Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Tampoco con las harinas te va mal, me parece.

A eso respondió Lolita que no se quejaba. La importación de harina norteamericana -tiene millar y medio de barriles en los almacenes del puerto- ha dado un importante respiro a la casa Palma e Hijos en los últimos tiempos.

- ¿También para Rusia?

- Puede. Si consigo embarcarla antes de que se estropee con la humedad.

- Ojalá te salga todo bien. No es buena época… Fíjate en la desgracia de Alejandro Schmidt. La Bella Mercedes se le perdió en los bajos de Rota, con toda la carga.

Asintió ella. Estaba al tanto, por supuesto. Vientos contrarios y una mar infame arrojaron hace un mes ese barco contra la costa ocupada por los franceses, que lo saquearon cuando se calmó el temporal: doscientas cajas de canela china, trescientos sacos de pimienta de las Molucas y mil varas de lienzo de Cantón. La casa Schmidt tardará en rehacerse de semejante pérdida, si es que llega a conseguirlo. En tiempos como éstos, donde a veces se apuesta demasiado a un solo viaje, la pérdida de un barco puede ser irreparable. Mortal.

- Hay un negocio que puede interesarte.

Observó Lolita a su interlocutor, cauta. Le conocía el tono.

- ¿Se refiere usted a negociar con la mano derecha o con la izquierda?

Una pausa. Sánchez Guinea encendió un grueso cigarro en la llama del quinqué.

- No te precipites -entornaba los ojos con simpatía cómplice-. Lo que voy a proponerte está muy bien.

Lolita se echó atrás en su butaca de cuero, moviendo la cabeza. Cauta.

- Con la izquierda, entonces -concluyó-. Pero ya sabe que no me gusta salir de lo ordinario.

- Lo mismo dijiste con el asunto de la Culebra. Y ya ves. Está siendo buen negocio… Por cierto: no sé si sabes que la torre Tavira acaba de izar bola negra. Han divisado una fragata mar adentro y una balandra grande que sube despacio la costa, con el poniente… ¿Lo sabías?

- No. Llevo todo el día aquí, entre papeles.

- La balandra puede ser la nuestra. Supongo que montará el faro esta misma noche y mañana estará en la bahía, si no cambia el viento.

Con un esfuerzo, Lolita apartó a Pepe Lobo de sus pensamientos. No aquí, resolvió. No ahora. Cada cosa a su tiempo.

- Hablábamos de otro asunto, don Emilio. Lo de la Culebra es corso con patente del rey. El contrabando es diferente.

- Pues la mitad de nuestros colegas lo practican sin remilgos.

- Eso da igual. Usted mismo, antes…

Se calló, dejándolo ahí. Por respeto. Sánchez Guinea miraba la ceniza gris que empezaba a formarse al extremo de su habano.

- Tienes razón, hija. Antes apenas lo tocaba. Ni eso ni la trata de esclavos, como tu padre; aunque tu abuelo Enrico nunca le hizo ascos a traficar con negros… De cualquier modo, los tiempos han cambiado. Hay que ajustarse a lo que hay. No voy a dejar que entre los franceses y la rapacidad de nuestras autoridades acaben acogotándome del todo se inclinó un poco hacia adelante, y al hacerlo cayó ceniza sobre la caoba-. Se trata…

Lolita Palma empujó con suavidad el cenicero, acercándoselo.

- No quiero saberlo.

Sánchez Guinea, el cigarro entre los dientes, la miraba persuasivo. Insistió.

- Es casi limpio: setecientos quintales de cacao, doscientos cajones de cigarros hechos y ciento cincuenta tercios de tabaco en hoja. Todo puesto de noche en la ensenada de Santa María… Lo traerá un jabeque inglés de Gibraltar.

- ¿Y el Cabildo y la Real Aduana?

- Al margen. O casi.

Ella movía de nuevo la cabeza. Afectuosa. Una risa breve, incrédula.

- Eso es contrabando puro. Descaradísimo. Y no puede hacerse de forma oculta, don Emilio.

- ¿Y quién lo pretende?… Estamos en Cádiz, recuerda. Nosotros no figuraremos para nada, oficialmente. Y todo está previsto. Engrasados todos los goznes para que no chirríen, de abajo arriba. Ningún problema.

- ¿Para qué me necesita, entonces?

- Compartir riesgos financieros. Y beneficios, naturalmente.

- No me interesa. Y no es por los riesgos, don Emilio. Sabe que con usted…

Se echó al fin atrás Sánchez Guinea, resignado. Aceptando las cosas como eran. Miraba tristemente el cenicero limpio, reluciente sobre la madera oscura, pulida por el tacto de tres generaciones.

- Lo sé. No te preocupes, hija mía… Lo sé.

