Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- Mire al bermejo, mi capitán. Todavía colea.
Hay entusiasmo en el tono del teniente Bertoldi. El gallo, que parecía acorralado por su enemigo a un lado del redondel, acaba de erguirse reanimado por reservas de energía hasta ahora ocultas, y de un furioso picotazo ha abierto un tajo sangrante en la pechuga del otro, que vacila sobre sus patas y retrocede desplegando las alas de plumas recortadas. Dirige Desfosseux una rápida ojeada al rostro del dueño, buscando explicación al suceso, pero el español sigue impasible, mirando al animal como si ni la anterior debilidad de éste ni su brusca recuperación lo sorprendieran en absoluto. Se atacan los gallos en el aire, saltando en acometida feroz, entre golpes de pico y espolones, y de nuevo es el negro el que, ahora con los ojos reventados y sangrando, recula, intenta debatirse todavía, y cae al fin bajo las patas del otro, que lo remata entre implacables picotazos y yergue la cabeza enrojecida para cantar su triunfo. Sólo entonces advierte Desfosseux un leve cambio en el propietario. Una brevísima sonrisa, a un tiempo triunfal y despectiva, que desaparece cuando se levanta y recoge al animal antes de mirar en torno con sus ojos inexpresivos y crueles.
- Como para fiarse del gallo -dice Bertoldi, admirado.
Desfosseux observa al palpitante animal bermejo, húmedo de sangre propia y ajena, y se estremece como ante un presentimiento.
- O del dueño -añade.
Los dos artilleros cobran sus ganancias, las reparten y salen del palenque a la oscuridad de la noche, envueltos en sus capotes grises. Hay un perro echado entre las sombras, que se levanta sobresaltado al verlos aparecer. A la vaga luz que llega del recinto, el capitán advierte que tiene mutilada una de las patas delanteras.
- Bonita noche -comenta Bertoldi.
Desfosseux supone que su ayudante se refiere al dinero fresco que les pesa en la bolsa; pues noches como ésta, de cielo estrellado y limpio, han visto unas cuantas en su vida militar. Se encuentran muy cerca de la vieja ermita de Santa Ana, situada en lo alto de la colina que domina las alturas de Chiclana -llevan allí dos días de descanso, con pretexto de recoger suministros para la Cabezuela-. Desde el lugar, fortificado y artillado con una batería próxima, puede divisarse a la luz del día todo el paisaje de las salinas y la isla de León, desde Puerto Real hasta el océano Atlántico y el castillo español de Sancti Petri que los ingleses guarnecen en la desembocadura del caño, a un lado, y las montañas cubiertas de nieve de la sierra de Grazalema y Ronda en la dirección opuesta. A esta hora, la oscuridad sólo permite ver los contornos de la ermita entre perfiles de lentiscos y algarrobos, el camino de tierra clara que serpentea ladera abajo, algunas luces lejanas -sin duda hogueras de campamentos militares- por la parte de la Isla y el arsenal de la Carraca, y el reflejo de media luna baja multiplicado hasta el infinito del horizonte semicircular en los esteros y canalizos. La población de Chiclana se extiende al pie de la colina, apagada y triste por el saqueo, la ocupación y la guerra, aprisionada entre la extensa nada negra de los pinares, con su contorno claro de casas encaladas partido en dos por la franja del río Iro.
- Nos sigue el perro -dice Bertoldi.
Es cierto. El animal, sombra móvil entre las sombras, cojea tras ellos. Al volverse a mirarlo, Simón Desfosseux descubre otras tres sombras que vienen detrás.
- Cuidado con los manolos -advierte.
Aún no acaba de decirlo cuando se les echan encima, blandiendo destellos en aceros que se mueven como relámpagos. Sin tiempo de sacar el sable de la vaina, Desfosseux siente un tirón de un brazo y oye el desagradable sonido de una navaja rasgándole el paño del capote. Está lejos de ser un guerrero intrépido, pero tampoco va a dejarse degollar por las buenas. Así que manotea para evitar un nuevo tajo, empuja a su agresor y forcejea con él, procurando hurtar el cuerpo a la navaja que lo busca y desembarazar el sable, sin conseguirlo. Cerca oye respiraciones entrecortadas y gruñidos de furia, rumor de lucha. Por un instante se pregunta cómo le irán las cosas a Bertoldi, pero está demasiado ocupado en proteger su propia vida como para que el pensamiento le lleve más de un segundo.
