Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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Un silencio elocuente. Culpable, esta vez.

- Cadalso… Me voy a cagar en todos tus muertos.

El otro agacha la cabeza, contrito. Casi hace lo mismo con las orejas. O parece a punto.

- Imbécil -remacha Tizón-. Cuadrilla de tarados imbéciles.

Balbucea el ayudante algunas excusas de poco fundamento, que el comisario descarta con un ademán de la mano que empuña el bastón. Prefiere ir a lo práctico. No sobra el tiempo, y hay que centrarse. Lo primero es que el pájaro no vuele fuera de la red. Asegurarlo.

- ¿Qué hace ahora?

Cadalso lo mira, sumiso. Un perrazo maltratado buscando rehabilitarse ante el amo.

- Sigue dentro de la casa, señor comisario. Todo parece normal… Por si acaso, he hecho doblar la vigilancia.

- ¿Cuántos hombres hay ahora?

- Seis.

- Eso es triplicar, animal.

Cálculos mentales. Cádiz es un tablero de ajedrez. Hay jugadas eficaces y jugadas perfectas. Al jugador inteligente lo caracterizan su previsión y su paciencia. A Tizón le gustaría ser inteligente, pero sólo se sabe astuto. Y veterano. Habrá, concluye resignado, que apañarse con lo que hay.

- Llevaos el cuerpo de aquí. Al depósito.

- ¿No esperamos a la tía Perejil?

- No. A ésta no hace falta buscarle la virginidad, como a las otras.

- ¿Por qué, señor comisario?

- ¿No me has dicho que era puta?… Cretino.

Da unos pasos hacia el centro de la calle y mira alrededor. Quiere confirmar lo que sintió hace un momento, cuando consideraba la posibilidad -todavía la considera con aprensión- de que le cayera encima una bomba. No se trata de algo concreto, sino de una sospecha sutilísima, casi imperceptible. Algo relacionado con el sonido y el silencio, con el viento y su ausencia. Con la densidad, quizás, o la textura, si ésa es la palabra, del aire en aquel punto de la calle. Y no es la primera vez que ocurre. Mirando en torno, moviéndose muy despacio, Rogelio Tizón intenta recordar. Ahora tiene la seguridad de haber vivido ya idéntica sensación, o sus efectos. Semejante a cuando el pensamiento parece reconocer, de modo misterioso, algo que ocurrió en el pasado. En otras circunstancias o en otra vida.

La calle del Viento, recuerda de pronto, estupefacto. La misma sensación de vacío sintió allí, en la casa abandonada donde apareció la anterior muchacha muerta. Aquella peculiar certeza de que en algún lugar y momento preciso el aire cambiaba su cualidad, como si se tratara de un lugar de características distintas al resto. Un punto de ausencia o de nada absoluta, al que una campana de cristal invisible aislara del entorno, vaciándolo de su atmósfera. Todavía asombrado por el descubrimiento, da unos pasos al azar buscando situarse en el mismo lugar de antes. Al fin, a poca distancia del cadáver, justo en el ángulo recto que forma la calle, tiene de nuevo la impresión de penetrar en ese mismo espacio angosto, singular, donde el aire está inmóvil, los sonidos se perciben de modo apagado y distante, y hasta la temperatura parece distinta. Un vacío casi absoluto que incluye lo sensorial. La certeza sólo dura un momento, y se desvanece enseguida. Pero basta para erizarle el vello al policía.

11

En los últimos días, los ponientes de invierno traen a la ciudad puestas de sol brumosas. Hace rato que el cielo pasó del rojo al gris azulado y luego al negro, mientras en la bahía se arriaban las banderas y las siluetas inmóviles de los barcos anclados se fundían con las sombras. Las primeras horas de la noche destilan una humedad prematura, impaciente, que ya moja las rejas en las ventanas, vuelve resbaladizos los adoquines de las aceras y hace relucir el suelo bajo la única luz que brilla fantasmal, cercana: el farol de aceite encendido en la esquina de las calles del Baluarte y San Francisco. Más que animar las tinieblas, esa luz sobrecoge como la lamparilla de un sagrario en una iglesia lóbrega y vacía.

