Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- En cualquier caso -apuntó-, necesitábamos algo que ofrecer a la opinión pública. Y lo tenemos: un espía confeso, sospechoso de… En fin. Todo puede orientarse como es debido. Conozco a la gente de los periódicos.

El gobernador agitó débilmente una mano despectiva.

- Yo también los conozco. Más de lo que desearía… Pero imagine que no es él. Que se difunde la noticia y que mañana el asesino vuelve a matar de nuevo.

- Por eso no he echado las campanas al vuelo, mi general. Todo se conduce con mucha discreción. Ni lo del espionaje ha salido a la luz, todavía… Ese individuo ha desaparecido de la vida pública, de momento… Nada más.

Asentía Villavicencio, el aire distraído. Toda Cádiz está al corriente de que le queda poco tiempo en el cargo: es uno de los más conspicuos candidatos a formar parte de la nueva Regencia, a elegir en las próximas semanas. Seguramente lo sustituirá como gobernador don Cayetano Valdés, que ahora dirige con mano de hierro las fuerzas sutiles que defienden la bahía: un marino curtido y duro, veterano de los combates navales de San Vicente y de Trafalgar, con fama de seco y directo. Así que ojalá todo quede resuelto antes, pensó Tizón. Con Valdés en Capitanía, menos político y relamido que Villavicencio, no valdrán sobreentendidos, ambigüedades ni paños calientes.

- Imagino que todo irá como es debido -dijo de pronto el gobernador -. Me refiero a la pesquisa.

- ¿La pesquisa?

- El interrogatorio. Que se estará haciendo sin excesos ni, ejem… Violencia innecesaria.

El intendente general García Pico abrió la boca, por fin. Casi escandalizado, o procurando parecerlo.

- Por supuesto, señor gobernador. Es impensable…

Villavicencio no le hizo mucho caso. Miraba directamente a Tizón, a los ojos.

- En cierto modo es oportuno que sea usted, comisario, quien se haga cargo de esta parte del procedimiento… La jurisdicción militar es más rígida. Menos…

- ¿Práctica?

No lo he podido evitar, se lamentó Tizón para su capote. Maldita sea mi cochina boca. Los otros lo miraban con censura. A ninguno de ellos le había pasado inadvertido el sarcasmo.

- Las nuevas leyes -dijo el gobernador tras un instante- obligan a limitar el tiempo de detención y a suavizar los métodos de interrogatorio. Todo eso figurará negro sobre blanco en la Constitución del reino… Pero el asunto de ese detenido no será oficial mientras ustedes no lo comuniquen como tal.

Aquel plural no le gustó nada a García Pico. Por el rabillo del ojo, Tizón veía al intendente removerse molesto en su silla. En cualquier caso, prosiguió el gobernador, a él nadie le había comunicado nada, aún. Oficialmente, por supuesto. Y tampoco había por qué dar tres cuartos al pregonero. Hacerlo público los colocaría a todos en posición difícil. Sin marcha atrás posible.

- Ahí puedo tranquilizar a usía -se apresuró a decir García Pico-. Técnicamente, esa detención todav í a no ha ocurrido.

Un silencio patricio, aprobatorio. Villavicencio separó las yemas de los dedos, asintió lentamente y volvió a juntarlas con la misma delicadeza que si estuviera manejando el micrómetro de un sextante.

- No están los tiempos para quebraderos de cabeza con las Cortes. Esos señores liberales…

Se calló enseguida, cual si no hubiera más que añadir, y Tizón supo que no era una confidencia ni un descuido. Villavicencio no comete deslices de esa clase, ni es dado a confianzas políticas con subalternos. Se trataba, sólo, de recordarles su posición respecto a cuanto se debate en San Felipe Neri. Aunque el gobernador de Cádiz guarda escrupulosamente las formas, no es ningún secreto que simpatiza con el bando de los ultrarrealistas y confía como ellos en que, a su regreso, el rey Fernando devuelva las cosas a su sitio y la cordura a la nación.

- Por supuesto -apuntó García Pico, siempre al quite-. Puede usía estar tranquilo.

- Lo hago responsable, intendente -la mirada poco amistosa no se dirigía a García Pico, sino a Tizón-. A usted y, naturalmente, al comisario… Ninguna comunicación pública antes de tener resultados. Y ni una línea en los periódicos antes de que dispongamos de una confesión en regla.

