Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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Hay un atril con notas junto a la mesa de mármol: apuntes sobre las piezas disecadas y las diversas fases de cada proceso. El comisario se acerca a otra mesa situada entre la puerta de la terraza y una vitrina donde conviven, inmóviles, un lince, una lechuza y un mono. Allí hay tarros de cristal y porcelana conteniendo substancias químicas e instrumental parecido al que usan los cirujanos: sierras, escalpelos, tenazas, agujas de ensalmar. Tras mirarlo todo, Tizón se dirige a la tercera mesa del gabinete. Ésta es grande y con cajones, y se encuentra situada junto a la pared, bajo perchas donde se yerguen, en posturas muy logradas -el dueño de la casa tiene buena mano para el oficio- un faisán, un halcón y un quebrantahuesos. Sobre la mesa hay un quinqué de petróleo y varios papeles y documentos que el policía revisa, procurando dejar cada uno en la misma posición en que se hallaba. Son más anotaciones sobre historia natural, bocetos de animales y cosas así. El primer cajón de la mesa está cerrado con una llave que no se encuentra a la vista, así que Tizón saca otra vez el juego de ganzúas, elige una pequeña, la introduce en la cerradura, y tras un breve forcejeo, clic, clic, abre el cajón con absoluta limpieza. Allí encuentra, doblado en dos, un plano de Cádiz de tres palmos de largo por dos de alto, parecido a los que pueden adquirirse en cualquier tienda de la ciudad, y que muchas familias gaditanas tienen en casa para señalar los lugares donde caen bombas francesas. Éste, sin embargo, está trazado a mano con tinta negra, su detalle es menudo y preciso, y la doble escala de distancias que figura en el ángulo inferior derecho está en varas españolas y en toesas francesas. Hay también graduación de latitud y longitud en los márgenes, con relación a un meridiano que no es el antiguo de Cádiz ni el del Observatorio de Marina de la isla de León. Quizá París, concluye Tizón. Un mapa francés. Se trata de un trabajo profesional, semejante a los levantamientos militares, y sin duda tiene ese origen. Pero lo que más llama la atención es que su propietario no se limita a marcar, como hacen los vecinos de la ciudad, los puntos de caída de las bombas. Éstos figuran cuidadosamente señalados con números y letras, y todos se encuentran unidos por líneas hechas a lápiz que pasan por una referencia en forma de semicírculo graduado dibujada en la parte oriental del plano, en la dirección de la que vienen los tiros de artillería francesa disparados desde el Trocadero. Todo ello forma una trama acabada en radios y círculos, trazada con instrumentos que están en el cajón de la mesa: reglas de cálculo, patrones de distancia, compases, cartabones, una lupa grande y una brújula inglesa de buena calidad en un estuche de madera.
Permanece absorto el comisario, estudiando la insólita trama dibujada sobre la original del papel, su extraña forma cónica con el vértice hacia el este, los códigos anotados y los círculos descritos a compás alrededor de cada punto de impacto. Inmóvil, de pie ante la mesa y fijos los ojos en el plano, blasfema en voz baja, larga y repetidamente. Es como si el conjunto, a primera vista caótico, de todos esos trazos que se entrecruzan, formase un mapa superpuesto al otro mapa: el diseño de un territorio distinto, laberíntico y siniestro que nunca, hasta hoy, Tizón había sido capaz de ver, o intuir. Una ciudad paralela definida por fuerzas ocultas que escapan a la razón convencional.
Te voy teniendo, concluye fríamente. Al menos tengo al espía, añade tras breve vacilación. Ése ya no se escapa. Buscando un poco más, en una libreta con tapas de hule encuentra la correspondencia numérica y alfabética de cada uno de los puntos marcados, con el nombre de cada calle, la localización exacta en latitud y longitud, la distancia en toesas que ayuda a calcular el lugar de cada impacto con relación a edificios o puntos fáciles de situar en la ciudad. Todo es importante y revelador, pero la mirada del comisario vuelve una y otra vez a los círculos trazados en torno a los puntos de caída de las bombas. Al cabo, con súbita inspiración, coge la lupa y busca cuatro lugares: el callejón entre Santo Domingo y la Merced, la venta del Cojo, la esquina de la calle de Amoladores con la del Rosario y la calle del Viento. Todos están allí, marcados; pero no hay en ellos signo peculiar que los diferencie de otros. Sólo, los códigos que ordenan los respectivos datos en el cuaderno de hule y permiten diferenciar las bombas que han estallado de las que no. Y esas cuatro estallaron, como otro medio centenar.
