Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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En la puerta del barracón, Simón Desfosseux ve a dos oficiales españoles que, protegidos del aguacero bajo un toldo de lona y vigilados por un centinela con la bayoneta calada, observan de lejos la escena. Los dos visten uniforme azul de la Armada enemiga. Uno lleva un brazo en cabestrillo y otro luce en su casaca las charreteras de teniente de navío. Desfosseux está al tanto de que el temporal hizo garrear ayer su falucho, arrojándolo contra el Trocadero. Con mucha pericia, y haciendo de la necesidad virtud, el teniente de navío hizo dar vela para conseguir gobierno, eligiendo así un lugar de varada en la playa misma de la Cabezuela, en vez de hacerlo sobre unas piedras peligrosamente próximas. Luego intentó quemar su embarcación, aunque se lo impidió la lluvia, antes de ser capturado con el segundo de a bordo y veinte hombres de tripulación. Ahora, los españoles esperan el primer envío de prisioneros a Jerez, etapa inicial del cautiverio en Francia.
En la parte baja de la hondonada, cerca de la orilla del caño y vigilado cada uno de ellos por dos gendarmes con su característico bicornio -impecables como suelen, pese a la lluvia- y carabinas colgadas a la funerala bajo las capas azules, los tres desertores aguardan el cumplimiento de la sentencia. El capitán Desfosseux se sitúa con Bertoldi entre el grupo de oficiales y echa una ojeada curiosa a los reos. Están de pie bajo el aguacero, sin capotes, descubierta la cabeza y las manos atadas a la espalda; uno en chaleco y mangas de camisa, y los otros con sus guerreras azules empapadas, llenos de barro los pantalones de estameña marrón requisada en los conventos. El que está en mangas de camisa es un caporal, comenta alguien. Un tal Wurtz, de la 2. acompañía. Los otros son muy jóvenes, o lo parecen. Uno de ellos, flaco y pelirrojo, mira espantado alrededor mientras tiembla con violencia -frío o miedo-, hasta el punto de que deben sostenerlo los gendarmes. Un coronel del estado mayor del duque de Bellune -renegará en sus adentros de que lo hayan hecho venir desde Chiclana con este tiempo- se acerca a los prisioneros con un papel en las manos. El suelo fangoso, blando en unos sitios y resbaladizo en otros, le entorpece el paso. Un par de veces está a punto de caerse.
- Empieza la farsa -murmura alguien entre dientes, a espaldas de Desfosseux.
El coronel hace un intento de leer en voz alta la sentencia, pero la lluvia y el viento se lo impiden. A las pocas palabras, desistiendo, dobla la hoja de papel mojado y hace un gesto al suboficial de gendarmes, que cambia unas palabras con sus hombres mientras un piquete de infantería, dispuesto fuera de la vista de los reos, se agrupa de mala gana junto al barracón. Los tres hombres han sido puestos ahora de espaldas, vueltos hacia el caño, mientras les vendan los ojos. El que está en mangas de camisa se debate un poco, resistiéndose. Uno de sus compañeros -un muchacho menudo y moreno- se deja hacer mansamente, como sonámbulo; pero al pelirrojo, apenas se apartan los gendarmes, le fallan las piernas y cae sentado al suelo, en el barro. Sus gemidos se escuchan en toda la hondonada.
- Podían haberlos atado a un poste -comenta el teniente Bertoldi, escandalizado.
- Unos gastadores clavaron unos maderos -apunta un capitán-. Pero los tumbó el agua… El suelo está demasiado blando.
El piquete forma ya detrás de los condenados: doce hombres con fusiles y un teniente del 9.° ligero con capa azul, el sombrero chorreando y el sable desenvainado. Por orden del mariscal Víctor, los verdugos pertenecen al mismo regimiento que los sentenciados. Los infantes tienen el aire hosco y es evidente su poca gana de estar allí: la lluvia hace relucir el hule negro de los chacós y los capotes con cuyos faldones protegen del agua las llaves de fuego de sus armas. El muchacho pelirrojo sigue sentado en el barro, las manos atadas a la espalda y el cuerpo inclinado hacia adelante, gimiendo sin parar. El que está en mangas de camisa vuelve un poco hacia atrás el rostro con los ojos vendados, como si no quisiera pasar por alto el momento en que le disparen. Ahora el oficial del piquete dice algo mientras apoya la hoja del sable en su hombro, luego alza el brazo y los fusiles se ponen más o menos horizontales. No muy rápidos, algunos. En principio, cuatro de ellos deben apuntar a la espalda de cada reo, cuyas figuras destacan sobre la corriente revuelta del caño cercano.
