Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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No ve el mantón. Quizá Simona se ha detenido al final de la calle. Inquieto al principio, preocupado después, escudriña las tinieblas. Tampoco se oyen los pasos de la muchacha. Conteniendo el impulso de salir de su resguardo, Tizón asoma la cabeza con prudencia, intentando no dejarse ver mucho. Nada. Sólo la oscuridad a ese lado del ángulo de calles y el resplandor distante del farol al otro extremo. En cualquier caso, ella debería estar de vuelta. Es demasiado tiempo. Demasiado silencio. La imagen del tablero de ajedrez vuelve a dibujarse ante sus ojos, en la noche. La sonrisa despiadada del profesor Barrull. No vio esa jugada, comisario. Se le escapó de nuevo. Cometió un error, y pierde otra pieza.

El ramalazo de pánico lo acomete cuando ya está fuera del portal, corriendo a oscuras por la acera hacia la esquina en sombras. El mantón aparece al fin: una mancha clara abandonada en el suelo. Tizón pasa por encima, llega a la esquina y se detiene mirando en todas direcciones, mientras intenta penetrar las tinieblas. Sólo el vago resplandor de lo que queda de luna, ya oculta del todo tras las azoteas, dibuja en tonos azulados los hierros de los balcones y los rectángulos oscuros de puertas y ventanas, e intensifica el negro de los lugares profundos, los ángulos ocultos de la calle silenciosa.

- ¡Cadalso! -grita, desesperado-. ¡Cadalso!

A su voz, uno de los rincones sombríos, oquedad que se prolonga como una hendidura siniestra hacia lo más oscuro de la plazuela, parece agitarse un instante, como si alguna de sus formas cobrase vida. Casi al mismo tiempo se abre una puerta con estrépito detrás del comisario, un rectángulo de luz diagonal corta la calle como un tajo de cuchillo, y las zancadas de Cadalso resuenan violentas, acercándose. Pero Tizón ya corre otra vez, ahora zambulléndose a ciegas en el lugar donde, a medida que se acerca, alcanza a distinguir un bulto agazapado que, de pronto, se divide en dos sombras: una inmóvil en el suelo y otra que se aparta con rapidez, pegada a las fachadas de las casas. Sin detenerse en la primera, el comisario intenta dar alcance a la segunda; que al cruzar la calle, alejándose en dirección a la esquina de la Cuna Vieja, se recorta en la claridad por un instante: figura negra y veloz que corre sin ruido.

- ¡Alto a la Justicia!… ¡Alto!

Se iluminan algunas ventanas próximas con velas y candiles, pero Tizón y la sombra a la que persigue ya las han dejado atrás, cortando rápidamente por la plazuela de la calle de Recaño hacia el Hospital de Mujeres. El esfuerzo hace arder los pulmones del policía, molesto además por el bastón -ha perdido el sombrero en la carrera- y el largo redingote que le estorba las piernas. La sombra a la que persigue se mueve con increíble rapidez, y cada vez le cuesta más mantener la distancia.

- ¡Alto!… ¡Alto!… ¡Al asesino!

La distancia es ya insalvable; y la esperanza de que algún vecino o transeúnte casual se una a la persecución, mínima. Pasan demasiado deprisa por las calles, es noche de invierno y casi las dos de la madrugada. Tizón siente que empiezan a fallarle las fuerzas. Si al menos, piensa con angustia, hubiera traído una pistola.

- ¡Hijo de puta! -grita impotente, deteniéndose al fin.

Se ahoga. Y ese último grito le da la puntilla. Respirando con el ronco estertor de un fuelle roto, encorvado mientras boquea en busca de aire para sus pulmones en carne viva, Tizón va a apoyarse en el muro del hospital y allí se desliza poco a poco hasta quedar sentado en el suelo, mirando aturdido la esquina por donde desapareció la sombra. Permanece así un buen rato, recobrando el aliento. Al cabo, con mucho esfuerzo, se levanta y camina despacio, renqueando sobre sus piernas doloridas, de vuelta a la plazuela de la Carnicería, donde hay ventanas iluminadas y vecinos en camisa y gorros de dormir asomados a ellas o parados en los portales. La muchacha está atendida en la botica, informa Cadalso, saliendo a su encuentro con una linterna sorda en la mano. Simona ha vuelto en sí con sales y compresas de vinagre. El asesino sólo llegó a darle un golpe, haciéndole perder el conocimiento.

- ¿Pudo ver su cara?… ¿Algún detalle?

- Está demasiado asustada para aclararse la cabeza, pero parece que no. Todo fue rápido y desde atrás. Apenas lo sintió llegar cuando el otro le tapó la boca… Cree que era un hombre no muy grande, pero ágil y fuerte. No vio nada más.

