Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- Pero no todo son anécdotas simpáticas -concluye-… Dicen que están matando a mujeres.
- ¿Matándolas?
- Sí. Asesinadas. De forma terrible.
No estaba al corriente el corsario, y ella cuenta lo que sabe. Que no es mucho. Los periódicos evitan el asunto, quizá para no alarmar a la población. Pero corren historias de chicas jóvenes secuestradas y muertas a latigazos. Un par de ellas, al menos. Y Dios sabe qué atrocidades más. Con tanto forastero y militar en la ciudad, hágase cargo. Pocas se atreven estos días a salir de noche.
Pepe Lobo tuerce el gesto. Incómodo.
- Hay veces en que uno llega a avergonzarse de ser hombre.
Lo ha dicho irreflexivamente, de modo espontáneo. Un comentario para llenar el silencio tras las palabras de ella. Pero advierte que la mujer lo observa con curiosidad.
- No creo que usted deba avergonzarse en absoluto.
Se miran a los ojos, con fijeza, durante un instante que al marino se le antoja demasiado largo.
- La asombraría, señora.
Otro silencio. Finas gotitas de agua empiezan a caer, aisladas, sobre el rostro de la mujer, anunciando la lluvia cerrada e inminente. Pero ella no se inmuta ni abre el paraguas, sino que sigue quieta junto al antepecho de la muralla, con todo aquel mar brumoso y gris de fondo. Tendría que ofrecerle resguardarse, piensa el corsario. Pero no se mueve. En realidad tendría que hacer o decir cualquier cosa que rompiese esa situación. El silencio. Y nada de lo posible coincide con lo que él desea en este momento.
- ¿Compró algo interesante? -dice al fin. Por decir algo.
Lo mira ella casi desconcertada, sin saber de qué habla. Lobo sonríe un poco. Forzado.
- La librería. En la plaza. Las gotillas de agua chispean cada vez con más frecuencia sobre el rostro de Lolita Palma. A su espalda, el mar gris empieza a puntearse de minúsculas salpicaduras que se extienden en ráfagas con una brisa que acude desde la boca de la bahía.
- Tendríamos que… -empieza el marino.
- Oh, sí. Mucho -responde ella al fin, apartando la mirada-. La Flora espa ñ ola de don Joseph Quer, completa, en seis volúmenes… Una edición muy linda y limpia.
- Ah.
- Del impresor Ibarra.
- Vaya.
Empieza a llover de veras. Una súbita marejada creciente levanta espuma en las Puercas, bahía adentro.
- Deberíamos volver -murmura Lolita Palma, el aire sensato.
Asiente él mientras ella abre el paraguas. Es grande, suficiente para cubrirlos a los dos, pero no le ofrece resguardarse debajo. Caminan ahora de vuelta entre los arbolillos de ramas desnudas, despacio, mientras la lluvia arrecia. El marino está hecho a soportar eso en la cubierta de un barco, pero le sorprende que ella no se inmute. De soslayo la ve recogerse un poco el bajo de la falda, con la mano libre, para esquivar los charcos que empiezan a formarse en el suelo.
- Tenemos algo pendiente -la oye decir de pronto.
Se vuelve hacia ella, sin comprender. Siente el agua gotear por los picos del sombrero y empapar la casaca. Debería quitársela para ponérsela a la mujer sobre los hombros y protegerle el chal, pero no está seguro de que sea un gesto conveniente. Demasiado íntimo, seguramente. Excesiva confianza. Con lluvia o sin ella, la ciudad es un lugar pequeño. Aquí cuentan lo mismo reputaciones que habladurías.
- El drago -aclara Lolita Palma-… ¿Se acuerda usted?
Sonríe él, algo confuso.
- Naturalmente.
- Y la expedición botánica. Prometió contármelo todo.
De ser otra clase de mujer, concluye el corsario, hace rato que le habría enjugado las gotitas suspendidas en el rostro y el cabello, rozándoselos con los dedos. Despacio. Sin alarmarla. Pero no es otra mujer, sino ella. Y ahí radica precisamente la cuestión.
- ¿Le parece bien mañana?
Pepe Lobo da cinco pasos antes de responder a la pregunta.
- Mañana lloverá también -apunta con suavidad.
- Claro. Qué tonta soy… Entonces, el primer día de buen tiempo. Antes de que usted se vaya, o al regreso.
Un silencio, con el fondo del repiqueteo de la lluvia. Caminan por la acera enlosada de la calle de los Doblones, arrimados a las fachadas de las casas. La de los Palma está a veinte pasos, haciendo esquina. Cuando la mujer habla de nuevo, su tono ha cambiado.
- Envidio su libertad, señor Lobo.
Es más frío. O neutro. El se ñ or devuelve unas cuantas cosas a su sitio.
- No es como yo lo definiría -responde el corsario.
