Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- A todo se hace uno, cuñado.
La mención de la batalla de Chiclana tuerce el gesto de Felipe Mojarra. Hace poco, a causa de la denuncia de un médico, se supo que varios heridos de esos combates morían en San Carlos por falta de atención y comida, y que los caudales destinados a poner tocino y garbanzos en el puchero eran malversados por los funcionarios. La reacción del ministro de la Real Hacienda, responsable del hospital, fue instantánea: denunciar al periódico de Cádiz que había dado la noticia. Luego todo se fue tapando con comisiones, visitas de diputados y alguna pequeña mejora. Recordando el escándalo, el salinero mira alrededor, a los hombres postrados y a los que, sosteniéndose con bastones y muletas, están junto a las ventanas o se mueven por la sala a la manera de espectros, desmintiendo palabras como heroísmo, gloria y alguna otra de las que usan y abusan los jóvenes y los ingenuos, y también quienes viven a salvo de acabar en lugares así. Estos que contempla son hombres que en otro tiempo pelearon, como él, por su rey prisionero y por su patria ocupada, cobardes o valientes enrasados en la desgracia por el hierro y el fuego. Tristes, al fin, defensores de la Isla, de Cádiz, de España. Y ésta es su paga: cuerpos macilentos de ojos hundidos, expresiones febriles, pieles apergaminadas y pálidas que anticipan la muerte, la invalidez, la miseria. Raras sombras de lo que fueron. El mismo podría ser ahora uno de ellos, piensa. Encontrarse en lugar del cuñado, con esa cabeza abierta que no cicatriza nunca, o del infeliz que se retuerce amarrado al catre con una onza de plomo encajada en los sesos.
Inesperadamente, el salinero tiene miedo. No el de siempre, cuando las balas zumban cerca y siente los músculos y tendones encogidos, esperando el tiro cabrón que tumba patas arriba. Tampoco se trata del lento escalofrío de la espera antes del combate inminente -el peor miedo de todos-, cuando el paisaje próximo, incluso bajo el sol, parece volverse gris de sucios amaneceres, y sale dentro una extraña congoja por uno mismo que sube por el pecho hasta la boca y los ojos, sin remedio, obligando a respirar muy hondo y muy despacio. El miedo de ahora es diferente: sórdido, mezquino. Egoísta. Avergüenza sentir esta aprensión turbadora que vuelve amargo el humo de tabaco entre los dientes y empuja a levantarse con toda urgencia y salir de allí, correr a casa y abrazar a la mujer y las hijas para sentirse entero. Vivo.
- ¿Qué hay de la cañonera? -pregunta Cárdenas-. ¿Cuándo nos pagan?
Mojarra encoge los hombros. La cañonera. Hace dos días estuvo en la intendencia de la Armada, a reclamar de nuevo la recompensa prometida. Ya pierde la cuenta de las veces que ha ido. Tres horas largas de pie esperando con el sombrero en la mano, como de costumbre, hasta que el habitual funcionario malhumorado le dijo con sequedad, en medio minuto y sin apenas mirarlo, que cada cosa a su tiempo y menos prisas. Que hay demasíados jefes, oficiales y soldados que llevan meses sin cobrar sus pagas.
- Tardarán un poco, todavía. Eso dicen.
El otro lo mira inquieto.
- Pero ¿has ido en serio?
- Claro que he ido. Y mi compadre Curro, varias veces. Siempre nos despachan con pocas palabras. Es mucho dinero, dicen. Y son malos tiempos.
- ¿Y tu capitán Virués? ¿No puede hablar con alguien?
- Dice que en asuntos de ésos no hay nada que hacer. Está fuera de su competencia.
- Pues bien contentos se pusieron cuando aparecimos con la lancha. Hasta el comandante de marina nos dio la mano. ¿Te acuerdas?… Y me vendó la cabeza con su pañuelo.
- Ya sabes. En caliente es otra cosa.
Cárdenas se lleva una mano a la frente, como si fuese a tocar la herida abierta en el cráneo, y la detiene a una pulgada del borde.
- Estoy aquí por esos cinco mil reales, cuñado.
El salinero permanece en silencio. No sabe qué decir. Da una última chupada al chicote, lo deja caer al suelo y aplasta la brasa con el talón de la alpargata. Después se pone en pie. Los ojos enrojecidos de Cárdenas lo miran con desolación. Indignados.
