Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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No se trata de una pregunta, por supuesto. Los dos corsarios permanecen un rato callados, sobre la borda, mirando en la misma dirección: la ciudad que se extiende ante ellos como un enorme barco que, según la luz y el mar, unas veces parece hallarse a flote y otras estar varado en los arrecifes negros que afloran bajo las murallas. Al rato, Maraña saca un cigarro y se lo pone en la boca.

- Bueno. Espero que mates a ese cabrón. Por las molestias.

La oficina de Intendencia de la Real Armada está en un edificio de dos plantas de la calle principal de la isla de León. Hace una hora y media que Felipe Mojarra -chaquetilla parda, pañuelo de hierbas en la cabeza, navaja cerrada en la faja y las alpargatas puestas- aguarda en el estrecho pasillo del piso bajo, entre una veintena de personas: marinos de uniforme, paisanos, ancianos y mujeres vestidas de negro con niños en brazos. Hay neblina de tabaco y rumor de conversaciones. Todas giran en torno a lo mismo: pensiones y sueldos que no llegan. Un infante de marina con casaca corta azul y correaje amarillo cruzado al pecho, que se apoya con descuido en una pared sucia de huellas de manos y manchas de humedad, monta guardia frente al despacho de Pagos e Intervención. Al rato, un escribiente de la Armada asoma la cabeza por la puerta.

- El siguiente.

Algunos miran a Mojarra, que se abre paso y entra en la oficina con un buenos días que nadie responde. De tanto venir, conoce bien el sitio: el pasillo, el despacho y a quienes lo ocupan. Allí, tras una mesa pequeña cubierta de papeles y rodeada de archivadores, sobre uno de los cuales hay media hogaza de pan y una botella de vino vacía, un alférez trabaja asistido por un escribiente. El salinero se detiene ante la mesa. Conoce a ambos de sobra -el alférez siempre es el mismo, aunque los escribientes rotan-; pero sabe que, para ellos, el suyo no es sino un rostro más entre las docenas que reciben cada día.

- Mojarra, Felipe… Vengo a ver cómo va lo del pago por la captura de una cañonera.

- ¿Fecha?

El salinero da los detalles pertinentes. Sigue en pie, pues nadie le ofrece la silla que hay en un rincón: está puesta deliberadamente aparte, para evitar a quienes entran la posibilidad de sentarse. Mientras el escribiente busca en los archivadores, el alférez vuelve a ocuparse de los documentos que tiene sobre la mesa. Al poco, el otro le pone delante un libro de registro abierto y un cartapacio con papeles manuscritos.

- ¿Mojarra, ha dicho?

- Eso es. También figura a nombre de Francisco Panizo y de Bartolomé Cárdenas, ya fallecido.

- No veo nada.

Es el escribiente quien, de pie junto al alférez, señala una línea en el registro. Al reparar en ello, el otro abre el cartapacio y busca entre los documentos que contiene hasta dar con el adecuado.

- Sí, aquí está. Solicitud de premio por captura de una cañonera francesa en el molino de Santa Cruz… No hay resolución, por el momento.

- ¿Cómo dice?

El alférez encoge los hombros sin levantar la vista. Tiene los ojos saltones, el pelo escaso, y necesita un afeitado. Aire de fatiga. Por el cuello de la casaca azul, desabotonada con descuido, asoma una camisa poco limpia.

- Digo que está sin resolver -responde con indiferencia-. Que no se ha tramitado por la superioridad.

- Pero el papel que hay ahí…

Una ojeada despectiva, breve. De funcionario ocupado.

- No muy bien… No.

El otro golpetea con una plegadera sobre el documento.

- Esto es una copia del oficio original: la solicitud de usted y de sus compañeros, que todavía no ha sido aprobada. Necesita la firma del capitán general, y luego la del interventor y el tesorero de la Armada.

- Pues ya tendría que estar, creo yo.

- Mientras no se lo denieguen, puede darse por satisfecho.

- Ha pasado mucho tiempo.

- Y a mí qué me cuenta -con gesto hastiado, áspero, el alférez señala la puerta con la plegadera-. Ni que el dinero fuera mío.

Dando por terminado el asunto, baja de nuevo la vista a sus papeles. Pero la alza enseguida, al advertir que el salinero no se mueve.

- Le he dicho…

Se interrumpe al observar el modo en que Mojarra lo mira. Luego observa las manos colgadas por los pulgares en la faja, a uno y otro lado de la navaja que hay metida en ella. Las facciones duras, curtidas por el sol y los vientos de los caños, del hombre que tiene delante.

