Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Vamos al café de Apolo -propone Curra Vilches.

Es el único día del año en que las mujeres entran sin obstáculos en los cafés gaditanos; para ellas se reservan las confiterías, menos masculinas de maneras, con sus sorbetes y bebidas frías, sus vitrinas de dulces y sus aguamaniles de caoba.

Protesta el primo Toño. Estáis locas, dice. Yo en la cueva de los leones, con dos mujeres guapas. Dios mío. Os van a comer vivas.

- ¿Por qué? -se burla Lolita Palma-. Vamos escoltadas por un majo.

- Por un matador de toros bravos -puntualiza Curra Vilches.

- Además -añade Lolita-, con las máscaras nadie sabe si somos guapas o feas.

Suspira escéptico el primo, resignado a su suerte, mientras toman la dirección del edificio que está en la esquina de la calle Murguía.

- ¿Feas?… Sois palomitas sin hiel, niñas. A estas horas, en Cádiz y en Carnaval, ninguna mujer parece fea.

- ¡La ocasión de mi vida! -bate palmas Curra Vilches, festiva.

Lolita Palma ríe agarrada al brazo de su primo.

- ¡Y de la mía!

Pasan los tres junto a las calesas y carruajes particulares alineados a un lado de la plaza, cuyos cocheros esperan bebiendo en corro de un pellejo de vino, y cruzan el umbral, bajo el tímpano de hierro forjado con la lira que da nombre al establecimiento. El de Apolo es el café habitual del primo Toño; y cuando entran, el encargado lo reconoce pese al disfraz, saludándolo con deferencia mientras se inclina al recibir un duro de plata.

- Una mesa con buena vista, Julito. Donde estén cómodas las señoras.

- No sé si quedará alguna libre, don Antonio.

- Te apuesto otro duro a que no la encuentras… Y lo pierdo.

Reluce una segunda moneda en la palma del encargado, que la hace desaparecer con presteza, vista y no vista, en un bolsillo de su mandil.

- Veremos qué puede hacerse.

Cinco minutos después, rodeados de gente, los tres están sentados bebiendo rosoli de canela, ellas, y una botella de pajarete el primo Toño, en sillas que acaban de disponerles en torno a una mesa de tijera que un mozo del café trajo en alto, colocada junto a las columnas del patio principal. El establecimiento tiene cuatro plantas, dedicadas las dos de arriba, a las que se accede por la calle Murguía, a pensión y alojamiento de viajeros. En las dos de abajo se encuentran el patio principal y el primer piso, con el comedor y varias salas donde suelen hacer tertulia los diputados liberales más exaltados. Hoy, la parte baja hierve de animación. Hay mucha luz, con arañas y candelabros por todas partes que hacen relucir adornos, rasos, bordados y lentejuelas. Desde arriba arrojan papelillos de colores, trompetean matasuegras y vejigas, y una orquesta de cuerda toca alegre música bajo los arcos del fondo. No hay baile, pero mozos con bandejas de bebidas van de un lado a otro mientras se ríe, canta y charla animadamente de mesa a mesa. Las conversaciones, las risas y el humo de cigarros hacen el ambiente achispado y espeso. Lolita Palma lo mira todo, divertida, mientras el primo Toño -se ha subido la máscara a la cabeza para ponerse los lentes- fuma y hace entrechocar los vasos, y Curra Vilches, con su desenfado habitual, apunta picantes comentarios sobre los vestidos, disfraces y personas que hay alrededor.

- No te pierdas aquella de corpiño verde y pelucón blanco. Para mí que es la cuñada de Pancho Zugasti.

- ¿Tú crees?

- Lo que yo te diga… Y ese que le come la oreja no es el marido.

- Qué bruta eres, Currita.