- Nos la jugamos bien jugada -dice-. Curro, el hormiguilla, tú y yo. Y los franceses que aligeramos, acuérdate. Dormidos y a oscuras, casi… ¿Se lo explicaste bien?
- Claro que sí… Ya verás cómo se arregla. Tranquilo.
- Nos ganamos el dinero de sobra -insiste Cárdenas-. Y más que nos dieran.
- Hay que tener paciencia -el salinero le pone una mano en el hombro-. Será cosa de pocos días, digo yo. Cuando lleguen caudales de América.
Mueve el otro la cabeza con desaliento y se tumba de lado en el jergón, encogido como si tuviera frío. Los ojos febriles miran fijamente el vacío.
- Lo prometieron, cuñado… Una lancha con su cañón, veinte mil reales… Por eso fuimos, ¿no?
Mojarra coge su manta, el zurrón y el calañés, camina entre los jergones y se aleja de allí. Huyendo de lo que tapan las banderas.
Veinte millas al oeste de cabo Espartel, el último cañonazo hace caer la gavia de mayor de la presa, que se desploma sobre cubierta con desorden de verga, jarcia y lona. Casi en el mismo instante, a bordo se ponen en facha y arrían la enseña francesa.
- Echad la chalupa al agua -ordena Pepe Lobo.
Apoyado en la regala de estribor, a popa de la Culebra, el corsario observa la embarcación capturada, que se balancea en la marejada con la lona a la contra, retenida en el viento fresco de levante. Es un chambequín de mediano tonelaje, tres cañones de 4 libras a cada banda y aparejo de cruz, y acaba de rendirse tras brevísimo combate -dos andanadas por una y otra parte, con poco daño a la vista- y cinco horas de una caza iniciada cuando, a la luz del alba, un vigía de la balandra española lo descubrió adentrándose en el Atlántico. Se trata seguramente de uno de los barcos enemigos, medio mercantes y medio corsarios, que frecuentan los puertos marroquíes para encaminar provisiones a la costa controlada por los franceses. Por el rumbo que llevaba antes de verse perseguido, el chambequín debió de zarpar anoche de Larache con intención de navegar mar adentro, dando un rodeo hacia poniente para evitar las patrullas inglesas y españolas del Estrecho, antes de poner rumbo norte y arribar a Rota o Barbare al amparo de la oscuridad. Ahora, una vez marinado por la gente de la Culebra y reparada la gavia, su destino será Cádiz.
Pica los cuartos la campana de a bordo con dos toques dobles. Ricardo Maraña, que ha cambiado unas palabras mediante la bocina con la tripulación del chambequín, se acerca desde proa, pasando junto a los cuatro cañones de 6 libras que, en la banda de estribor, aún apuntan al otro barco para evitar sorpresas de última hora.
- Tripulación francesa y española, patrón francés -informa, satisfecho-. Vienen de Larache, como suponíamos, hasta arriba de carne salada, almendras, cebada y aceite… Una buena captura.
Asiente Pepe Lobo mientras su segundo, con la indiferencia habitual, se mete dos pistolas en el ancho cinto de cuero que le ciñe la chaqueta negra, asegura el sable y acude a reunirse con el trozo de abordaje que, provisto de alfanjes, trabucos y pistolas, se dispone a embarcar en la chalupa. Con semejante carga y bandera, ningún tribunal discutirá la legitimidad de la presa. La voz ha corrido ya por cubierta: alborozados ante la perspectiva de pingüe botín sin costo de sangre, los tripulantes se muestran risueños y palmean las espaldas de Maraña y sus hombres.
Cogiendo el catalejo que hay junto a la bitácora, Pepe Lobo lo extiende, pega un ojo a la lente y dirige un vistazo a la popa elevada y fina del otro barco, cuya tripulación recoge la lona caída en cubierta y aferra el resto del aparejo. Hay tres hombres bajo el palo de mesana, mirando la balandra con gesto desolado. Uno de casacón oscuro, barba espesa y cabeza cubierta por un sombrero de ala corta, parece el capitán. Tras él, en la banda opuesta, un pilotín o un grumete arroja algo por la borda. Quizás un libro de señales secretas, correspondencia oficial, una patente de corso francesa o todo eso junto. Al advertirlo, Lobo llama al contramaestre Brasero, que sigue junto a los cañones.
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