Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- ¡Están dentro! -grita alguien-. ¡Son guerrilleros y están dentro!
A Desfosseux, que ha creído reconocer la voz del sargento Labiche, se le eriza la piel. El recinto artillero es un pandemónium de carreras, gritos y fogonazos de tiros, de sombras, luces, reflejos y siluetas que se mueven, se agrupan o se enfrentan unas con otras. Resulta imposible distinguir quién es amigo y quién no lo es. Intentando mantener la cabeza fría, el capitán retrocede con la espalda pegada al cobertizo, se asegura de que no tiene enemigos cerca, y mira hacia la posición fortificada donde están Fanfán y sus hermanos: en la trinchera protegida por tablones y fajinas que lleva hasta allí, hay fogonazos de tiros y relucir de sables y bayonetas. Se lucha cuerpo a cuerpo. Entonces comprende al fin lo que ocurre. Nada de guerrilleros: es un golpe de mano desde la playa. Los españoles han desembarcado para destruir los obuses.
- ¡Aquí! -aúlla-. ¡Venid conmigo!… ¡Hay que salvar los cañones!
Es por Soult, piensa de pronto. Naturalmente. El mariscal Soult, comandante en jefe del ejército francés de Andalucía, ha relevado personalmente a Víctor al mando del Primer Cuerpo, y se encuentra de inspección oficial en la comarca: Jerez, El Puerto de Santa María, Puerto Real y Chiclana. Hoy duerme a una milla de aquí, y mañana tiene previsto visitar el Trocadero. Así que el enemigo ha decidido madrugar, dándole la bienvenida con una función nocturna. Conociendo a los españoles -a estas alturas, Simón Desfosseux cree conocerlos bien-, es probable que se trate de eso. Lo mismo ocurrió el año pasado, cuando la visita del rey José. Así que maldita sea su estampa: la de ellos y la del mariscal. A juicio del capitán de artillería, nada de aquello debería ser asunto suyo, ni de su gente.
- ¡A la batería!… ¡Socorred la batería!
Como respuesta al reclamo, una de las sombras que se mueven cerca descerraja un tiro que le falla por dos palmos y levanta astillas en el cobertizo, a su espalda. Desfosseux se retira de la luz, prudente. No se decide a acometer con sablazos, pues sabe que los españoles son temibles en el cuerpo a cuerpo. Está harto de ver navajas enormes, de esas que hacen clac-clac-clac al abrirse, en sus peores pesadillas. Y tampoco quiere descargar, con resultado incierto, su única pistola. La duda se la resuelven varios soldados que acuden corriendo y la emprenden a tiros y bayonetazos con los enemigos hasta despejar el camino. Buenos chicos, piensa el capitán uniéndose a ellos con alivio. Gruñones y poco de fiar en momentos de inactividad y tedio, pero siempre animosos a la hora de batirse.
- ¡Venid! ¡Vamos a los cañones!
Simón Desfosseux es el extremo opuesto de un héroe del Imperio. Su idea de la gloria bélica de Francia es relativa, y ni siquiera se considera un soldado; pero cada cosa tiene su lugar y su momento. La cercanía del combate a sus preciados obuses Villantroys-Ruty, entre los que desde hace algunos días se cuentan otras piezas fundidas en Sevilla sobre las que el artillero alberga sólidas esperanzas -Lulú y Henriette, las ha bautizado la tropa-, lo pone fuera de sí, sólo con imaginar que Manolo ponga las manos en sus bronces inmaculados. De modo que, a la cabeza de media docena de hombres, con el sable por delante en previsión de algún mal encuentro, el capitán corre a la posición atacada, que es un caos de fogonazos, gritos y golpes. Allí se combate cuerpo a cuerpo en una confusión enorme. Al resplandor de otra gran llamarada que se levanta sobre los cobertizos, Desfosseux reconoce al teniente Bertoldi, en camisa, que pelea a culatazos con una carabina cogida por el cañón.
