Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- Son días tristes -opina al cabo Julia Algueró, que se ha vuelto hacia la viuda del general Alba-… ¿Qué sabe de sus hijos?
La respuesta viene en compañía de una sonrisa resignada, llena de entereza.
- Los dos mayores siguen bien. Uno está con el ejército de Ballesteros y el otro lo tengo aquí, en Puntales…
Un silencio doloroso. Comprensivo por parte de todas. Se inclina un poco Julia Algueró, solícita, la barriga de buena esperanza abultándole bajo la túnica amplia. De madre a madre.
- ¿Y del más pequeño? ¿Sabe algo?
Niega la otra, fija la vista en su costura. El hijo menor, capturado cuando la batalla de Ocaña, se encuentra prisionero en Francia. No hay noticias suyas desde hace tiempo.
- Ya verá como todo se arregla.
Sonríe un momento más la de Alba, estoica. Y no debe de ser fácil sonreír así, piensa Lolita Palma. Todo el tiempo procurando estar a la altura de lo que los demás esperan. Ingrato papel: viuda de un héroe y madre de tres.
- Claro.
Más chasquido de bolillos y tintineo de agujas. Siguen las siete mujeres con sus labores -el ajuar de Rosita Solís- mientras declina la tarde. Fluye la conversación, tranquila, entre acontecimientos domésticos y pequeños chismes locales. El parto de Fulanita. La boda o la viudez de Menganita. Las dificultades financieras de la familia Tal y el escándalo de doña Cual y un teniente del regimiento de Ciudad Real. La zafiedad de doña Zutana, que sale de casa sin criada que la acompañe y sin compostura, despeinada y con poco aseo. Las bombas de los franceses y la última esencia de almizcle recibida de Rusia en la jabonería del Mentidero. Todavía entra suficiente claridad por las vidrieras de los balcones, reflejada en el espejo grande con marco de caoba que contribuye a iluminar la estancia. Envuelta en esa luz dorada, Lolita Palma termina de bordar las iniciales R. S. en la batista de un pañuelo, corta el hilo y se deja llevar por los ensueños, lejos de Cádiz: mar, islas, línea de costa en la distancia, paisaje con velas blancas y el sol relumbrando en el agua rizada. Un hombre de ojos verdes mira ese paisaje, y ella lo mira a él. Estremeciéndose, casi dolorida, vuelve con esfuerzo a la realidad.
- Hace dos tardes me encontré a Paco Martínez de la Rosa en la confitería de Cosí -está contando Curra Vilches-. Cada vez lo veo más guapo, tan moreno y agitanado, con esos ojos negrísimos que tiene…
- Quizá demasiado guapo y demasiado negrísimos -apunta Rosita Solís con malicia.
- ¿Qué pasa con él? -pregunta Luisa Moragas, el aire despistado-. Lo he visto un par de veces y me parece un muchacho agradable. Un chico fino.
- Ésa es la palabra. Fino.
- No tenía ni idea -dice la madrileña, escandalizada, cayendo en la cuenta.
- Pues sí.
Sigue contando Curra Vilches. El caso, continúa, es que se encontró al joven liberal en la confitería, acompañado de Antoñete Alcalá Galiano, Pepín Queipo de Llano y otros más de su cuerda política…
- Unos cabeza de chorlito, todos -interrumpe doña Concha-. ¡Famosa cuadrilla!
- Bueno. Pues dijeron que lo de reabrir el teatro se da por seguro. Cuestión de días.
Aplauden Rosita Solís y Julia Algueró. La dueña de la casa y la viuda de Alba tuercen el gesto.
- Otra victoria de esos caballeritos filósofos -se lamenta esta última.
- No son sólo ellos. Hay diputados del grupo antirreformista que también se declaran partidarios.
- Es el mundo al revés -se queja doña Concha-. No sabe una a qué santo rezar.
- Pues a mí me parece bien -insiste Curra Vilches-. Tener cerrado el teatro es privar a la ciudad de un esparcimiento sano y agradable. Al fin y al cabo, en Cádiz se representa en muchas casas particulares, y cobrando la entrada… Hace una semana, Lolita y yo estuvimos en casa de Carmen Ruiz de Mella, donde hicieron un sainete de Juan González del Castillo y El s í de las ni ñ as.