- Usted no comprende, capitán.
Han llegado a la puerta principal de la casa, al resguardo del pasillo amplio y oscuro que conduce a la verja y al patio interior poblado de macetones con helechos. Pepe Lobo se quita el sombrero y lo sacude mientras ella cierra el paraguas. Siente la casaca húmeda pesarle sobre los hombros. Sus zapatos con hebilla de plata, arruinados, forman un charco en las baldosas del suelo.
- Es libre aquel a quien le suceden las cosas según lo que quiso -dice ella-… Al que nadie sino él mismo pone trabas.
Ahora sí es hermosa, admite Lobo. Con aquella luz tenue que viene de dos direcciones, patio y portal, y la penumbra detrás, y las gotitas de lluvia. Con la mirada fija en él, que sin embargo parece traspasarlo, viajando más allá, lejos. A lugares con mares y horizontes infinitos.
- Si yo hubiera nacido hombre…
Se calla, y el vacío que dejan sus palabras lo cubre una sonrisa apenas perceptible, pensativa.
- Afortunadamente no fue así -dice el corsario.
- ¿Afortunadamente? -lo mira con sorpresa, casi escandalizada, aunque él no logra establecer con respecto a qué-. Eso no, cielo santo. Usted…
Ha levantado una mano, como si pretendiera poner los dedos sobre su boca e impedirle pronunciar ni una sola palabra más. El ademán se interrumpe a medio camino.
- Se hace tarde, capitán.
Da media vuelta, empuja la verja y penetra en la casa. Pepe Lobo se queda solo en el pasillo, contemplando la luz gris del patio vacío. Después se pone el sombrero y sale de nuevo a la calle, bajo la lluvia.
Cubierto con carrick encerado y sombrero de hule, apoyado en un muro para protegerse del agua, el comisario Tizón observa el cuerpo que yace en el suelo, a pocos pasos, junto a la pila de escombros bajo los que apareció hace tres horas. La bomba cayó anoche, derribando parte de una casa situada en un callejón a espaldas de la capilla de la Divina Pastora. Hubo cuatro heridos entre los vecinos, uno de los cuales -un anciano que estaba en la cama resultó medio aplastado por el derrumbe- se encuentra en estado grave. Pero la sorpresa vino por la mañana, con los trabajos de desescombro y apuntalamiento, cuando los vecinos rescataban los enseres que han podido salvarse. La mujer cuyo cuerpo fue descubierto entre los restos de la planta baja, antiguo almacén de carpintería abandonado, no estaba muerta a causa de la explosión o los cascotes, sino maniatada, amordazada y con la espalda abierta a latigazos. La lluvia, que ahora moja y lava el cadáver tendido boca abajo entre los restos de la casa, empapándole el pelo revuelto de sangre coagulada, arrastra el polvo de yeso y ladrillo roto, descubriendo la espalda desgarrada hasta mostrar las entrañas y los huesos dorsales, relucientes bajo el agua, de la base del cráneo a las caderas.
- Algunos escombros le aplastaron la cabeza, y no será fácil identificarla -comenta el ayudante Cadalso, que se acerca chorreante, sacudiéndose la lluvia-… Parece joven, como las otras.
- A lo mejor alguien la busca. Anota lo que puedas y haz que se encarguen de averiguarlo.
- Sí, señor. Ahora mismo.
Rogelio Tizón aparta la espalda de la pared, y sorteando escombros recorre el callejón hasta salir a la calle del Pasquín. La lluvia sigue cayendo, mansa en esta parte de la ciudad, cuya disposición callejera, perpendiculares opuestas a líneas rectas en cada trecho, corta el viento con eficacia. Balanceando el bastón, el policía observa los edificios contiguos, el daño causado por la bomba, la puerta estrecha que, al fondo del callejón, comunica con la iglesia cuya fachada se abre a la calle de Capuchinos. Es evidente que la mujer murió antes de que cayese la bomba. Este nuevo crimen también se adelantó al impacto, como en una de las dos ocasiones anteriores: la calle del Viento. En la del Laurel, sin embargo, no cayó ninguna bomba antes ni después, y eso aumenta la confusión del comisario. Todo esto traerá nuevas complicaciones, concluye al pensar, con desasosiego, en el intendente general y el gobernador. En lo que podrá contarles y en lo que no. Pero eso ha de esperar. Lo que ahora ocupa su atención es la búsqueda de algo cuya naturaleza exacta ignora, pero que sin duda está ahí, en el aire o en el paisaje urbano próximo. Una sensación semejante a la que advirtió en los otros lugares: el vacío casi absoluto intuido de un modo fugaz, como si en algún sitio determinado una campana de cristal extrajese el aire, o éste adquiriese una cualidad inmóvil y siniestra. Un punto de ausencia, desprovisto de movimiento y sonido, que se cree capaz de reconocer.
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