Tizón lo deja todo en su sitio, cierra el cajón, asegura la cerradura con la ganzúa y se queda un rato pensativo. Luego va hacia los estantes de libros y los repasa uno por uno, mirando las páginas para comprobar si hay papeles dentro. En el titulado Syst è me de la nature, ou des Lois du monde physique et du monde moral -de un tal M. Mirabaud, editado en Londres- encuentra algunos párrafos subrayados a lápiz, que traduce sin dificultad del francés. Uno de ellos le llama la atención:
No hay causa por peque ñ a o lejana que sea que no tenga las consecuencias m á s graves e inmediatas sobre nosotros. Quiz á en los á ridos desiertos de Libia se acumular á n los efectos de una turbulencia que, tra í da por los vientos, volver á pesada nuestra atm ó sfera influyendo sobre el temperamento y las pasiones de un hombre.
Reflexionando sobre lo que acaba de leer, el policía se dispone a cerrar el libro; y entonces, mientras pasa unas cuantas páginas más al azar, da con otro fragmento próximo, también subrayado:
Est á en el orden de las cosas que el Juego queme, pues su esencia es quemar. Est á en el orden natural de las cosas que el malvado cause da ñ o, pues su esencia es da ñ ar.
Tizón saca del bolsillo su propia libreta de notas y copia los dos párrafos antes de devolver el libro a su sitio. Después echa un vistazo al reloj de la cómoda y comprueba que lleva en la casa demasiado tiempo. El dueño puede llegar de un momento a otro; aunque, en previsión de esa eventualidad, el comisario ha tomado precauciones: tiene a dos hombres que lo siguen por la ciudad, a un muchacho de buenas piernas dispuesto a venir corriendo en cuanto lo vean tomar el camino de vuelta, y a Cadalso y a otro agente apostados en la calle para avisar. Prudencia en principio innecesaria, pues ese plano y la confesión del Mulato bastan para detener al taxidermista, remitirlo a la jurisdicción militar y darle, sin apelación posible, unas vueltas de garrote en el pescuezo. Nada más fácil estos días, en una Cádiz sensibilizada con la guerra y el espionaje enemigo. Sin embargo, el comisario no tiene prisa. Hay puntos oscuros que desea aclarar antes. Teorías por comprobar y sospechas por confirmar. Que el hombre que diseca animales, subraya párrafos inquietantes en los libros e informa a los franceses de los lugares de caída de las bombas sea detenido, no le importa gran cosa, por ahora. Lo que necesita confirmar es si existe una lectura diferente, paralela, del plano que vuelve a estar encerrado en el cajón de la mesa. Una relación directa entre quien habita esta casa, cuatro puntos de impacto de bombas francesas y cuatro muchachas asesinadas, tres después y una antes de que cayeran esas bombas. El sentido que late, quizás, oculto bajo la tela de araña cónica, trazada a lápiz, que aprisiona el mapa de este a oeste. Una detención prematura podría alterar el escenario y oscurecer para siempre el misterio, dejándole entre las manos sólo la captura de un espía, con las otras sospechas lejos de ser certezas. No busca hoy eso entre los cuerpos rígidos de los animales muertos, ni en los cajones y armarios que esconden, tal vez, la clave de secretos que de un tiempo acá lo hacen vivir en compañía de ásperos fantasmas. Lo que el policía persigue es la explicación de un enigma que antes era sólo singular y que, desde la muerte anticipada en la calle del Viento -aquella bomba despu é s y no antes -, resulta inexplicable. La idea requiere, para ser refutada o demostrada, que todos los elementos sigan activos sobre el tablero de la ciudad, desarrollando con libertad sus combinaciones naturales. Como diría su amigo Hipólito Barrull, el asunto exige determinadas comprobaciones empíricas. Negarle a un posible asesino de cuatro muchachas la oportunidad de volver a matar sería sin duda un bien público; un acto policial y patriótico eficaz, de seguridad urbana y justicia objetiva. Pero, desde otro punto de vista, supondría un atentado contra las posibilidades extremas de tantear la razón y sus límites. Por eso Tizón se propone esperar paciente, inmóvil como uno de los animales que ahora lo observan con ojos de cristal desde perchas y vitrinas. Vigilando a su presa, sin alertarla, en espera de que caigan nuevas bombas. Cádiz abunda en cebos, a fin de cuentas. Y no hay partida de ajedrez en la que no sea necesario arriesgar algunas piezas.
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