Suenan cerca -demasiado cerca, para espanto del artillero- gritos en español. V á monos, parece que dicen. V á monos. Un pequeño grupo de sombras, agazapadas hasta ese momento en la penumbra, se destaca de pronto y corre al encuentro de Simón Desfosseux. Este no tiene ocasión de establecer si se trata de enemigos que atacan o se retiran; lo cierto es que vienen justo en su dirección, y cuando están a cuatro o cinco pasos brillan breves fogonazos y algunas balas pasan zurreando junto al capitán. También reluce acercándose desnudo, rojizo por el incendio distante, metal de bayonetas o navajas. Con una aguda sensación de pánico al ver que le viene todo eso encima, Desfosseux levanta la pistola -una pesada año IX de culata gruesa-, dispara un tiro a bulto, sin apuntar, y se pone a dar sablazos a voleo, con objeto de mantener alejados a los atacantes. La hoja del sable está a punto de alcanzar a uno de ellos, que pasa muy cerca del capitán, agachada la cabeza, tira un rápido navajazo que sólo roza la camisa de dormir de Desfosseux, y se aleja corriendo en la oscuridad.
No es fácil huir casi a ciegas, con la faca abierta en una mano y el fusil descargado en la otra. El largo Charleville francés estorba mucho a Felipe Mojarra mientras corre alejándose de la batería; pero su pundonor salinero le impide dejarlo atrás. Un hombre que se vista por los pies no regresa sin su arma, y él nunca abandonó la suya, por mal que anduvieran las cosas. En este tiempo, los fusiles no sobran. Por lo demás, el ataque a la Cabezuela ha sido un desastre. Algunos de los compañeros que corren cerca, en la oscuridad, intentando ganar la playa y los botes que deben estar allí, esperando -ojalá no se hayan ido, piensa con angustia el salinero-, gritan ¡traición!, como de costumbre cuando las cosas vienen mal dadas, y la incompetencia de los jefes, la falta de organización y la poca vergüenza ponen a la gente a los pies de los caballos. Todo fue torcido desde el principio. El ataque, previsto a las cuatro de la madrugada, tenían que llevarlo a cabo catorce zapadores ingleses, mandados por un teniente, con una partida de veinticinco escopeteros de la Isla, apoyados por cuatro lanchas cañoneras del apostadero de punta Cantera y media compañía de cazadores del regimiento de Guardias Españolas, que se encargarían de proteger en la playa el ataque y el reembarque de la fuerza. Sin embargo, a la hora señalada los cazadores no se habían presentado, y los botes que aguardaban en la oscuridad de la bahía, frente a la Cabezuela, con los remos envueltos en trapos para atenuar el chapoteo, corrían peligro de ser descubiertos. Entre seguir adelante o retirarse, el teniente de los salmonetes decidió no esperar más. Gou ajead, le oyó decir Mojarra. O algo así. Quería, murmuró alguien, su chorrito de gloria. El desembarco empezó bien en la oscuridad, sin luna, con los escopeteros desparramándose en silencio por la playa y los primeros centinelas franceses degollados en sus puestos antes de que dijeran esta boca es mía; pero luego se complicaron las cosas sin saber cómo -un disparo aislado, después otro, y al final, alarma general, incendio, tiroteo y bayonetazos a mansalva-, de manera que al poco rato ingleses y españoles luchaban, ya no por destruir la batería enemiga, sino por salvarse ellos mismos. Es lo que hace en este momento Felipe Mojarra: correr como un gamo hacia la playa, por su vida, a riesgo de tropezar en lo oscuro y romperse la cabeza. Con la navaja empalmada en una mano y la otra sin soltar el fusil. Mientras piensa, resignado por su carácter y por su raza, que algunas veces se gana y con frecuencia se pierde. Aunque esta noche no quisiera perder. Del todo, al menos. El salinero es consciente de que, si resulta capturado, su vida no valdrá una moneda de cobre. Las ropas civiles, para todo español que cae armado en manos gabachas, suponen sentencia automática de muerte. Los mosiús se ensañan especialmente con los prisioneros sin uniforme, a los que tratan de guerrilleros aunque hayan combatido como soldados regulares y lleven la escarapela roja cosida en el gorro o en la ropa junto a las estampas de santos, medallas y escapularios. Fue así como Felipe Mojarra perdió a dos primos suyos hace tres años, después de la batalla de Medellín, cuando el mariscal Víctor -el mismo que hasta hace poco estuvo al mando del asedio de Cádiz- hizo fusilar a cuatrocientos soldados españoles, casi todos heridos, que no vestían otra cosa que sus pobres ropas de campesinos.
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