En ese punto, sin moverse del asiento, Villavicencio hizo un ademán negligente con la mano de la esmeralda. Una vaga despedida, que el intendente general y el comisario interpretaron de modo correcto, poniéndose en pie. La orden de alguien acostumbrado a darlas sin necesidad de abrir la boca.

- Por supuesto -comentó el gobernador mientras se levantaban-, esta conversación nunca tuvo lugar.

Ya iban camino de la puerta cuando habló de nuevo, inesperadamente.

- ¿Es usted hombre devoto, comisario?

Aquello hizo volverse a Tizón, desconcertado. Una pregunta así no era banal en boca de alguien como don Juan María de Villavicencio, marino de ilustre carrera, hombre de misa y comunión diaria.

- Bueno… Eh… Lo corriente, mi general… Poco más o menos.

El gobernador lo observaba desde su asiento, tras la formidable mesa de despacho. Casi con curiosidad.

- En su lugar, yo rezaría para que ese espía detenido sea también el asesino de las muchachas -juntó otra vez las yemas de los dedos-. Para que nadie vuelva a matar a ninguna… ¿Se hace cargo de lo que digo?

Viejo cabrón, pensaba Tizón tras su rostro impasible.

- Perfectamente -respondió-. Pero usía dijo que convenía tener a alguien disponible de cualquier modo… Como reserva.

El otro enarcó las cejas con extrema distinción. Parecía hacer memoria recurriendo a su mejor voluntad.

- ¿Eso dije? ¿De veras? -miraba al intendente como apelando a su memoria, y García Pico hizo un ademán evasivo-… En cualquier caso, no recuerdo haberme expresado exactamente así.

Ahora, en la muralla y frente al mar, el recuerdo de la conversación con Villavicencio desazona a Rogelio Tizón. Las certezas de los últimos días han dado paso a las dudas de las últimas horas. Eso, cruzado con las palabras del gobernador y la actitud, pasiva y lógica, del intendente general, lo hacen sentirse vulnerable; como un rey que, en el tablero, viera desaparecer las piezas que hasta ahora le proporcionaban la posibilidad de un enroque seguro. Y sin embargo, esas cosas llevan tiempo. Establecer seguridades requiere su procedimiento cuidadoso. Su método. Y el peor enemigo de todo son las prisas. Objetivamente, una dracma de más o de menos rompe el equilibrio de las cosas -el límite entre lo posible y lo imposible, la certeza y el error- lo mismo que un quintal.

Una explosión lejana, en el centro de la ciudad. La segunda, hoy. Con el cielo despejado y el cambio de viento, los franceses vuelven a tirar desde la Cabezuela. El estampido, amortiguado por los edificios interpuestos, desazona a Tizón. No por las bombas ni sus efectos, a los que se acostumbró hace tiempo, sino porque son recuerdo constante de lo endeble que puede ser -que tal vez es, piensa inquieto- la jugada que lo ocupa; el castillo de naipes que, a cada momento, puede verse desbaratado con la noticia que teme. Una noticia que, en cierto extraño modo, espera con sentimientos contradictorios: curiosidad y desasosiego. Una certeza de error que aliviaría, al fin, la agonía de su incertidumbre.

Apartándose del repecho, el comisario se aleja de la muralla, camino de lo que en los últimos días hace casi a diario, hasta el punto de convertirse en rutina: un recorrido por los seis lugares de la ciudad donde murieron las muchachas, despacio, observando cada detalle, atento al aire, la luz, la temperatura, los olores, las sensaciones que experimenta paso a paso. Calculando, una y otra vez, sutiles jugadas de ajedrez de un adversario invisible cuya mente compleja, inaprensible como la idea última de Dios, se funde con el mapa de esta Cádiz singular, rodeada de mar y surcada de vientos. Una ciudad de la que Rogelio Tizón ya no es capaz de ver la estructura física convencional hecha de calles, plazas y edificios, sino un paisaje enigmático, siniestro y abstracto como una red de latigazos: el mismo mapa inquietante que adivinó trazado en la espalda de las muchachas muertas, y que pudo -o sólo creyó, tal vez- confirmar después en el plano que Gregorio Fumagal dice haber quemado en la estufa de su gabinete. El diseño oculto de un espacio urbano que parece corresponder, en cada línea y parábola, con la mente de un asesino.

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