Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Virgen Santa -exclama Cadalso, a su espalda-. No termina de acostumbrarse uno a lo que les hace.

Conteniendo el aliento, Tizón agarra el pelo de la muchacha -sucio, revuelto, pegado a la frente por cuajarones de sangre seca- y tira un poco de él, levantando la cabeza para ver mejor la cara. El rigor mortis ya se ha adueñado del cadáver, y el cuello rígido también se alza un poco en el movimiento. El comisario estudia lo que parece una máscara de cera sucia, con marcas violáceas de golpes. Carne muerta. Casi un objeto. O sin casi. Ya no se aprecia nada humano en las facciones amarillentas, en las pupilas empañadas que miran sin ver bajo los párpados entreabiertos, en la boca todavía amordazada por el pañuelo que ahogó los gritos. Al menos, se dice soltando el pelo de la muerta, no es ella. No, como por un momento ha llegado a temer, la joven con la que fue después de hablar con la Caracola. El cuerpo desnudo donde entrevió con horror sus propios abismos.

Vuelve a cubrir el cadáver con la manta y se pone en pie. Hay alguna gente asomada a los balcones próximos, y se dice que esta vez será imposible guardar el secreto. Hasta aquí hemos llegado, piensa. Rápidamente calcula los pros y los contras, las consecuencias inmediatas del suceso. Incluso en la situación excepcional que vive la ciudad, cinco asesinatos idénticos son demasiados. No queda margen. En el mejor de los casos, aunque logre evitar el escándalo público y la intromisión de chismosos y periodistas, son muchas las explicaciones que reclamarán el intendente general y el gobernador. Con ellos no hay intuiciones, teorías ni experimentos que valgan. Sólo cuentan los hechos, y querrán culpables. Y si éstos no aparecen, responsabilidades. La cabeza del asesino, o la suya.

Balanceando pensativo el bastón, una mano en un bolsillo de la levita e inclinado el sombrero sobre los ojos, Tizón observa la calle a uno y otro lado del ángulo recto que la divide en dos: un tramo hacia la vecina de Santiago y otro hacia la de Villalobos. Nunca han caído bombas allí. Es lo primero que procuró averiguar cuando supo el hallazgo del cuerpo. La más cercana, que no estalló, fue a dar hace dos semanas frente a la obra de la catedral nueva. Lo que sólo puede significar dos cosas: que sus hipótesis no tienen fundamento, o que en las siguientes horas o minutos pueden verse confirmadas por un impacto de la artillería francesa. Alzando la vista, observa con frialdad las casas próximas, las fachadas y terrazas que, por su orientación, tienen más probabilidades de recibir una bomba disparada desde el otro lado de la bahía. La docena de vecinos que curiosea en los balcones retiene su atención. Debería prevenirlos, se dice. Dar aviso de que en cualquier momento puede llegar un proyectil que los mutile o los mate. Sería interesante ver sus caras. Lárguense de aquí a toda prisa, porque lo mismo les cae una bomba encima. Me lo ha dicho un pajarito. O dicho en largo: evacuar con urgencia a los vecinos de la calle del Laurel y aledaños -¿Unas horas? ¿Un día?-, con la explicación de que un asesino actúa conectado, según sospecha el comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes, con extraños magnetismos y coordenadas misteriosas. Las carcajadas iban a oírse hasta en el Trocadero. Y es poco probable que el intendente y el gobernador riesen más allá de lo justo.