Tras la ventana cerrada que da a la calle de los Doblones, unas voces de majos de la Viña o la Caleta, camino de algún fandango en las tabernas del Boquete, se oyen unos instantes, de paso, entreveradas de risas, palmas sueltas y unas cuantas notas pulsadas al azar en las cuerdas de una guitarra. Después, la calle desierta y la noche recobran su silencio. Ahora, sola en el despacho, Lolita Palma sigue contemplando el asiento vacío al otro lado de la mesa. Recuerda el gesto abatido del viejo amigo de la familia al levantarse camino de la puerta. También, cada palabra de la conversación mantenida con él. No logra apartar de su cabeza la imagen de la Bella Mercedes de la casa Schmidt destrozada en los bajos de Rota, con su carga en manos de los franceses. Palma e Hijos difícilmente podría recobrarse de un golpe como ése. Los tiempos que corren obligan a jugársela con cada barco, en cada viaje, expuestos a la buena o mala fortuna del mar, al azar, a los corsarios.

Molina, el encargado, llama a la puerta y asoma la cabeza.

- Con permiso, doña Lolita. Aquí están las facturas de Manchester y Liverpool.

- Déjelas ahí. Luego le digo.

Suena un toque de campana en la cercana torre de San Francisco, desde donde un vigía advierte cuando se ven fogonazos en las baterías francesas del Trocadero, a campanada por bomba. Al cabo de un momento llega un estruendo que hace vibrar ligeramente los vidrios en la ventana. Una granada ha caído, estallando en algún sitio no muy lejano. Lolita Palma y el encargado se miran en silencio. Cuando se retira Molina, ella apenas hojea los documentos. Sigue inmóvil, la toquilla de lana sobre los hombros, las manos en el círculo de luz del quinqué. La palabra corsarios le da vueltas en la cabeza. Poco antes del anochecer, dejando la oficina, fue a ver a su madre y a Curra Vilches, que sentada junto a la cama, paciente como sólo su amistad puede serlo, jugaba con ella a las cartas. Luego subió con Santos a la torre vigía de la terraza, y apoyando el telescopio inglés en el alféizar de la ventana estuvo observando largo rato la balandra que se movía lentamente de sur a norte por el mar brumoso, rojizo, del crepúsculo, ciñendo despacio el viento a un par de millas de la muralla de poniente.

Las calles de la Cádiz acomodada, rectas y estrechas entre casas altas, parecen desembocar en un cielo fosco, gris, que se espesa por el lado occidental de la ciudad. Un cielo de los que traen viento y agua, calcula Pepe Lobo con un vistazo instintivo. Hace días que los barómetros no levantan cabeza, y el corsario se alegra de que la Culebra esté segura sobre diez quintales de hierro, en la bahía, en lugar de hallarse mar adentro, rizando velas y trincándolo todo para afrontar el mal tiempo. La balandra fondeó ayer entre otros barcos mercantes, en tres brazas de agua y frente al muelle de la Puerta de Mar, alineada entre la punta del espigón de San Felipe y los bajos que la marea descubre frente a los Corrales. La noche ha sido tranquila, con poniente húmedo y todavía suave. Un par de fogonazos artilleros de la Cabezuela, con el rasgar de aire de los proyectiles pasando en la oscuridad por encima de los palos de los barcos antes de caer en la ciudad, no turbaron el sueño de nadie.

En tierra firme desde hace sólo tres horas, con la primera luz, y sintiendo todavía bajo los pies el peculiar balanceo imaginario del suelo, consecuencia de cuarenta y siete días de campaña naval -la mayor parte sin pisar otra cosa que la tablazón de una cubierta-, Lobo recorre la calle de San Francisco en dirección a la iglesia y la plaza. Viste formal, a tono de capitán corsario en tierra, con pantalón oscuro de dril grueso, zapatos con hebilla de plata, chaqueta azul con botones de latón y sombrero negro de dos picos, a lo marino, sin galón pero con la escarapela roja que lo acredita como corsario del rey: una indumentaria adecuada para facilitar los trámites burocráticos, judiciales y de aduanas inevitables al llegar a puerto, donde en los tiempos que corren apenas hay nada que pueda hacerse sin algo parecido a un uniforme. En la confitería de Cosí, dentro y en torno a las mesas que ocupan la esquina de la calle del Baluarte, hay media docena de ellos: algunos Voluntarios gaditanos, un oficial de la Real Armada y un par de ingleses de casacas rojas y piernas al aire bajo el kilt escocés. También menudean los civiles, hombres y mujeres, entre los que es fácil reconocer a los redactores de El Conciso, que allí suelen reunirse, por sus dedos manchados de tinta y los papeles que asoman de sus bolsillos; y a los emigrados de provincias bajo dominio francés, por el aire desocupado y la ropa pasada de moda, rezurcida o gastada por el uso. Varios de éstos se sientan ociosos junto a mesas guarnecidas sólo por modestos vasos de agua.

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