Simón Desfosseux no llega a oír la orden de fuego. Sólo advierte los estampidos irregulares de los fusiles -los tiros suenan sueltos, casi con desgana, en vez de la reglamentaria descarga cerrada, y algún cebo no llega a prender con el chispazo- y la humareda blanquecina de pólvora que se disipa de inmediato en la lluvia.
- Joder, joder -murmura Bertoldi-. Joder.
Una chapuza, piensa Desfosseux, propia del día y las circunstancias. Casi está a punto de vomitar el brebaje bebido hace menos de media hora. El desertor del chaleco ha caído de bruces al barro, inmóvil, y la lluvia le extiende con rapidez una mancha bermeja por las mangas de la camisa mojada. Pero el joven menudo y moreno, tumbado sobre un costado, patalea en el barro por el que intenta arrastrarse pese a las manos atadas a la espalda, dejando un reguero de sangre mientras alza la cara -todavía lleva los ojos vendados- a la manera de un ciego que intentase ver lo que ocurre alrededor. En cuanto al pelirrojo, sigue sentado en el suelo, gimoteando aterrado pero sin un rasguño visible, entre las ráfagas de lluvia que lo acribillan todo.
La bronca del coronel de estado mayor al teniente, y la de éste al huraño piquete, llega nítidamente hasta Simón Desfosseux. Los soldados que rodean la hondonada se miran unos a otros o maldicen sin disimulo mirando a los oficiales. Nadie sabe qué hacer. Tras una vacilación, el teniente saca una pistola de debajo de su capa, y con paso indeciso pasa junto al reo arrodillado, se acerca al que se arrastra, y le dispara; pero la chispa sólo quema algo de pólvora húmeda y el tiro no sale. El teniente estudia y manipula el arma, desconcertado. Luego, vuelto hacia el piquete, ordena que vuelvan a cargar los fusiles; pero todos, incluido Desfosseux, saben que con aquel viento y la lluvia eso no servirá de nada.
- Acabaremos a bayonetazos, ya veréis -murmura uno de los oficiales.
Por el grupo corren algunas risas sarcásticas, contenidas. Abajo, en la hondonada, la situación la resuelve el suboficial de gendarmes, un veterano de mostacho espeso. Con mucha presencia de ánimo, sin esperar órdenes de nadie, coge la carabina de uno de sus hombres, se dirige al herido que se arrastra y lo remata con un disparo a quemarropa. Después cambia el arma por la de otro gendarme, se acerca al pelirrojo sentado en el suelo y le descerraja un tiro en la cabeza. El muchacho cae de boca, encogido como un conejo. Entonces el sargento devuelve la carabina y, chapoteando con indiferencia en el barro, pasa por delante del confuso teniente, sin mirarlo, y se cuadra ante el coronel de estado mayor. Que, no menos confuso, le devuelve el saludo.
Regresan los hombres a sus puestos, despacio. Algunos murmuran en voz baja o echan una última ojeada a los tres cuerpos inmóviles en la orilla del caño. El teniente Bertoldi mira a los dos oficiales de marina españoles, que vigilados por el centinela se retiran al barracón.
- No me gusta que los manolos hayan visto esto -comenta.
Simón Desfosseux, que se sube las solapas empapadas del capote y agacha la cabeza bajo las ráfagas de agua, tranquiliza a su ayudante.
- Pierda cuidado… Ellos hacen lo mismo con los suyos. Y a crueles no les gana nadie.
El capitán echa a andar por la trinchera llena de barro, camino del puente medio anegado. Sueña con un poco de fuego de leña que le quite alguna humedad de la ropa y caliente sus manos ateridas. Lo mismo hay suerte y todavía encuentra tibio el café, añade con risueño optimismo. En cualquier caso, concluye, parece mentira la importancia que en situaciones de necesidad extrema, como la que allí viven, puede tener un sorbo caliente, un trozo de pan o -el colmo del lujo, estos días- una pipa o un cigarro. A veces se pregunta si, después de aquello, logrará adaptarse a los tiempos que quizá conozca, si sobrevive. A ver cada día el rostro de su mujer y sus hijos. A situarse frente a paisajes que pueda contemplar sin encontrarse calculando, automáticamente, parábolas e impactos. A praderas donde poder tumbarse y cerrar los ojos sin la aprensión de que, en el más simple de los casos, un guerrillero se acerque con sigilo y le rebane el cuello.
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