Próximas horas o minutos, se repite a sí mismo. Después da unos pasos por la calle, mirándolo todo. A partir de este momento -la idea le produce ahora un hormigueo de inquietud- puede no ocurrir nada en absoluto, o que una bomba caiga del cielo y le reviente a él encima. Como en la calle del Viento, la última vez. Aquel gato hecho trizas. El recuerdo lo hace moverse con absurda cautela, cual si de sus pasos en una u otra dirección dependiera estar o no en el punto final de la trayectoria de un disparo francés. Entonces, por un brevísimo instante, como si cruzase por un punto de la calle donde el aire se desvaneciera con sutileza extrema para dejar un insólito vacío, Tizón experimenta una incómoda sensación de irrealidad. Se parece, advierte asombrado, a caminar junto a un precipicio con la atracción del abismo tirando fuerte desde abajo: un vértigo desconocido hasta ahora. O casi. Quizás excitación sea otra palabra adecuada. Como curiosidad, intriga o incertidumbre. También tiene algo de oscuro deleite. Asustado del curso que toman sus pensamientos, el policía se siente demasiado expuesto. Físicamente vulnerable. Así debe de sentirse un soldado fuera de la trinchera, a tiro de un enemigo invisible. Mira a un lado y a otro con sobresalto, como si despertara de una modorra peligrosa: los vecinos arriba, Cadalso de pie junto al cadáver, los rondines que en la esquina mantienen lejos a los curiosos. Vuelto en sí, Tizón busca el lado de la calle que le parece más protegido, habida cuenta -procura recordarlo mientras calcula con rápido vistazo- que la artillería francesa tira sobre la ciudad desde el este.

Luego está el asesino, naturalmente. Deteniéndose en un portal, analiza esa palabra: luego. Y no sin sarcasmo. En realidad est á asombrado de su propia indecisión frente al orden exacto de prioridades. Bombas y asesinos. Lugares con su antes y después. La verdad, concluye, es que lo irrita sobremanera verse obligado a intervenir en un aspecto del problema sin resolver la parte más incierta de éste. Pero la quinta muchacha muerta no deja elección. El principal sospechoso está localizado, y hay superiores que lo reclaman. Para mayor exactitud, lo van a reclamar a puñetazos sobre la mesa dentro de un rato, en cuanto la noticia del nuevo crimen corra por la ciudad. Y esta vez correrá, sin duda, por muchas bocas que se tapen. Toda aquella estúpida gente en los balcones, y los periódicos atando cabos. Haciendo memoria. Ante esa urgencia, el resto de elementos deberán esperar, o ser descartados. Esta posibilidad -certeza, quizás- exaspera al policía. Sería decepcionante verse obligado a neutralizar al asesino sin averiguar antes las extrañas reglas físicas que rigen su juego. Saber si es autor absoluto o simple agente de una trama más compleja. Clave suprema o simple pieza del enigma.

- ¿Qué hay de ese Fumagal?

Ha vuelto junto a su ayudante, que mira el cuerpo cubierto por la manta mientras se hurga minuciosamente la nariz. El subalterno hace una mueca que no compromete a nada. Lo suyo no es interpretar hechos, sino seguirlos con puntualidad e informar de ello a su jefe. Cadalso es de los que duermen sin complicarse la cabeza. A pierna suelta.

- Sigue bajo vigilancia, señor comisario. Dos parejas se relevaron esta noche delante de su casa.

Un silencio incómodo, mientras el esbirro considera si el monosílabo exige o no una respuesta prolija.

- Y nada, señor comisario.

Tizón golpea el suelo con la contera del bastón, impaciente.

- ¿No salió anoche?

- No, que yo sepa. Los agentes juran que estuvo en casa toda la tarde. Luego fue a cenar a la fonda de la Perdiz, paró un rato en el café del Ángel y volvió temprano. La luz de sus ventanas se apagó sobre las nueve y cuarto.

- Demasiado temprano… ¿Estás seguro de que no salió?

- Eso dicen quienes vigilaban. Tampoco me pida más… Los que estuvieron de guardia aseguran que no se movieron de allí durante sus turnos, y que el sospechoso ni asomó a la puerta.

- Las calles son oscuras… Pudo irse por otro sitio. Por atrás.

Arruga la frente Cadalso, considerando largamente aquello.

- Lo veo difícil -concluye-. La casa no tiene puerta trasera. La única posibilidad es que se hubiera descolgado por la ventana al patio de la casa de al lado. Pero, si me permite el comentario, eso es mucho suponer.

Tizón acerca su cara a la del esbirro.

- ¿Y si salió por la terraza, pasando a la casa vecina?

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