Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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El día transcurre fresco, nuboso, con vientecillo del norte que riza a lo lejos el agua de los caños. Felipe Mojarra salió de casa temprano -calañés calado hasta las cejas, zurrón, manta sobre los hombros y cachicuerna en la faja- para recorrer el cuarto de legua de camino, bordeado de árboles, que lleva del pueblo de la Isla a la zona militar y el hospital de San Carlos. El salinero calza hoy alpargatas. Va a visitar al cuñado Cárdenas, que convalece despacio, con muchas complicaciones, del tiro que le tocó la cabeza cuando se llevaban la cañonera francesa del molino de Santa Cruz. La bala no hizo más que astillar algo de hueso, pero la inflamación y las infecciones complicaron las cosas, y el cuñado sigue delicado. Mojarra acude a verlo siempre que puede, si está libre de servicio y no tiene que ir con las guerrillas o acompañar al capitán Virués a reconocer posiciones enemigas. El salinero suele llevar algo de comida preparada por su mujer y charlar un rato con Cárdenas, echando un cigarro. Pero siempre es un mal trago. No tanto por el cuñado, que aguanta mal que bien, sino por el ambiente del hospital. Ése no es plato de gusto para nadie.
Pasando entre los cuarteles de los batallones de marina, Mojarra recorre las avenidas rectas de la población militar, deja atrás la explanada de la iglesia y entra en el edificio de la izquierda, tras identificarse ante un centinela. Sube los escalones, y apenas cruza el vestíbulo que comunica las dos grandes salas del hospital, experimenta una sensación conocida e incómoda: el estremecimiento de internarse en un espacio ingrato, de rumor bajo y continuo, monótono; gemido colectivo de centenares de hombres que yacen sobre jergones de paja y hojas de maíz puestos sobre tablas, alineados hasta lo que desde la puerta parece el infinito. Enseguida llega el olor, también familiar, y aunque esperado no por eso menos agobiante. Las ventanas abiertas no bastan para disipar la fetidez de la carne ulcerada y podrida, el hedor dulzón de la gangrena bajo los vendajes. Mojarra se quita el calañés y el pañuelo de hierbas que lleva debajo.
- ¿Cómo andas, cuñado?
- Ya ves. Achicado, pero todavía coleo.
Ojos brillantes, cercos enrojecidos por la fiebre. Mal aspecto. Piel sin afeitar que enflaquece más las mejillas hundidas. La cabeza rapada con la herida visible -descubierta para facilitar el drenaje- parece poca cosa comparada con otras escenas en que abunda la sala llena de enfermos, heridos y mutilados. Hay allí soldados, marineros y paisanos víctimas de los choques recientes en la línea y de las incursiones en territorio ocupado; pero también de los combates del año pasado en El Puerto, Trocadero y Sanlúcar, y del desastre de Zayas en Huelva, el intento de Blake en el condado de Niebla y la batalla de Chiclana: llagas supurantes, brechas en la carne que meses después aún no cicatrizan, muñones de amputaciones con costurones violáceos, cráneos y miembros con heridas de bala o de sable todavía abiertas, apósitos sobre ojos ciegos o de cuencas vacías. Y siempre el quejido continuo, sordo, que llena el recinto entre cuyas paredes parece encerrarse, concentrado como una esencia miserable, todo el dolor y la tristeza del mundo.
- ¿Qué dicen los cirujanos?
Emite el otro un suspiro resignado.
- Que voy a paso cangrejo… Y que tengo para rato.
- Pues yo te veo buena pinta.
- No me jodas, anda. Y dame fumeque.
Saca Mojarra dos cigarritos liados, le pasa uno al herido y se pone el segundo en la boca, encendiéndolos con el eslabón y la yesca. Bartolo Cárdenas se incorpora con esfuerzo y se sienta en el borde del jergón -sábana sucia, manta delgada y vieja-, aspirando el humo hasta bien adentro. Satisfecho. El primero en dos semanas, dice. Perro tabaco. Mojarra saca ahora del zurrón un paquete atado con cordel: cecina, atún en salazón. También una vasija de barro que contiene garbanzos guisados con bacalao, una limeta de vino y un atado con seis cigarros.