- ¡Socorro! -grita.
Un golpe en la cara le hace ver puntitos luminosos. Otro rasgar de paño le produce un estremecimiento en las ingles. Me van a hacer tajadas, se dice. Como a un puerco. Los hombres con los que forcejea mientras pretenden sujetarle los brazos -para apuñalarlo, concluye con un estallido de pánico- huelen a sudor y humo resinoso. Ahora también le parece oír gritar a Bertoldi. Con esfuerzo desesperado, zafándose a duras penas de quienes lo acosan, el capitán da un salto ladera abajo y rueda un corto trecho entre piedras y arbustos. Eso le proporciona tiempo suficiente para meter la mano derecha en el bolsillo del capote y sacar el cachorrillo que lleva en él. La pistola es pequeña, de reducido calibre, más propia de un currutaco perfumado que de un militar en campaña; pero pesa poco, es cómoda de llevar, y a corta distancia mete una bala en la tripa con tanta eficacia como una de caballería modelo año XIII. Así que, tras amartillarla con la palma de la mano izquierda, Desfosseux la levanta con tiempo de apuntar a la sombra más próxima, que le viene encima. El fogonazo ilumina unos ojos desconcertados en rostro moreno y patilludo, y luego se escucha un gemido y el ruido de un cuerpo que retrocede, trastabillando.
- ¡Socorro! -grita de nuevo.
Le responde una imprecación en español que suena a blasfemia. Los bultos oscuros que acometían a Desfosseux pasan ahora veloces por su lado, precipitándose ladera abajo. El francés, que se ha puesto de rodillas y al fin consigue sacar el sable de la vaina, les tira un tajo al pasar, pero éste hiende el aire sin alcanzar a los fugitivos. Una cuarta sombra se abalanza sobre Desfosseux, que se dispone a largarle otro sablazo cuando reconoce la voz alterada de Bertoldi.
- ¡Mi capitán!… ¿Está usted bien, mi capitán?
Por el sendero, desde la ermita fortificada, los centinelas acuden a la carrera con un farol encendido que ilumina sus bayonetas. Bertoldi ayuda al capitán a incorporarse. A la luz que se aproxima, Desfosseux advierte que el teniente tiene la cara ensangrentada.
- Nos hemos librado de milagro -comenta éste, todavía con voz trémula.
Los rodea ya media docena de soldados, preguntando por lo ocurrido. Mientras su ayudante da explicaciones, Simón Desfosseux mete el sable en la vaina y guarda el cachorrillo en el capote. Luego mira ladera abajo, a la oscuridad donde se desvanecieron los asaltantes. Ocupa sus pensamientos la imagen del gallo bermejo, taimado y cruel, revolviéndose en la arena del palenque con el plumaje erizado, húmedo de sangre.
- Era una puta de Santa María -dice Cadalso.
Rogelio Tizón observa el bulto cubierto por una manta de la que sólo asoman los pies. El cadáver está en el suelo, junto al muro de un viejo almacén abandonado en el ángulo de la calle del Laurel: un edificio angosto y sombrío, de aspecto arruinado, sin techo. Los muñones de tres gruesas vigas desnudas enmarcan el cielo, sobre los restos de una escalera cuyos peldaños conducen al vacío.
Poniéndose en cuclillas, el comisario retira la manta. Esta vez actúa sobrecogido, pese al endurecimiento del hábito. De Santa María, ha dicho su ayudante. Recuerdos e incómodos presentimientos se cruzan en su cabeza. La imagen de una muchacha desnuda, tumbada boca abajo en la penumbra. Y sus súplicas. No, por favor. Por favor. Ojalá no sea ella, concluye aturdido. Sería demasiada casualidad. Demasiadas coincidencias. Al descubrir la espalda destrozada entre la ropa rota y abierta hasta la cintura, el olor se aferra a su nariz y garganta como un zarpazo. No se trata todavía de la podredumbre de la descomposición -la muchacha debió de morir anoche-, sino de otro olor siniestro que a estas alturas resulta familiar: carne desgarrada a latigazos y abierta en lo hondo, hasta descubrir huesos y vísceras. Huele como las carnicerías en verano.
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