Al oír el título, a la dueña de la casa se le enredan los bolillos entre los alfileres de la almohadilla.
- ¿Lo de Moratín? ¿De ese afrancesado?… ¡Vaya desvergüenza!
- No exagere, madrina -media Lolita Palma-. La obra está muy bien. Es moderna, respetuosa y sensata.
- ¡Pamplinas! -doña Concha bebe un sorbo de agua fresca para aclararse la indignación-. ¡Donde estén Lope de Vega o Calderón…!
La viuda de Alba se muestra de acuerdo.
- Reabrir el teatro me parece una frivolidad -dice mientras remata una puntada-. Hay quien olvida que vivimos una guerra, aunque a veces aquí se note poco. Muchos sufren en los campos de batalla y en las ciudades de toda España… Lo considero una falta de respeto.
- Pues yo lo veo como un recreo honesto -opone Curra Vilches-. El teatro es hijo de la buena sociedad y fruto de la ilustración de los pueblos.
Doña Concha la mira con sorna confianzuda, un punto ácida.
- Huy, Currita. Hablas como una liberal. Seguro que eso lo has leído en El Conciso.
- No -ríe festiva la otra-. En el Diario Mercantil.
- Igual me lo pones, hija.
Interviene Luisa Moragas. La madrileña -casada con un funcionario de la Regencia que vino huyendo de los franceses- se confiesa sorprendida de la desenvoltura con que las mujeres gaditanas, en general, opinan de milicia y de política. De todo, en realidad.
- Esa libertad sería impensable en Madrid o Sevilla… Incluso entre las clases altas.
Responde doña Concha que resulta natural. En otros sitios, añade, lo más que se pide a una mujer es vestir y moverse con gracia, hablar cuatro bachillerías insustanciales y manejar el abanico con primor. Pero en todo gaditano, hombre o mujer, hay una inquietud por conocer las cosas y sus problemas. El puerto y el mar tienen mucho que ver. Abierta al comercio mundial desde hace siglos, la ciudad disfruta de una tradición casi liberal, en la que también se educa a muchas jóvenes de familias acomodadas. A diferencia del resto de España, e incluso de lo que ocurre en otras naciones cultas, no es raro que aquí las mujeres hablen idiomas extranjeros, lean periódicos, discutan de política, y en caso necesario se hagan cargo del negocio familiar, como fue el caso de su ahijada Lolita tras la muerte del padre y el hermano. Todo está bien visto, aplaudido incluso, mientras se mantenga en los límites del decoro y las buenas costumbres.
- Pero es verdad -concluye- que con el trastorno de la guerra nuestras jóvenes pierden un poquito la perspectiva. Son demasiados saraos, demasiados bailes, demasiadas mesas de juego, demasiados uniformes… Hay un exceso de libertad y de charlatanes perorando en las Cortes y fuera de ellas.
- Demasiadas ganas de divertirse -remata la viuda de Alba, que sigue cosiendo sin levantar la cabeza.
- No se trata sólo de diversión -protesta Curra Vilches-. El mundo ya no puede seguir siendo cosa de reyes absolutos, sino de todos. Y lo del teatro es un buen ejemplo. La idea que tienen Paco de la Rosa y los otros es que el teatro resulta bueno para educar al pueblo… Que los nuevos conceptos de patria y nación tienen ahí un buen pulpito donde predicarse.
- ¿El pueblo?… Acabas de clavarlo, niña -apunta doña Concha-. Lo que quieren ésos es una república guillotinera y tragacuras que secuestre a la monarquía. Y una de las maneras de conseguirlo es hacerle la competencia a la Iglesia. Cambiar el púlpito, como dices, por el escenario del teatro. Predicar lo suyo desde allí, a su manera. Mucha nación soberana, como la llaman ahora, y poca religión.
- Los liberales no son contrarios a la religión. Casi todos los que conozco van a misa.
- Toma, claro -doña Concha pasea en torno una mirada triunfal-. A la iglesia del Rosario, porque el párroco es de los suyos.
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