Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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En ello se mezclan experiencias anteriores con íntimas sensaciones: lugares con casas, patios o almacenes abandonados, solares protegidos de miradas indiscretas, calles que permiten resguardarse y desaparecer con facilidad, ángulos callejeros donde el viento se comporta de la misma forma en determinadas condiciones, y donde Tizón ha llegado a advertir el desasosiego -físicamente real o imaginario, en eso sigue sin ponerse de acuerdo con Hipólito Barrull ni consigo mismo- de la repentina ausencia de aire, sonido y olor, semejante a penetrar por un instante en una estrecha campana de vacío. Los endiablados vórtices, o como de veras se llamen, o lo que sean: remolinos de horror ajeno y propio. Es cierto que, con los medios de que dispone, al comisario le es imposible cubrir todos esos lugares al mismo tiempo. Ni siquiera está convencido de que muchos otros, semejantes, no escapen a su cálculo. Pero sí puede, y lo hace, establecer un sistema de controles aleatorios. Algo parecido, por volver al símil del pescador, a calar la red en lugares donde no es seguro que haya pesca, pero donde sabe, o cree saber, que acuden los peces. Y cada día, con cebo o sin él, Tizón visita esos sitios, los estudia en el plano de la ciudad hasta aprenderse cada rincón de memoria, organiza discretas rondas de agentes y recurre a los ojos y oídos de una trama de confidentes que, si antes tuvo siempre a punto, ahora mantiene alerta con experta, y eficaz, combinación de propinas y amenazas.

El arco del Pópulo es uno de esos puntos inquietantes. Pensativo, el policía contempla la bóveda del pasadizo. El lugar, situado a espaldas del Ayuntamiento, es céntrico, transitado y con casas de vecinos y comercios abiertos en las proximidades; aunque esta noche la tormenta no deje ver más que postigos cerrados en la oscuridad y chorros de agua que caen por todas partes. Sin embargo, Rogelio Tizón sabe que ésta es una de esas marcas en el mapa-tablero de ajedrez que le quitan el sueño por las noches y el sosiego durante el día: siete piezas comidas por el adversario y sólo un amago de su parte. Durante dos noches mantuvo aquí la vigilancia con su cebo correspondiente -una joven reclutada en la calle de Hércules-, sin resultado. Y aunque el asesino no acudió a la cita, la bomba sí lo hizo al fin, cayendo la pasada madrugada a pocos pasos, en la plazuela de la calle de la Virreina. Por eso, pese a la lluvia y el cansancio de la jornada, el policía ronda sin decidirse a volver a casa. Aunque las condiciones no son adecuadas, con el aguacero, el viento y los relámpagos, él sigue dando vueltas bajo la lluvia, escudriñando cada rincón y cada sombra, en el permanente esfuerzo por comprender. Por ver el mundo con una mirada idéntica a la del hombre al que busca.

Por un momento, a la parva luz de la lamparilla encendida bajo la imagen sagrada que hay en una de las paredes del pasadizo, bajo las tinieblas del arco, el policía ve una sombra. Hay allí un bulto oscuro que antes no estaba, y eso dispara su instinto y sus sentidos, alertándolo como un perro que presintiera la caza. Con mucho sigilo, procurando no recortarse en la penumbra de la calle, Tizón se acerca a la pared más próxima para disimularse en ella, confiando en el ruido de la lluvia para acallar el sonido de sus botas en los charcos. Permanece así inmóvil, empuñando firme el bastón con pomo de bronce, mientras siente el agua chorrear por su sombrero y su capote impermeable. Pero el bulto -escorzo de silueta masculina cerca de la lamparilla- sigue quieto. Al fin, el policía decide acercarse con cautela, listo el bastón. Está a mitad del pasadizo cuando no puede evitar que sus pasos resuenen en la bóveda. Entonces el bulto se mueve un poco.

- Maldito vino -dice una voz-. No acaba uno de orinarlo nunca.

El timbre es joven y el tono displicente. Tizón se detiene junto a la silueta, que ahora se destaca con más nitidez en la oscuridad: esbelta y negra. De pronto no sabe qué decir. Busca un pretexto para demorarse un poco, en vez de seguir camino.

