qué sigue en él, entonces?

- Porque no tengo otro sitio adonde ir. Llegan al baluarte, asomándose a la Caleta. Cerca de ellos se aprecia una garita y el bulto oscuro de un centinela. Hay faroles que iluminan a trechos el semicírculo de arena blanca, y de los colmados de tablas y lona de vela pegados a la muralla sube rumor de música, risas y jaleo. En la penumbra, sobre el fondo negro del agua inmóvil, destacan los trazos claros de los botes varados en el limo de la orilla; y algo más adentro, las siluetas de las lanchas cañoneras fondeadas. En Cádiz, piensa Pepe Lobo, todo termina en el mar.

- Me gustaría poder bajar ahí -dice ella.

Casi se sobresalta el corsario. Incluso en Carnaval y con máscara, los antros de la Caleta, con sus marineros, soldados, mujerzuelas y música, no son adecuados para una señora.

- No es buena idea -dice, embarazado-. Quizá deberíamos…

- Tranquilícese -la oye reír-. Era sólo un deseo, no una intención.

Se quedan en silencio, apoyados en el antepecho de piedra. Respirando, cerca uno del otro, el aire húmedo que huele a limo y a sal. Lobo siente junto a su hombro derecho la presencia física de ella. Casi puede sentir la tibieza del cuerpo. O la imagina.

- ¿Espera un golpe de fortuna? -pregunta Lolita Palma, volviendo a la anterior conversación.

Es una forma de definirlo, piensa Lobo. Un golpe de fortuna. Al cabo de un momento asiente, serio.

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