Hay muchos hombres, como es usual en el café. Gaditanos, militares de paisano y forasteros. Pero no pocas mujeres comparten las mesas situadas en el patio y en las salas laterales, o se asoman a las barandillas del primer piso. Algunas son señoras respetables con maridos, parientes y amigos. Otras -Curra Vilches las disecciona con gracia y sin piedad- no lo parecen tanto. El Carnaval desmonta barreras, dejando en suspenso buena parte de las convenciones que, durante el resto del año, la ciudad mantiene con rigor extremo. Cádiz sigue abierta a todos, en estos tiempos convulsos que la convierten en una España en miniatura; pero cada cual conoce el lugar que le corresponde. Cuando se ignora o se olvida, no falta quien lo haga saber. Lo mismo con guerra y Cortes que sin ellas, los disfraces y la alegría carnavalesca no bastan para igualar lo imposible. Puede, piensa Lolita Palma, que algún día esos jóvenes filósofos liberales, los de las discusiones de café, los discursos políticos y las tertulias donde se barajan ilustración, pueblo y justicia, lo cambien todo. O puede que no. Al fin y al cabo, en San Felipe Neri se sientan sacerdotes, nobles, eruditos, abogados y militares. No hay allí comerciantes, tenderos ni pueblo bajo, aunque se diga hablar en nombre y representación de todos ellos. El rey sigue prisionero en Francia, y la soberanía nacional, tan debatida, no es más que unos cuantos pliegos de papel con el nombre de futura Constitución. Hasta en la común algarabía del café de Apolo, eso resulta evidente. Gaditanos, españoles, juntos pero no revueltos. O sólo hasta cierto punto.

- ¿Otra copita?

- Bueno -Lolita se deja servir más licor-. Pero tú quieres destruir mi reputación, primo.

- Pues mira a Curra… No hace ascos.

- Es que ella tiene poquísima vergüenza.

Sigue lloviendo confeti desde el piso de arriba, con efectos de nevada multicolor entre la luz de las bujías. Quitándose un guante, Lolita Palma retira unos papelillos de su copa y bebe despacio, a sorbos. Son muchas las máscaras que alcanza a ver desde donde está sentada: elegantes o no, delicadas, ingeniosas o vulgares; pero también gente vestida de diario, a cara descubierta. Y mientras pasea la vista por el salón, observando rostros e indumentarias, descubre a Pepe Lobo.

- ¿Ése no es tu corsario? -pregunta Curra Vilches, que por casualidad ha seguido la dirección de su mirada.

- Sí, es él.

- ¡Oye!… ¿Dónde vas?

Nunca llegará a saber Lolita Palma -aunque se lo preguntará el resto de su vida- qué la llevó esta noche de Carnaval en el café de Apolo a levantarse, para sorpresa del primo Toño y Curra Vilches, y acercarse a la mesa de Pepe Lobo al amparo del antifaz y la capa de dominó.

Puede que sea la tercera copa de rosoli la que le inspira esa audacia; o tal vez la embriaguez por cuya orilla se desliza, tan ligera y serena que afila sus sentidos en vez de embotárselos, provenga de la música, la nevada de papelillos de colores que llena de espacio corpóreo, irreal, entre las voces alegres y el humo de tabaco que flota en el aire, la distancia que los separa. El capitán de la Culebra está solo, aunque Lolita observa al acercarse que sobre el mármol de su mesa hay una botella y dos vasos. Viste la habitual casaca azul con botones dorados, abierta sobre un chaleco blanco y una camisa cuyo cuello rodea un ancho corbatín negro, y observa el ambiente del café con aire divertido, aunque un poco al margen; sin participar demasiado en la alegría que lo rodea. Al percatarse de una presencia cercana, Lobo alza la vista y ve a Lolita, justo en el momento en que ella se detiene. Los ojos verdes del marino, chispeantes a la luz de las bujías, la recorren de abajo arriba, hasta el antifaz y la capucha de seda negra que ella se ha subido mientras se acercaba. Luego vuelve a mirarla de arriba abajo. Es evidente que no la reconoce.

- Buenas noches, máscara -dice sonriendo.

El gesto, súbito, abre una brecha blanca entre las patillas espesas y morenas, en la piel atezada por el mar. Sin levantarse ni dejar de mirarla, Lobo se inclina un poco sobre la mesa, vierte aguardiente en su vaso y se lo ofrece a Lolita; y ésta, excitada por su propio atrevimiento -siente en ella las miradas horrorizadas de Curra Vilches y el primo Toño, que la vigilan de lejos-, lo acepta y lo lleva a los labios, bajo el antifaz, aunque apenas lo prueba: es un aguardiente fuerte, que quema la boca; con vago sabor a anís. Después le devuelve el vaso al marino, que sigue sonriendo.

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