- Tu hermana te manda esto. Procura que no te lo quiten los compañeros.
Guarda Cárdenas el paquete bajo las tablas del jergón, mirando en torno con recelo. La cazuela de barro la deja en el suelo, junto a sus pies descalzos.
- ¿Cómo están tus chiquillas?
- Bien.
- ¿Y la de Cádiz?
- Todavía mejor.
Fuman los cuñados mientras Mojarra cuenta novedades. Siguen las incursiones en los caños, dice, con los franceses a la defensiva. Bombas sobre la Isla y sobre la ciudad, sin muchas consecuencias. También rumorean que el general Ballesteros se retira con su gente a Gibraltar, para protegerse bajo los cañones ingleses, mientras los gabachos amenazan Algeciras y Tarifa. También hay dispuesta una expedición militar a Veracruz que combatirá a los insurgentes mejicanos. A él mismo han estado a punto de alistarlo forzoso para allá, con otra gente del pueblo; pero lo sacó de apuros don Lorenzo Virués, reclamándolo a tiempo. Poco más.
- ¿Cómo sigue tu capitán?
- Igual que siempre. Ya sabes… Dibujando y haciéndome madrugar.
- ¿Hemos perdido alguna batalla últimamente?
- Menos Cádiz y la Isla, todas.
Cárdenas enseña las encías descarnadas y grises, una mueca resentida.
- Habría que fusilar a veinte generales, por traidores.
- No es sólo un problema de generales, cuñado. Es que nadie se pone de acuerdo y cada uno va por su lado. La gente hace lo que puede, pero la escabechan; se junta otra vez, y la vuelven a escabechar… No es raro que prefieran desertar, yéndose al monte. Cada vez hay más guerrilleros y menos soldados.
- ¿Y los salmonetes?
- Ahí siguen. A lo suyo.
- Ésos sí que saben lo que quieren.
- Vaya si lo saben. Hacen su oficio, y les importamos una mierda.
Un silencio. Los dos hombres fuman y callan, esquivándose las miradas. Mojarra no puede evitar que la suya se dirija a la herida del otro. La brecha en forma de cruz en el cráneo rapado recuerda una boca abierta, cuyos labios alguien hubiese tajado de arriba abajo. Dentro hay una costra húmeda y sucia.
- Oí que han fusilado al cura Ronquillo -comenta Cárdenas.
Lo confirma Mojarra. El tal Ronquillo, sacerdote de El Puerto, había colgado los hábitos después de que los franceses quemaran su iglesia, y mandaba una partida que empezó como patriota y se transformó en bandolera, saqueando y asesinando sin reparos a viajeros y campesinos. Al fin, el ex cura acabó pasándose a los franceses, con su gente.
- Hará un mes -concluye- nuestras guerrillas le tendieron una emboscada en Conil. Luego lo pasaron por la crujía y le formaron el piquete.
- Pues bien muerto está, ese mala herramienta.
Un alarido hace volver la cabeza a Mojarra. Un hombre joven se revuelve desnudo en su jergón, amarrado boca arriba por correas que le traban brazos y piernas. Arquea el cuerpo con extrema violencia, rechinando los dientes, apretados los puños y con todos los músculos en tensión, desorbitados los ojos y emitiendo gritos secos y cortos, de extrema furia. Nadie a su lado parece prestarle atención. Cárdenas explica que es un soldado del batallón de Cantabria, herido hace siete meses en la batalla de Chiclana. Tiene en la cabeza una bala francesa que no hay manera de sacarle, y de vez en cuando le produce convulsiones y espasmos tremendos. Ni sana ni se muere, y ahí sigue, con un pie en cada barrio. Lo van cambiando de sitio para que la murga que da se reparta con equidad por toda la sala. Hay quien habla de asfixiarlo de noche con una almohada, y que descanse; pero nadie se atreve, porque a los cirujanos parece interesarles mucho y vienen a verlo, y hasta toman notas y lo enseñan a las visitas. Cuando lo pusieron cerca tuvo a Cárdenas despierto dos o tres noches, de sobresalto en sobresalto. Pero acabó acostumbrándose.
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