- Oiga, señor oficial -dice el salinero sin alterar el tono-. Mi cuñado murió por esa lancha francesa… Y yo estoy luchando en la Isla desde que empezó la guerra.

Lo deja ahí, sosteniendo la mirada. Su calma sólo es formal. Suelta una inconveniencia más, está pensando, y puede que te lleve por delante y me busque la ruina. Como hay Dios. El alférez, que parece penetrarle el pensamiento, dirige una rápida mirada a la puerta tras la que se encuentra el infante de marina. Después recoge velas.

- Estas cosas son así, llevan su tiempo… La Armada está mal de fondos, y es demasiado dinero.

Esta vez suena distinto. Forzado y conciliador. Más suave. Cauto. Son tiempos inseguros, con eso de la Constitución en marcha; y nunca sabe uno a quién puede encontrarse en mal momento por la calle. De pie con el cartapacio entre los brazos, el escribiente asiste a la escena sin despegar los labios. Mojarra cree advertir un secreto regocijo en el modo con que mira de reojo al superior.

- Pero somos gente necesitada -argumenta.

Hace el alférez un ademán de impotencia. Ahora parece sincero, al menos. O desea parecerlo.

- ¿Usted cobra su paga, amigo?

Asiente el salinero, desconfiado.

- A veces. Con algún socorro en comida.

- Pues tiene suerte. La comida, sobre todo. Esa que está en el pasillo también es gente necesitada. No pueden combatir ni valen para nada, así que ni eso les dan… Écheles un vistazo al salir: marinos viejos en la miseria porque no cobran su pensión, mutilados, viudas y huérfanos sin socorro ninguno, sueldos que nadie paga desde hace veintinueve meses. Cada día entran por esa puerta casos más graves que el suyo… ¿Qué espera que haga yo?

Sin responder, Mojarra se dirige a la puerta. En el umbral se demora un instante.

- Atendernos con humanidad -responde, hosco-. Y no faltar al respeto.

En el arrecife que la bajamar deja al descubierto, quinientas varas más allá del castillo de Santa Catalina, junto a la Caleta, un farol puesto en el suelo irregular de piedra ostionera ilumina de lejos a dos hombres inmóviles, de pie a quince pasos uno de otro y cada cual en un extremo del diámetro del círculo de luz. Los dos tienen la cabeza descubierta y van sin abrigo. Lo usual sería que estuviesen en mangas de camisa o con el torso desnudo -demasiada tela en el cuerpo aumenta el riesgo de fragmentos e infecciones en caso de recibir un balazo-, pero son las dos de la madrugada y hace frío. Poca ropa encima haría temblar el pulso a la hora de apuntar, aparte de la posibilidad de que un estremecimiento pueda ser mal interpretado por los testigos de la escena: cuatro hombres que, envueltos en sobretodos y capas, se recortan en los destellos lejanos del faro de San Sebastián formando grupo aparte, silenciosos y solemnes. De los dos enfrentados, uno viste casaca de uniforme azul, calzón ceñido del mismo color y botas militares; el otro va de negro. De ese color es, incluso, el pañuelo que oculta el cuello de su camisa. Pepe Lobo ha decidido seguir el consejo experto de Ricardo Maraña: cualquier color claro es una referencia para que el otro apunte. Así que ya sabes, capitán. De negro y de perfil, menos blanco para una bala.

Muy quieto, mientras espera la señal, el corsario intenta relajarse. Respira pausado, aclarando los sentidos. Esforzándose por no tener en la cabeza más que la figura que el farol ilumina enfrente. Su mano derecha, caída a lo largo del cuerpo, mantiene contra el muslo el peso de una pistola de llave de chispa de cañón largo, apropiada para el asunto que lo ocupa. La gemela está en la mano del adversario, al que Pepe Lobo no puede distinguir del todo bien, pues se encuentra, como él mismo, en el límite del círculo de luz, alumbrado desde abajo por el farol que le da un aspecto fantasmal, indeciso entre la luz y la sombra. La visión de ambos mejorará en un momento, cuando llegue la señal y los adversarios caminen acercándose al farol, cada vez más iluminados mientras avanzan. Las reglas acordadas por los padrinos son sencillas: un solo tiro a discreción, con libertad del momento para hacer fuego a medida que se aproximen uno al otro. Desde lejos, quien dispare antes tendrá la ventaja de la primera oportunidad, pero también el riesgo de errar el tiro en la distancia. Quien lo haga de cerca tendrá a su favor mayor facilidad para acertar, pero la desventaja de recibir el disparo si espera demasiado antes de apretar el gatillo. Es como jugar cartas a las siete y media: pierde lo mismo el que se pasa que quien se retrasa y no llega.

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