De nuevo vuelta a empezar, se dice Tizón con desaliento. Aturdido de frustración y cansancio.

- ¿Dónde quería llevarla?

- No lo sabe. Ya digo que se desmayó con el golpe… Por el sitio, yo creo que la arrastraba a la galería que hay detrás del almacén de cuerdas y espartos cuando le caímos encima.

Aquel plural indigna al comisario.

- ¿Le caímos?… ¿Dónde estabas tú, animal?… Tuvieron que pasarte por delante de las narices.

El otro no abre la boca. Contrito. Tizón lo conoce de sobra, e interpreta correctamente los hechos. Aun así, no da crédito.

- No me digas que te habías dormido…

El silencio del ayudante se prolonga hasta lo culpable. Otra vez parece un mastín grande, torpe y mudo, esperando con las orejas gachas y el rabo entre las piernas la zurra del amo.

- Oye, Cadalso…

- Dígame.

Lo mira con fijeza, reprimiendo el deseo de partirle el bastón en la cabeza.

- Eres un imbécil.

- Sí, señor comisario.

- Me voy a cagar en tu padre, en tu madre y en las bragas de la Virgen.

- Donde a usted le parezca bien, don Rogelio.

- Cafre. Tonto del culo.

Tizón está furioso, sin querer encajar todavía la derrota. Casi al alcance de la mano, estuvo esta vez. A punto de caramelo. Al menos, se consuela, el asesino no tiene motivos para sospechar que se tratara de una trampa. Pudo ser un encuentro casual con una ronda. Un imprevisto. Nada, en fin, que le impida volver a intentarlo. O en eso confía el comisario. Resignado al fin, mascando todavía el despecho, mira alrededor: los vecinos siguen asomados a portales y ventanas.

- Vamos a ver a la muchacha. Y diles a ésos que se metan dentro. Hay peligro de que…

Lo interrumpe un largo quejido del aire. Raaaas, hace, en dirección a la calle de San Miguel. Como si de pronto alguien rasgara con violencia una tela sobre su cabeza.

Entonces, a cuarenta pasos, estalla la bomba.

15

En Cádiz, algunas ordenanzas reales y municipales se promulgan sólo para no cumplirlas. La que limita el exceso de manifestaciones públicas en Carnaval es una de ellas. Aunque oficialmente no hay bailes, música ni espectáculos públicos autorizados, cada cual despide la carne antes de Cuaresma a su manera. Pese a que en las últimas semanas se han intensificado los bombardeos franceses -muchas bombas, sin embargo, siguen sin estallar o caen al mar-, las calles hormiguean de gente: el pueblo bajo celebrándolo en sus barrios, y la buena sociedad haciendo el recorrido tradicional entre saraos particulares y jolgorio de cafés. Pasada la medianoche, la ciudad abunda en disfraces, máscaras, jeringazos de agua, polvos y papelillos de colores. Las familias y grupos de parientes y amigos van de una casa a otra, cruzándose con cuadrillas de negros esclavos y libres que recorren las calles mientras tocan música de tambores y cañas. En la discusión -larga y áspera, incluidas las Cortes- sobre si la ciudad debe ignorar el Carnaval y mantenerse austera a causa de la guerra, o si conviene demostrar a los franceses que todo sigue su curso normal, se imponen los partidarios de lo último. En las terrazas hay faroles de papel con candelillas, visibles desde el otro lado de la bahía; y algunos barcos fondeados han encendido sus fanales, desafiando las bombas enemigas.

Lolita Palma, Curra Vilches y el primo Toño caminan cogidos del brazo por la plaza de San Antonio, esquivando risueños a los grupos de máscaras que meten bulla. Los tres van disfrazados. Lolita lleva un antifaz ancho de tafetán negro, que sólo deja su boca al descubierto, y viste de arlequín, con un dominó blanco y negro, de capucha, puesto por encima. Curra, fiel a su estilo, luce con desparpajo una casaca militar, una saya con tres andanas de flecos y madroños, un gorro de cantinera de tropa y una careta de cartón con bigotes pintados. El primo Toño lleva una máscara veneciana y va de majo torero: marsellés de alamares, calzón muy apretado y redecilla en el pelo, y lleva embutidos en la faja, en lugar de faca albaceteña, tres cigarros habanos y una petaca de aguardiente. Los tres salen del baile del Consulado Comercial, donde han pasado un buen rato con música y refrescos en compañía de algunos amigos: Miguel Sánchez Guinea y su mujer, Toñete Alcalá Galiano, Paco Martínez de la Rosa, el americano Jorge Fernández Cuchillero y otros diputados liberales jóvenes. Ahora, con la excusa de tomar el aire escoltadas por el primo Toño, las dos amigas aprovechan para dar un paseo, disfrutar del ambiente callejero y ver a otra clase de gente.

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