- Que no te dejo ir sola, te pongas como te pongas… ¡Santos!

- Mande, doña Lolita.

- Coge una linterna y acompaña a la señora.

En la puerta de su casa, a oscuras, toquilla de lana sobre los hombros y el pelo recogido en una trenza apretada en redondo sobre la nuca, Lolita Palma despide a Curra Vilches. La amiga protesta porque, dice, puede perfectamente recorrer sola los ciento y pico pasos que la separan de su casa en Pedro Conde, frente a la Aduana. A sus años y en Cádiz, no necesita abanico para sacudirse las moscas. Oye. Faltaría más.

- No me fastidies, criatura -se rebela, subiéndose las solapas anchas de su capotillo-. Y deja tranquilo al pobre Santos, que estaba cenando.

- Tú te callas. Boba. Que no andan las cosas para taconear por ahí, como si nada.

- Te digo que me voy. Quita.

- Que no… ¡Santos!

Insiste Curra Vilches, pero Lolita se niega a dejarla ir. Es tarde, y la hablilla de mujeres muertas que corre por la ciudad los tiene a todos inquietos. Con asesinos sueltos, le dice a su amiga, huelgan desgarros de maja. Las autoridades sostienen que se trata de fabulaciones, y ningún periódico se hace eco del asunto; pero Cádiz es un gran patio de vecinos: se murmura que los crímenes son reales, que la policía no logra dar con los culpables, y que, por encima de la libertad de imprenta, en los periódicos se ha impuesto la censura militar, justificada por la situación de guerra, para no alarmar a la gente. Cualquiera sabe.

Regresa el criado con un reverbero de hojalata encendido, y Curra Vilches termina plegándose a razones. Ha pasado casi toda la tarde en casa de Lolita, ayudándola un poco. Es último día de mes, fecha en que, por tradición, los despachos y oficinas de las casas comerciales de Cádiz permanecen abiertos hasta medianoche, lo mismo que las agencias de cambio y de banca, las tiendas de géneros de ultramar y los consignatarios de barcos, haciendo balance de existencias y poniendo al día los libros. Con costumbre heredada de su padre, Lolita ha dedicado la tarde a supervisar las cuentas que hacen los empleados de Palma e Hijos en la oficina de la planta baja, mientras su amiga la acompañaba para ocuparse de las tareas domésticas y atender a la madre.

- La he encontrado muy bien. Dentro de lo que cabe.

- Vete ya, anda. Tu marido querrá cenar.

- ¿Ése? -Curra Vilches pone los brazos en jarras bajo el capotillo, a modo de desplante-. Para una temporada que pasa en Cádiz, lo tengo como tú, sumergido hasta el cogote en la correspondencia comercial y en sus libros de cuentas… No me necesita para nada. Hoy es el día perfecto para darse un relajo y cometer adulterio. Cada último de mes, las gaditanas casadas tenemos atenuantes… Cualquier confesor se haría cargo de las circunstancias.

- Qué burra eres -ríe Lolita-. Burra Vilches.

- Tú tómatelo a guasa, tonta. Pero lo que los médicos prescriben en días como hoy es un teniente de granaderos, un oficial de marina o algo así… De esos que no tienen ni idea de cambios de moneda ni doble contabilidad, pero que dan sofoco y ganas de abanicarse cuando pasan a tiro de pistola. Con buenas patillas y calzón bien apretado.

- No seas ordinaria.

- De eso nada, guapa. Tú sí que eres una sosa. De estar en tu lugar, soltera y con esas hechuras, otro gallo me cantaría. A buenas horas iba a pasar la vida emparedada con media docena de chupatintas en un despacho y coleccionando hojitas de lechuga en un álbum.

- Lárgate de una vez… Santos, ve alumbrando a doña Curra.

La luz del farol ilumina la acera delante de Curra Vilches cuando se arrebuja más en su capotillo y camina detrás del viejo criado.

- Desaprovechada, criatura -dice, volviéndose por última vez-. Lo que yo te diga… Estás desaprovechada.

Aún ríe Lolita Palma, ya a oscuras, apoyada en el quicio del portón.

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