Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Una milla cada hora -dice Lobo-. Es lo más que podemos dejar que nos gane el bergantín… Así que más vale que larguemos el foque volante y el velacho.

Su segundo mira hacia arriba, sobre la vela mayor. La enorme lona embolsada por el viento portante está abierta a sotavento, contenida por el pico y la botavara, impulsando la balandra con el auxilio de la trinqueta y el foque desplegados sobre el largo bauprés, a proa.

- No me fío del mastelero -Maraña habla en voz baja para que no lo oigan los timoneles-. Un balazo del francés lo rozó por encima del tamborete… Lo mismo es demasiado trapo arriba, y se parte si refresca.

Pepe Lobo sabe que el teniente tiene razón. Según los rumbos, con vientos fuertes y mucha lona arriba, el único palo de la balandra puede romperse si lo obligan a soportar demasiada vela. Es el punto débil de esa clase de barcos rápidos y maniobreros: fragilidad a cambio de velocidad. Delicados, a veces, como una señorita.

- Por eso no vamos a largar el juanete -responde-. Pero en el resto no tenemos elección… A ello, piloto.

Asiente el otro, fatalista. Se desembaraza del sable y las pistolas, llama al contramaestre -Brasero supervisaba el trincado de los cañones y el cierre de las portas- y se encamina al pie del palo para vigilar la maniobra.

Mientras, Pepe Lobo le corrige el rumbo al Escocés en dos cuartas y dirige después el catalejo hacia la estela de la balandra. A través de la lente observa que el chambequín ha vuelto a desplegar lona y navega al encuentro de su salvador, y que el bergantín continúa acercándose veloz. Cuando Lobo baja el catalejo y mira hacia proa, el palo de la balandra se ha cubierto de más lona, que gualdrapea desplegándose antes de inmovilizarse embolsada, sujeta por las escotas que los hombres cazan en cubierta: el foque volante alto y tirante en sus garruchos sobre el foque grande y la trinqueta, el velacho braceado en su verga, sobre la cofa. Atrapando más viento, la Culebra da un sensible tirón hacia adelante, machetea la marejada y se inclina más a sotavento, con la regala tan cerca del agua que ésta salta en rociones sobre los cañones y corre por cubierta hasta los imbornales, empapándolo todo. Apoyado en el ángulo que forman el coronamiento del espejo de popa y la regala de barlovento, abiertas las piernas para compensar la pronunciada escora, el corsario lamenta otra vez, para sí, la pérdida de la presa que deja atrás. Aparte el porcentaje de botín para él y sus hombres, don Emilio Sánchez Guinea y su hijo Miguel habrían quedado satisfechos, concluye. Y también Lolita Palma.

Por un instante, Pepe Lobo piensa en la mujer -«Cuando usted vuelva del mar», dijo ella la última vez- mientras la balandra navega recta, segura, cabalgando el Atlántico y acuchillando la marejada con rítmico cabeceo. Una ráfaga de agua fría salta desde los obenques hasta la popa, sobre el capitán y los timoneles, que se agachan para esquivarla como pueden. Sacudiéndose la casaca, mojado y revuelto el pelo, el corsario se pasa una manga por la cara, para quitarse la sal que le escuece en los ojos. Después vuelve a mirar sobre la estela, en dirección a las velas todavía lejanas del bergantín. Al menos, como dijo antes Maraña, ésa es la parte positiva. La caza por la popa requiere muchas horas. Y la Culebra corre como una liebre.

Ahora, murmura malévolo, atrápame si puedes. Cabrón.

Chasquido de bolillos, roce de seda y crujir de vestidos femeninos sobre las sillas y el sofá con brazos adornados por tapetes de encaje. Copas de vino dulce, chocolate y pastas en la mesita de merendar. Bajo la mesa camilla con los faldones levantados, un brasero de cobre calienta la estancia perfumándola con olor de alhucema. Decoran las paredes empapeladas en rojo color de vino un espejo grande, estampas, platos pintados y un par de cuadros buenos. Entre los muebles destacan una cómoda china lacada y una jaula con una cacatúa dentro. Por las vidrieras amplias de dos balcones se ven los árboles del convento de San Francisco dorándose en la luz poniente.