- No es sitio para hacer necesidades -dice con sequedad.

El otro parece calcular, en silencio, lo pertinente del comentario.

- No me fastidie -concluye.

Acaba en un golpe de tos. Tizón intenta verle la cara, pero la lamparilla del muro sólo alumbra su contorno. Al cabo escucha rumor de paño -el otro se está abrochando la portañuela, supone- y la luz menuda ilumina el rostro flaco, de ojos oscuros y profundos; un hombre de poco más de veinte años, bien parecido, que observa a Tizón con desdén.

- Métase en sus asuntos -dice.

- Soy comisario de policía.

- Me importa un carajo lo que sea.

Está cerca y huele a vino. A Tizón no le gusta su insolencia, y mucho menos el tono despectivo en que se manifiesta. Por un momento, llevado por los impulsos automáticos del oficio y la costumbre, se plantea poner en danza el pomo del bastón y pasar a mayores. Estúpido lechuguino. En ese momento cae en la cuenta de que le resulta conocido. Barcos, tal vez. De pronto cree recordar a un marino. Oficial, seguramente. De ahí el vino y la chulería. Distinta, en todo caso, del desgarro de marineros, jaques, majos y demás guapeza gaditana. Éste huele más a descaro fino, hastiado. De buena familia.

- ¿Algún problema?

La nueva voz ha sonado a su espalda y casi sobresalta al comisario. Un segundo hombre se ha acercado. Al volverse, Tizón ve a su lado a un sujeto moreno, de patillas anchas, que viste casaca de botones dorados. La lamparilla ilumina unos ojos tranquilos, de tonos claros.

- ¿Están juntos? -pregunta Tizón.

El silencio del recién llegado supone una respuesta afirmativa. Tizón balancea el bastón en su mano derecha. No hay otro problema, comenta, que los que pueda causar su amigo. El otro sigue mirándolo, inquisitivo. Va sin sombrero, con el pelo mojado de lluvia. La lamparilla hace relucir gotas gruesas y recientes en sus hombros. También huele a taberna.

- Policía, le he oído decir -comenta al fin.

- Soy comisario.

- Y su trabajo es vigilar que nadie eche una meada en la calle, en noches como ésta… Lloviendo a cántaros.

Lo ha dicho con sangre fría y mucha sorna. Mal comienzo. Por su parte, Rogelio Tizón acaba de reconocerlos: son los dos corsarios, capitán y teniente, con los que el verano pasado tuvo conversación nocturna en la Caleta. Una charla tan poco agradable como ésta, aunque menos húmeda. Ocurrió cuando investigaba aquella historia de contrabando y viajes por la bahía que acabó llevándolo hasta el Mulato.

- Mi trabajo, camarada, es el que me parece oportuno.

- No somos sus camaradas -replica el más joven.

Reflexiona brevemente Tizón. Con gusto le abriría la cabeza de un bastonazo al petimetre -ahora recuerda que el encuentro anterior le dejó esas mismas ganas-, pero se trata de gente cruda, y el negocio no iba a resolverse con facilidad. De estos casos sale uno, si nada lo remedia, con los pies fríos y la cabeza caliente. Y más allí, solo en el pasadizo, frente a dos hombres cargados de vino pero no lo bastante, todavía en la fase de firmeza agresiva, peligrosa. Y Tizón, sin un rondín cerca. Con la lluvia, se dice con amargura, estarán todos al resguardo de cualquier taberna. Hijos de la grandísima. De manera que, al hablar de nuevo, procura dar a sus palabras el tono adecuado. Más diplomático.

- Voy detrás de alguien -admite con deliberada simpleza- y me confundí en la oscuridad.

Un relámpago exterior ilumina el túnel como un brusco cañonazo a contraluz, recortando las siluetas de los tres hombres. El de las patillas -capitán Lobo, de la Culebra, cae de golpe Tizón- mira al comisario sin decir nada, cual si considerase a fondo lo que acaba de escuchar. Luego hace un breve movimiento afirmativo.

- Ya nos conocemos -dice.

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