- Dicen que se ha perdido Sagunto -comenta Curra Vilches- y que puede caer Valencia.

Se sobresalta doña Concha Solís, dueña de la casa, interrumpiendo un momento su labor.

- Dios no lo permitirá.

Es una mujer gruesa que rebasa los sesenta. Cabello gris en rodete sujeto con horquillas. Pendientes y pulsera de azabache, toquilla de lana negra sobre los hombros. Un rosario y un abanico a mano, sobre la mesita.

- No lo permitirá en absoluto -repite.

A su lado, Lolita Palma -vestido marrón oscuro con cuello ribeteado de encaje blanco- bebe un sorbo de mistela, deja la copa en la bandeja y sigue con el bordado que tiene en un bastidor sobre el regazo. No es mujer de hilo, dedal y aguja, ni de otras tareas domésticas que violenten lo razonable en su carácter y posición social; pero tiene por costumbre visitar a su madrina, en la casa de la calle del Tinte, las dos veces al mes que hay tertulia femenina en torno al costurero, los bordados y el encaje de bolillos. Hoy también asisten la hija y la nuera de doña Concha -Rosita Solís y Julia Algueró, embarazada ésta de cinco meses-, y una madrileña alta y rubia llamada Luisa Moragas, que está refugiada en Cádiz con su familia y vive de alquiler en el piso superior del edificio. Completa el grupo doña Pepa de Alba, viuda del general Alba, que tiene tres hijos militares.

- Las cosas no van bien -prosigue Curra Vilches muy desenvuelta, entre puntada y puntada-. Nuestro general Blake ha sido derrotado por los franceses de Suchet, y dispersado su ejército. Hay mucho recelo de que todo Levante caiga en manos francesas… Y por si fuera poco, el embajador Wellesley, que se lleva fatal con las Cortes, amenaza con retirar las tropas inglesas: las de Cádiz y las de su hermanito el duque de Güelintón.

Sonríe Lolita Palma, que mantiene un silencio prudente. Su amiga habla con un aplomo castrense que ya quisieran para ellos ciertos generales. Cualquiera diría que pasa el tiempo entre obuses y redobles de tambor, como una cantinera pizpireta.

- He oído que los franceses también amenazan Algeciras y Tarifa -apunta Rosita Solís.

- Así es -confirma Curra con el mismo cuajo-. Quieren entrar en ellas para Navidad.

- Qué horror. No entiendo cómo se desmoronan nuestros ejércitos de esa manera… No creo que un español ceda en valentía a franceses, o ingleses.

- No es cuestión de valor, sino de costumbre… Nuestros soldados son campesinos sin preparación militar, reclutados de cualquier manera. No hay práctica de batallas en campo abierto. Por eso la gente se dispersa, grita «traición» y huye… Con las guerrillas es todo lo contrario. Ésas eligen sitio y manera de batirse. Están en su salsa.

- Te veo muy generala, Curra -ríe Lolita, sin dejar de bordar-. Muy desgarrada y puesta en materia.

También ríe la amiga, con su labor sobre la falda. Esta tarde se recoge el pelo en una graciosa cofia de cintas que realza el buen color de sus mejillas, favorecido por el calor cercano del brasero.

- No te extrañe -dice-. Nosotras tenemos más sentido práctico que algunos estrategas de campanillas… Esos que juntan ejércitos de desgraciados campesinos para dejar que se deshagan luego en un soplo, con millares de infelices corriendo por los campos mientras la caballería enemiga los acuchilla a mansalva.

- Pobrecillos -apunta Rosita Solís.

- Sí… Pobres.

Cosen en silencio, meditando sobre asedios, batallas y derrotas. Mundo de hombres, del que a ellas sólo llegan los ecos. Y las consecuencias. Un perro pequeño y gordo, perezoso, se frota en los pies de Lolita Palma y desaparece en el pasillo, en el momento en que un reloj da allí cinco campanadas. Durante un rato sólo se oye el sonido de los bolillos de doña Concha.

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